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Una ilusión como cualquier otra

Por Gonzalo Maier

Publicado en 60Watts, septiembre de 2014



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Los japoneses, que lo han previsto todo, tienen una palabra para ese acto tan romántico de leer de pie en una librería. Leer con calma, quiero decir. Le dicen tachiyomi y, si hay una palabra, también existe un mundo. De hecho, basta levantar tímidamente la vista para caer en cuenta de que en cualquier quiosco o librería tokiota hay tipos delgados —siempre son flacos— leyendo de pie, muy concentrados y, como si fuera poco, dispuestos a dejar el libro nuevamente en el estante del que lo tomaron, con las hojas bien estiradas y todavía con olor a nuevo.

Visto desde acá, ese mundo de lectores fieles, apasionados y con buenas piernas resulta pintoresco e intrigante. No sólo porque me eduqué entre libreros que envolvían los libros en plástico y miraban feo a los que daban vuelta por los estantes sin comprar nada, sino porque durante los últimos meses, apenas leo. A diferencia del bloqueo del escritor, lo que me acecha es el bloqueo del lector. A buenas y primeras suena exótico, pero si uno lo mira de cerca se ve más o menos así: uno toma un libro que hace días tenía muchas ganas de leer, lo hojea con ansiedad, luego lee dos o tres páginas y al rato termina sobre una pila de otros libros. Y es fácil sumar varias: la de los que todavía no se leen, la de los que no se leerán nunca y la de los que se podrían leer dependiendo del estado de ánimo, cosa que, al menos por estos lados, suele ser muy cambiante.

Hace varios años compraba libros con la esperanza de leerlos y, tal vez con un poco de suerte, de recomendarlos más tarde a un amigo, como si toda compra, o todo libro, fuera una promesa a punto de cumplirse. Así no sólo leí —por decir algo que suene inteligente— la obra completa de James Joyce, sino también la biografía que escribió Richard Ellmann, cosa que hoy parece temeraria e irresponsable. Supongo que por la misma razón no me cuesta nada imaginar a atletas treintañeros frente a la tele y con una inminente ponchera, recordando con espanto que hace sólo unos años se demoraban no sé cuántos segundos en correr los cien metros planos. O peor: que tenían ganas de correr y para colmo rápido. Creo que muchos podríamos decir lo mismo sobre nuestra vida como lectores y no sólo a propósito de Joyce, sino de varios otros escritores a los que en algún momento leímos compulsivamente —de principio a fin, con estudios y biografías. Pero contrario a mis inocentes suposiciones, podría apostar que ya no seré el viejo que en una tumbona leerá las obras completas de Marcel Proust ni el Umbral de Juan Emar. Esos libros se quedarán donde están. Muy quietos y abultando los estantes.

El bloqueo del lector, en cualquier caso, no tiene una relación directa con la capacidad para comentar o hablar de libros, ni mucho menos con las ganas de salir a comprarlos. De hecho, los japoneses tienen otra palabra hermosa que también revela un mundo: tsudonku. En ideogramas japoneses se escribe —al menos según Twitter, donde se ha vuelto relativamente famosa— así :積ん読, y remite al acto de comprar libros, no leerlos y —no bastando con eso— apilarlos en cualquier rincón de la casa. Sobre la mesa de la tele, en el velador o en esos muebles de la cocina donde uno nunca encuentra el batidor que busca. Ahí están los libros. Uno arriba de otro, con la página 7 doblada en la esquina, criogenizados y a la espera del día del juicio final.

Antes, cuando podía leer tres o cuatro novelas por semana, me llamaba la atención un comentario que escuchaba con frecuencia. Apenas salía a colación un libro (nuevo o viejo, largo o breve) alguien decía no lo he leído, pero lo tengo. O sencillamente hace poco lo compré. La compra, pensaba yo, de algún modo para esa gente suplía la lectura y entregaba propiedad sobre una novela, por decir algo, de Manuel Rojas. Uno que siempre ha sido tan ingenuo y para colmo romántico, daba por hecho que todos ellos estaban horrendamente equivocados, que los libros nunca han tenido propiedad y que si la tienen es precisamente de quienes los leen, pero nunca de quienes los compran. Durante esos años, como sospecharán, mi colon sufrió bastante. Me molestaba de sobra por cosas como ésa y juraba que nunca sería de los que creen que el capitalismo entrega mágicamente la facultad de leer a través de los billetes.

Chesterton, a quien vine a conocer mucho después, decía que una de las gracias de hacerse viejo es descubrir que el resto siempre tuvo la razón, y creo que ésta no es la excepción. No sólo porque ya me he descubierto mil veces diciendo que compré la última novela del escritor de turno, pero que aún no la leo, sino porque recién ahora caigo en cuenta de que el bloqueo del lector no bloquea nada sencillamente porque los libros no son sólo para leerlos. A fin de cuentas, cuando se compra un libro se paga por una promesa o una ilusión como cualquier otra —que se cumplirá quién sabe cuándo, que es cuando se cumplen las promesas— y la de los libros es siempre la misma: que ya tendremos tiempo, que tarde o temprano los problemas desaparecerán por arte de magia y nos despertaremos en una hamaca todavía jóvenes, hermosos, bronceados, con la vida por delante y una novela entre las manos. Al final, me digo, compramos libros sólo para desafiar a la física y confirmar que mientras más alta sea la pila que hay en casa, más tiempo tendremos para leer.



 



 

 

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Publicado en 60Watts, septiembre de 2014