Es fácil escribir un libro, basta con tener paciencia y proponérselo. Ni siquiera hace falta seriedad, sino un poco de método. Hay que insistir y tener fe sobre todo en los momentos de flaqueza hasta que después de un tiempo, si se porfía lo suficiente, lo escrito terminará impreso entre tapa y contratapa. Y está bien, a todos nos gustan los libros, pero como dice el escritor argentino Francisco Bitar, siempre se podrá escribir un libro, pero escribir una fotocopia es imposible. Eso está reservado para los escritores más queridos, para los más grandes, los que se inmortalizan en esas hojas manchadas con una especie de ceniza negra. Y si me pongo un poco mañoso, diría que esos ni siquiera son los escritores más importantes, sino los que nos formaron.
El escaneo y el e-book pirata caen más o menos en la misma categoría, aunque no conservan ni un quinto del romanticismo de ese papel poroso y grueso que convivía con rayados y subrayados. El propio Bitar
lo dice mejor: "la disposición al estudio y la notación" era el destino de muchas de esas fotocopias, que encontraban en sus márgenes amplios un lugar ideal para el apunte. Aunque esa es apenas una parte de la historia. Ahora que lo recuerdo, las hojas salían tibias de la máquina, irradiando un calor reconocible, casi hogareño, que dice bastante del mundo afectivo al que las asocio. "Es bueno recordar que aprendimos a leer con esas fotocopias que esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos", escribe Alejandro Zambra, que siempre tiene buena puntería, y en este caso le achunta al remarcar que las fotocopias no eran sólo un objeto de estudio, sino de placer.
Hace unos días, y a propósito de cualquier otra cosa, leí que en una ciudad alemana existía el museo de la fotocopia. Apenas me enteré tuve un arrebato de entusiasmo irracional e imaginé un edificio grande y lleno de libros fotocopiados y subrayados por generaciones de lectores, pasillos tapizados de papel blanco, micas transparentes y anillados plásticos, volúmenes sin lomos que impiden saber qué libros se apilan en los estantes; pero al final, después de investigar un poco, resultó ser un museo de máquinas fotocopiadoras. La posibilidad de que fuera de libros fotocopiados, sin embargo, me pareció fantástica. Irreal. De un romanticismo digno de Caspar David Friedrich, a quien seguramente también conocí a través de fotocopias. Claro que a los pocos segundos, como en una revelación, caí en cuenta de que una parte importante de las bibliotecas de casi cualquier universidad chilena, al menos hasta hace unos años, eran precisamente pasillos de fotocopias anilladas con una tristeza y una dignidad al alcance de ese museo imaginario en el que, sin quererlo, nos formamos casi todos.
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El museo de la fotocopia
Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias, 19 de mayo de 2021