Acabo de borrar una frase. Decía "cuando me cambié de casa no esperaba gran cosa", pero lo cierto es que si. Quería que fuera para mejor, e incluso que se transformara en el comienzo de algo distinto, una etapa nueva y luminosa, destinada, que sé yo, a ser lo que pomposamente podría llamar los mejores años de mi vida. Lo que no esperaba es que mis vecinos vendieran libros por Instagram. Y no es que vendan libros sino libros buenos, que es ligeramente distinto. Les he comprado un par, pero es dificil porque son populares -Sinalefa Libros, se llaman- y todo lo que cuelgan lo venden muy rápido. Mi amigo Diego Zúrliga, apenas se enteró, también les empezó a comprar y a pedir que suban los libros a mi casa. Pues bien, así fue como llegó Iris Murdoch a mi vida.
"Diego me pidió que te lo pase", me dijo uno de ellos, y me entregó un ladrillo de 730 páginas grandes e intimidantes. El mar, el mar, decía el titulo, y yo andaba sin ánimo de leer novelas y mucho menos
novelones. Tampoco tenia ganas de leer escritoras inglesas, que suelen estar sobrerrepresentadas en mi biblioteca, pero el título era tan misterioso que bajé la guardia.
No sé si habrá sido por culpa del mar, que no veo hace tanto tiempo, tal vez desde el inicio de la pandemia, o por esa repetición en apariencia caprichosa, que tiene un dejo melancólico e incompleto -¿dónde está el tercer mar?-, pero sin darme cuenta, empujado por una fiebre larga, cedí a los encantos de Murdoch y de Charles Arrowby, un dramaturgo retirado, algo pedante y obsesionado consigo mismo que protagoniza esa fábula moral sobre el amor y la decadencia.
Es raro el poder de las novelas largas. No de todas, claro, sino de esas que, por razones misteriosas, secuestran a sus lectores y los llevan a sufrir un síndrome de Estocolmo del que no pueden ni quieren escapar, pese a que bastaría con cerrar el libro. Esas mismas novelas, escribe Zambra, "que reservamos para la primera
gripe del año, esas que nos obligan a inventar la primera gripe del año para quedarnos en casa leyendo". Moby Dick, Middlemarch, 2666, Nuestra parte de la noche.
Cada cierto tiempo y sin que nadie lo espere, aparecen esos libros gordos que, en un sentido, les dejan espacio a los lectores para se acomoden y estiren las piernas. No sólo muestran una historia, sino cómo esa historia crece, y el lector, entonces, aprovecha el espacio y se convierte en un compañero de viajes e incluso en un testigo.
No es fácil romper las relaciones forjadas en tiempos o en contextos extraños. Las aventuras no se olvidan tan rápido como las anécdotas cotidianas, tan abundantes, y lo mismo pasa con las novelas. Al final, puede que las novelas largas, que reservamos sólo para un par de momentos al año, sean muy parecidas a una mudanza. Uno espera lo mejor, aunque teme lo peor, y, de tanto en tanto, pasa lo mejor.
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Una novela larga
Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias. 14 de julio de 2021