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Contra el consenso:
ironía y postdictadura en La burla del tiempo de Mauricio Electorat

Por Gonzalo Maier
Universidad Andrés Bello
Publicado en revista Confluencia Vol. 32, No. 1 (otoño de 2016)





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Hacia fines de 2002 y a propósito de la narrativa escrita después de la dictadura, Darío Oses se preguntaba por qué el humor había sido radicalmente marginado de la literatura chilena.[1] Su respuesta, en ese momento, apuntaba a que el humor requería cierta distancia —"irónica o imaginaria" (229)—, que era imposible de exigir a una literatura "enclaustrada en la realidad" (229). Prácticamente una década más tarde, la apreciación de Oses pareciera perder vigencia, pues ese "enclaustramiento" que impediría una "distancia irónica" ya no resulta del todo evidente. De hecho, algunas novelas como Fuenzalida (2012), de Nona Fernández, o Niños extremistas (2013) de Gonzalo Ortiz, abordan con lateralidad e ironía los discursos construidos no sólo durante la dictadura, sino también durante la década de los noventa.

Así, cuando la transición pareciera vivir sus últimos años, resulta interesante apuntar cómo la ironía comienza a situarse dentro de la narrativa chilena. En este contexto, aún en pleno desarrollo, La burla del tiempo (2004), de Mauricio Electorat, es un caso interesante a la hora de reflexionar no sólo sobre el modo en que los discursos irónicos interactúan con la violencia postdictatorial, sino también sobre cómo entran en conflicto con el consenso y la transición. O incluso un poco más: la novela de Electorat permitiría entrever cómo ciertas comunidades discursivas, reconocibles en el trasfondo de sus ironías, pondrían de manifiesto que pese al horror y al trauma, la idea de derrota se podría reformular desde la duda irónica.

La ironía, más que una construcción lingüística monolítica donde lo no dicho suple lo dicho, conviene entenderla como una construcción que pone en tensión un sentido explícito y uno implícito (Hutcheon 56). Esta última aproximación, por cierto, está profundamente ligada a la duda socrática, en particular al modo en que la entiende Kierkegaard (81), es decir, como una forma de conocer o una epistemología centrada en la duda, y no como una pregunta que meramente pretende encontrar una respuesta. Esa misma falta de objeto específico hace de la ironía una forma discursiva que permite abordar elementos del pasado reciente de un modo lateral y oblicuo que está en las antípodas del testimonio —pienso en el caso paradigmático de Cartas de petición (2000), de Leonidas Morales —pues no pretende dar fe de un hecho, sino cuestionar ciertos aspectos y sacar a la luz algunas disonancias, en este caso, presentes en los discursos postdictatoriales.

La ironía, decía Richard Rorty (92), es la capacidad de cuestionar el "léxico último" que justifica cualquier acto, es decir, las propias convicciones. En este sentido, la presencia de la ironía es siempre una duda —moral o política—que, en este caso, atraviesa prácticamente toda la novela protagonizada por Pablo Ruitort, un chileno que vuelve al funeral de su madre[2] tras 19 años de exilio en Francia. Pero lejos de anclarse en el presente, la novela transita intermitentemente entre el recuerdo de los pocos meses en que el protagonista militó en el MIR, escribiendo cartas apócrifas a comienzos de los años 80 para apoyar a la resistencia, y su posterior retorno como un derrotado absoluto, cuando ya sólo quedan pocos días para el cambio de siglo.

Más allá de cartografiar la presencia de la ironía, que está ampliamente extendida en la novela, quisiera reparar en que ella es precisamente el elemento por el que se reconocen dentro una misma comunidad discursiva (Hutcheon 92), tanto el narrador, el grupo de jóvenes amigos con que el protagonista militó en el MIR e incluso cierto destinatario del texto capaz de advertir las ironías.[3] "Es cierto, la cosa empieza mal, para qué le voy a decir lo contrario" (13), dice el narrador ya en las primeras páginas de la novela, como si estuviera consciente de que allá afuera hay alguien más que lo escucha y que acaso asiente en silencio. De hecho, ese receptor tácito pareciera formar parte integral del discurso, las quejas y las angustias de Pablo Ruitort, pues el suyo nunca parece un monólogo sino un diálogo. Incluso esa vocación comunitaria se aprecia en las cartas que Ruitort falsificaba y que estaban firmadas por intelectuales como Jean-Paul Sartre, Albert Camus o Frangoise Sagan. En esos textos apócrifos se ensalzaba la importancia de la resistencia y del combate político al interior de Chile, sin embargo los textos valen como una ironía dramática en el sentido de que ponen de manifiesto una tensión entre lo que conoce el lector —su falsedad— y lo que conocen los destinarios —su veracidad. O incluso entre la dureza de la lucha política contrapuesta con la ligereza de la falsificación de cartas de apoyo. A través de esas tensiones, el ironista apelaría por un lado a resaltar la importancia del combate político y, por otro, la travesura adolescente que se transforma en un recuerdo con tintes cómicos. La inocencia de la infancia y la seriedad de la lucha política quedan contrapuestas y en tensión, forjando una ironía dramática que apela precisamente a las comunidades que, a comienzos de los años 80, no sólo luchaban por la democracia, sino que tenían como referencia a cierra intelectualidad francófona, y en plena transición, recuerdan esos años como un escenario lleno de sueños imposibles e incluso de cierta ingenuidad.

Las comunidades discursivas, para la canadiense Linda Hutcheon, son comunidades que manejan "convenciones de comunicación" propias de determinados grupos (políticos, deportivos, sociales, lingüísticos, y así al infinito) que hacen posible la existencia de la ironía: "We all belong simultaneously to many such communities of discourse, and each of these has its own restrictive (Hagen 1992: 155) bus also enabling communication conventions. [...] This is not a matter of in-group clitism; it is merely a matter of different experiential and discursive contexts" (17). En otras palabras, sobre la preexistencia de esos grupos se produciría el fenómeno irónico, y no al revés como supone la retórica clásica o incluso los apuntes de Jonathan Culler, basados en las anotaciones previas de Chomsky, respecto a las competencias de lectura: "competence is the explicit representation, by a system of rules or norms, of the implicit knowledge possessed by those who successfully operate within the system" (1975: 10). La observación de Hutcheon es sencilla y radical: porque forma parte de una comunidad, alguien puede decodificar una ironía. Y no porque sea capaz de decodificar una ironía, alguien pasa a formar parte de una comunidad. Pero la ironía, en cualquier caso, también entabla relaciones jerárquicas —es decir, de poder— dentro del discurso, suponiendo la exclusión o la inclusión de otros grupos:

From the point of view of the intending ironist, it is said that irony creares hierarchies: those who use it, then those who "get" it and, at the bottom, those who do not. But from the perspective of the interpreter, the power relations might look quite different. It is not so much that irony creates communities or in-groups; instead, I want to argue that irony happens because what could be called "discursive communities" already exist and províde the context for both the deployment and attribution of irony. (Hutcheon 94)

Y en ese juego de poder, en ese escenario político que se construye invisiblemente con cada ironía, es donde La burla del tiempo complejiza no sólo el discurso en torno a la violencia y al trauma de la dictadura sino que también cuestiona los años de continuismo tan propios de la década del 90. "Comunismo, capitalismo: la misma mierda. Ésa es la verdad" (167), dirá en un café de París el Trauco, el delator que provocó la expulsión de la universidad y el exilio de Pablo Ruitort, ejemplificando la absoluta ambigüedad de los años 90, que se refleja seguramente al encontrar a la víctima y al victimario sentados frente a frente en una pintoresca terraza parisina, en una relativa igualdad geográfica y moral. De hecho, esa misma escena donde el Trauco se retrata como víctima de la pobreza y de la falta de oportunidades, como si él fuera un afectado más por la violencia de una dictadura de la que tampoco habría podido escapar, guarda un inquietante parecido con una escena —ciertamente irónica— de El mocito (2010), el documental de Marcela Said y Jean de Certeau en donde un mayordomo de la DINA, encargado de servirle café a los torturadores durante los interrogatorios, se acerca al abogado Nelson Caucoto a preguntar por una posible indemnización como víctima de la dictadura.

Entonces, siguiendo a Hutcheon, ese receptor invisible que subyace en el testimonio de Pablo Ruitort no hace más que evidenciar la preexistencia de una comunidad que se confirma apenas se decodifican sus ironías. Así, ese otro que reconoce las muchas referencias que Ruitort cuela en su monólogo —cuando Isabelle Adjani y Frangoise Sagan discuten a ver quién sabe más de Chile (183), cuando se preguntan si el compañero Franz usará ese nombre por Franz Beckenbauer, el famoso futbolista alemán (117), situación que por cierto lleva a una irónica conversación sobre una eventual genealogía de apodos guerrilleros que refieran a futbolistas chilenos como "Chamaco" (por Chamaco Valdés) o "Pollo" (por Pollo Véliz); o cuando el mismo protagonista cuestiona la carta apócrifa firmada por Costa Gavras ya que la idea de la "llama de la libertad" remite a la llama de la libertad de Avenida Bulnes, hasta el momento el único monumento inaugurado por Pinochet (203)—, inevitablemente pasa a formar parte de una comunidad creada durante la dictadura y que en tiempos de transición recuerda su militancia con distancia, pero con cierto afecto. De hecho, esa distancia también se extiende a los discursos sobre la transición, pues pareciera que para Ruitort la ironía es, por definición, una herramienta contradictoria del espíritu y la lógica política de la transición.

Sin ánimo de sobrediagnosticar las infinitas curiosidades de las políticas económicas en Chile, y siguiendo a Idelber Avelar (49), la transición se puede entender a partir del libre mercado como una de las grandes herencias de la dictadura chilena y acaso como la dictadura misma. Es decir, una dictadura que impone otra invisible e ideológica, la de los mercados libres y pobremente regularizados, que cuando comienza la redemocratización no es modificada sino asumida, generando una transición —bastante irónica, dicho sea de paso— que al menos económicamente no transita hacia ningún lugar.

Detrás de esta política de los acuerdos, extendida a todo ámbito durante los años 90 e incluso durante la primera década del siglo XXI, se esconde la imposibilidad del desacuerdo, de la pregunta molesta, de la apreciación socrática que busca evidenciar la falta o incluso la mera pregunta. Visto de otro modo, todo consenso supone que las partes están de acuerdo, que no hay disidencia, es decir, el consenso no permite la exclusión o siquiera la inclusión. Pensándolo con más distancia, y tal vez para dar luces respecto a la pregunta de Oses que citaba al comienzo de este artículo, el discurso en torno a la dictadura y a la política de los acuerdos no aceptaba ironía, pues tampoco aceptaba disidencias ni preguntas socráticas que resultaran incómodas, y que pudieran cuestionar "el léxico último" de la transición.

De este modo, una posible lectura de la novela de Electorat, apunta a que con su ironía y su coloquialidad, tan reconocible en sus marcas comunitarias —"cómo te llamai, otra vez en buen chileno" (55), "las chucherías que los negros venden en cajas de cartón" (57), "que le llamáramos Franz, compañero Franz" (60), "a pero eran huevones o qué?" (76), "por eso era que él, mi pobre padre, venía a hacer el ridículo delante de usted (...) para que este niño siguiese estudiando, leyendo a Vallejo (...), mirando Muchacha italiana viene a casarse" (53),—el narrador pretende alejarse de la asepsia del discurso oficial de los años 90, acentuando las características de las comunidades discursivas a las que pertenece (ex miristas, exiliados, divorciados, ñuñoínos, escritores fracasados) y desmarcándose también de ese consenso tan propio de la transición. Como escribe Nelly Richard, "Pareciera, entonces, que el consenso político es sólo capaz de 'referirse a la memoria' (de evocarla, como tema, de procesarla como información), pero no de practicarla ni tampoco de expresar sus tormentos" (30). Y esos tormentos inexpresados encuentran precisamente en la ironía un canal capaz de cuestionar la dictadura, es decir, de ponerla en evidencia, pues una pregunta no sólo busca una respuesta, sino evitar que la memoria se transforme en un monumento monolítico.

Casi al comienzo de la novela, y de algún modo revelando su estrategia, Pablo Ruitort deja entrever la importancia del humor como un arma de combate. "me encantaría que la dictadura militar se pudiera derrotar con un partido del humor" (40), dice. La idea, que a primera vista parece una acotación ingeniosa pero esencialmente ingenua, cobra desde la postdictadura un sentido especial. El humor y particularmente la ironía no podrán borrar ni combatir la violencia, no hace falta decirlo, pero sí pueden agrupar una comunidad capaz de cuestionar sus discursos, de reconocerse en la risa, de repensar la memoria e incluso de cuestionar la posición del presente en relación al pasado. De hecho, el partido de la ironía combate la dictadura mirando en retrospectiva y haciendo preguntas, que no es más que la vieja estrategia socrática de resaltar la falta o el error, de minar el discurso del otro. Como observa Richard Rorty, a partir de preguntas y nada más que preguntas, la ironía sería capaz de plantear un discurso opuesto al sentido común, y que en la novela de Electorat particularmente apunta a poner en entredicho el léxico último del consenso en torno a la dictadura:

The opposite of irony is common sense. For that is the watchword of those who unselfconsciously describe everything important in terms of the final vocabulary to which they and those around them are habituated. To be commonsensical is to take for granted that statements formulated in that final vocabulary suffice to describe and fudge the beliefs, actions and lives of those who employ alternative final vocabularies. (74)

Rubí Carreño Bolívar, a propósito de esta novela y de Las películas de mi vida (2005), de Alberto Fuguet, escribe que a su juicio hay "tres estrategias conscientes para abordar un pasado todavía traumático: el sentido del humor, la distancia temporal y espacial desde la que se narra y la capacidad para ficcionalizar la experiencia dolorosa, sacarla del cuerpo y convertirla en otro cuerpo" (29). Ese mismo sentido del humor y esa distancia temporal, y acaso la misma capacidad de reconvertir el dolor en otra cosa —la vita nuova, escribía Roland Barthes pensando en su novela imposible sobre dejar atrás el duelo y ser finalmente otro—, tal vez convenga ser leído en particular desde la ironía. Pues ella requiere precisamente de distancia temporal, y en algún sentido espacial, para pulir su filo.

Un testimonio construido a los pies de la violencia y el trauma, difícilmente puede resultar irónico porque la distancia emotiva es pequeña y no hay modo de moverse hacia los márgenes para hacer una pregunta socrática, distante, reflexiva, que pueda cuestionar el mismo estatuto de la emotividad o incluso del duelo.[4] Por lo mismo, para la ironía la distancia resulta una herramienta perfecta, tal como el humor. De hecho, en un análisis narratológico de la novela, Mario Lillo apunta que "la narración de Pablo y del narrador básico invisible deconstruyen y resemantizan ciertas épicas de la resistencia con una mirada teñida de humor, ironía, desencanto y escepticismo' (152). Y esa "resemantización" de la épica de la resistencia, bien puede valer como el resultado del acercamiento irónico e incluso de su eventual valor terapéutico, tal como se ha demostrado en otras tradiciones donde el trauma se ha elaborado a través de la risa o la ironía (Lautenvein 2009).

Así, tal como Carreño Bolívar considera que el pasado traumático se puede abordar desde ese triángulo compuesto por el humor, la distancia y la ficcionalización, podríamos pensar que la ironía en una novela donde se interpela a una comunidad dolida y vencida, es el camino no sólo para superar y narrar una experiencia dolorosa, sino incluso para reescribir una historia usualmente narrada a través de la dialéctica entre ganadores y perdedores.

Ana María Amar Sánchez, pensando la idea de la derrota como una marca propia de la literatura del Cono Sur durante las últimas décadas (151), considera que esa categoría —la derrota— es plausible sólo desde el punto de vista del vencedor, desde la retórica del capitalismo, pero no desde la propia narrativa de quien mantiene una ética de la convicción, de quien no llegó a transar y finalmente le otorga a la derrota la "dimensión de un triunfo ético-político" (155). La reflexión de Amar Sánchez en parte se basa en una lectura atenta del filósofo francés Alain Badiou, quien sostiene que la ética no opera en niveles abstractos, sino prácticos y siempre ligados a un escenario en particular ("Ensayo sobre la conciencia del mal"). Pensando ya en la idea de derrota, que en Chile tiene al detective Heredia, protagonista de las novelas policiales de Ramón Díaz Eterovic, como su más famoso exponente, Badiou articula una ética de la convicción donde todo aquel que fracase en vistas de su ética —y esto quiere decir sin transarla— no llevaría a cabo un acto ético o incluso moral, sino político.

Entonces, frente a los discursos de la derrota que, como bien sostiene Amar Sánchez, han sido centrales en la postdictadura, la ironía se ofrece como una alternativa o acaso como una consecuencia ineludible. La lenta aparición de la ironía vendría a apostillar la derrota y a ofrecer nuevas lecturas respecto a la postdictadura, tal como sugiere Andrea Valenzuela en su tesis sobre la ironía en la obra de Roberto Bolaño, que de manera similar recupera el sentido de la derrota a través de la ironía:

[lo que] Bolaño relata no es la derrota (de las revoluciones latinoamericanas de su generación) sino lo que viene después de esa derrota. Y lo que viene después es el viaje de Ulises, aunque Ulises Lima no se llame así sino Alfredo Martínez. El viaje es épico porque es el viaje de Ulises, y es irónico y una novela porque no es el viaje de Ulises, sino el de Alfredo Martínez. El ángel de la historia latinoamericano se mueve como el de Benjamin y como el sujeto irónico de Kierkegaard, pero su ironía se duplica y luego se multiplica, porque siempre va a tener un Juan García Madero que no va a entender nada y va a pensar, en secreto, que ir de espaldas es la peor forma de caminar. (299)

La ironía, de este modo, lidia con la emotividad y la política más allá de pensarlas en categorías deportivas como las de triunfo o fracaso —en buena parte porque supone una distancia temporal e intelectual que reduce la intensidad de la emoción—, y se trasforma en un instrumento comunitario capaz de invitar a pensar una vez más lo que, aparentemente, ya había sido pensando. Un buen ejemplo de esto, volviendo ahora a la novela, son las mismas cartas apócrifas a las que hacíamos mención más arriba. Ellas se sitúan más allá de ganadores y derrotados, e inevitablemente cuestionan esa misma categoría. Con ironía pero también con la emotividad del recuerdo, el protagonista tensiona la gravedad de la memoria militante al yuxtaponerla a los recuerdos de travesuras adolescentes. De esta manera, la ironía reescribe la historia al impedir pensarla como un monumento. A través de tensiones que no defienden otra postura más que la pregunta por la pregunta, la ironía se transforma en el camino para convertir las huellas de la violencia en otro cuerpo.

A partir de esta última idea quisiera resaltar un detalle: Kierkegaard, ya al final de su tesis sobre la ironía socrática, reparaba en que ella era "el camino, no la verdad, sino el camino" (339). Esa aseveración, que fuera de contexto podría cobrar tintes de manual de autoayuda, apela primordialmente a la naturaleza de la ironía. La pregunta acuñada al modo de Sócrates, tal como muchas de las que hace Pablo Ruitort, tiene valor no por la respuesta a la que pueda llevar, sino por el hecho mismo de cuestionar. De romper el silencio y de forzar una respuesta, de quebrar el orden e indicar que en el discurso hay vacíos. Y si existe un escenario histórico, político y cultural con vacíos que indicar, ésa bien puede ser la historia reciente de Chile.

Por ese afán crítico y primordialmente irónico es que La burla del tiempo no construye relatos individuales —por más que la novela esté escrita en primera persona—, sino que posibilita una historia disidente y no limitada a la particularidad de un testimonio, a su excepcionalidad, pues la ironía siempre apela a lo que ya sabe o supone otro, es decir, a alguna comunidad. En otras palabras, la ironía apunta siempre a la experiencia común e intempestiva. Se instala entonces como tina construcción eminentemente política, pues fuerza una "ruptura específica de la lógica del arkhé" (59)—tal como escribe Ranciére (59)—que no presupone simplemente la ruptura de la distribución "normal" de las posiciones entre quien ejercita el poder y quien lo padece, sino también una ruptura en la idea de las disposiciones que hacen a las personas "adecuadas" a estas posiciones". Mí, el humor o la ironía, resultan caminos ideales para repensar múltiples construcciones relativas al pasado reciente, pero siempre de un modo comunitario.

Llegado a este punto, y como se puede deducir a partir de la publicación de novelas postdictatoriales recientes, resulta inevitable sospechar de la transición última o tardía en Chile, la que podría ir del 2000 hasta hoy, como un terreno fértil para la aparición de la ironía. Pienso por ejemplo en novelas como Space Invaders (2013), de Nona Fernández; Ruido (2012), de Alvaro Bisama; Las dos orillas del Elba (2012), de Juan Forch; o en algunos cuentos de los volúmenes Hombres maravillosos y vulnerables (2010), de Pablo Toro. Aparentemente no sería sólo la distancia temporal o emotiva la que permitiría esta aparición sino, tal como sugiere la lectura de la novela de Electorat, el complejo escenario de transición que se conformó durante los años 90 y que recién con las protestas estudiantiles del invierno de 2011, comenzaba a ser pública y masivamente cuestionado. "Plata, plata y plata, parece ser lo único que cuenta. Yo muchas veces me digo ¿dónde está Jesús que echó a los mercaderes del templo?" (128), le escribía pocos años antes de morir la madre al protagonista, resumiendo los años 90 e ironizando sobre la llegada de la democracia como la paradójica clausura de toda revolución posible. Pareciera, entonces, que el fin de la transición bien puede ser el término de la dictadura. Que sólo la ironía puede jugar un rol preponderante para ordenar los discursos, para darles forma, para cuestionar el pasado con preguntas incómodas.

La ironía en La burla del tiempo, de este modo, pule su filo ajustando cuentas experienciales e históricas. Es una respuesta no sólo a la violencia militar de la dictadura, sino a la violencia sistémica que ella heredó, a la violencia del libre mercado y de toda una serie de operaciones políticas e ideológicas destinadas a imponer un "consenso" —es decir, a impedir la ironía— sobre el que construir el pasado y sus múltiples representaciones. La ironía, de ese modo y sólo con la suposición de comunidades discursivas, da cuenta de escenarios alternativos —la infancia y la generación 1.5, la de los hijos nacidos en dictadura, son buen ejemplo de ello—, ajenos al consenso político que —incluso durante los primeros años del siglo XXI— parecían monopolizar los debates públicos sobre dictadura, memoria y transición.

El retorno de Pablo Ruitort, el regreso que emprende a Santiago desde París y la construcción de un discurso irónico en torno a la juventud, la militancia y la dictadura, nos lleva a pensar en el mismo sentido que Jonathan Culler, suponiendo que ironía y democracia son dos términos más cercanos de lo que parecieran a primera vista[5]. Sin la libertad y sin la incomodidad de la ironía, como él sugiere, no puede existir la democracia, sólo el prólogo a un totalitarismo. Pues la ironía, como apunta ahora Maebh Long en ese mismo sentido, es el derecho a disidir, a opinar lo contrario, a la ambigüedad, a no querer tomar una posición firme, a romper el consenso y a sugerir que un discurso oficial también puede ser reflexionado desde otra perspectiva (229).

 

 

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Notas

[1] Este artículo forma parte del proyecto The Polilla of Irony in Contemporary Latín-American Literature on Violente, financiado por la Organización para la Investigación Científica de los Países Bajos (De Nederlandse Organisatie voor Wetenschappelijk Onderzoek, NWO).
[2] Roberto Castillo Sandoval en el artículo "El exilio como 'canción de gata malograda' en Cobro Revertido de José Leandro Urbina" (2000) se detiene en la figura de la madre dentro de la narrativa en el exilio para sostener que uno de los mayores miedos presentes en las narrativas del exilio, o tal vez el más grande. era el de no poder asistir al funeral de la madre.
[3] En una de las primeras críticas de la novela que aparecieron en los medios de comunicación, el critico chileno Rodrigo Pinto ya advertía que una de las particularidades del texto de Electorat es que a ratos el narrador se dirige al lector "como si estuviera hablando en público", es decir, poniendo en evidencia que el texto tiene un destinatario claro.
[4] Esa afirmación vale sobre todo para contextos postdictatoriales en donde el filo de la ironía apunta a los discursos construidos en democracia en torno a la memoria y al trauma. Durante la dictadura misma, por el contrario, se pueden encontrar ejemplos donde el blanco de la ironía se fijaba en distintos ámbitos de la militancia, de los discursos castrenses o bien de las construcciones mediáticas ofrecidas por la dictadura. Buenos ejemplos de ello son ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), de Elvira Hernández, y Poemas a la virgen (1988), de Enrique Lihn, que critican respectivamente la manipulación mediática realizada por la dictadura a partir del paso del cometa Halley y de las supuestas apariciones de la virgen María en Peñablanca.
[5] "It has been proclaimed that 9/11 brought the end of irony. If that were true that would be a worrying indication of the possibility of an end of democracy also, an onset of totalitarianism, as total information awareness would herald the end of the secret. Literature, as the possibility of the secret and of irony, is both indispensable to democracy to come and to the hyperresponsibility to which thinking calls us" (15).

 

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Obras citadas

- Amar Sánchez, Ana María. "Apuntes para una historia de perdedores". Iberoamericana 21 (2006): 151-164. Impreso.
- Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota. Santiago: Cuarto Propio, 2000. Impreso.
- Badiou, Alan. "Ensayo sobre la conciencia del mal". Web. 3 de junio de 2012.
- Bisama, Alvaro. Ruido. Santiago: Alfaguara, 2012. Impreso.
- Carreño Bolívar, Rubí. Memorias de un nuevo siglo: jóvenes, trabajadores y artistas en la novela chilena reciente. Santiago: Cuarto Propio. 2009. Impreso.
- Culler, Jonathan. "The Most Interesting Thing in the World". Diacritics 38 (2008): 7-16. Impreso.
----------------- Structuralist Poetics: Structuralism, Linguistics and the Study of Literature. Ithaca: Cornell University Press 1975. Impreso.
- Electorat, Mauricio. La burla del tiempo. Santiago: Seix Barral, 2004. Impreso.
- Fernández, Nona. Fuenzalida. Santiago: Mondadori, 2012. Impreso.
------------------ Space Invaders. Santiago: Alquimia, 2013. Impreso.
- Forch, Juan. Las dos orillas del Elba. Santiago: Alfaguara, 2012. Impreso.
- Hutcheon, Linda. Irony's Edge. London: Roudedge, 1994. Impreso.
- Kierkegaard, Soren. El concepto de la ironía. Trad. Darío González y Begonya Saez Tajafuerce. Madrid: Editorial Trotta, 2000. Impreso.
- Lauterwein, Andréa, Colette Strauss-Hiva and Stephan Braese (coord.). Rire, Mémoire, Shoah. Paris: Editions de l'éclat, 2009. Impreso.
- Lillo, Mario. "La burla del tiempo de Mauricio Electorat, o una memoria traumática de la dictadura". Taller de letras 49 (2011): 141-158. Impreso.
- Long, Maebh. Derrida and a Theory of Irony: Parabasis and Parataxis. Tesis doctoral. Durham University, 2010. Impreso.
- Ortiz, Gonzalo. Niños extremistas. Santiago: Sangría, 2013. Impreso.
- Oses, Darío. "Nueva narrativa: ¿entre la insurrección y la línea de montaje?". En Karl Hout y José Morales (Eds.) La literatura chilena hoy: la dificil transición. Frankfurt: Iberoamericana Vervuert Verlag, 2002. 223-229. Impreso.
- Pinto, Rodrigo. "La burla del tiempo". El Sábado. El Mercurio. 8 de mayo de 2004, p. 5. Impreso.
- Ranciare, Jacques. Política, policía, democracia. Santiago: Lom, 2006. Impreso.
- Richard, Nelly. Residuos y metáforas (ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición). Santiago: Cuarto Propio, 2001. Impreso.
- Rorty, Richard. 1989. Contingency, Irony and Solidarity. Cambridge: Cambridge University Press, 1995. Impreso.
- Said. Marcela y Jean De Certeau, dir. El mocito. Icalmafilms, 2011. Impreso.
- Toro, Pablo. Hombres maravillosos y vulnerables. Santiago: Calabaza del diablo, 2010. Impreso.
- Valenzuela, Andrea. Roberto Bolaño, la ironía y sus precursores (tesis doctoral). Princeton, 2009.



 

 

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