Aprendí a ahorrar con el paso del tiempo. Cuando era niño nunca me insistieron en el valor del ahorro y en temerle a la plata como a una bestia feroz y difícil de domar. Eran los años del crédito fácil; cualquier cosa valía poco. El ahorro era de tontos o anticuados, que era más o menos lo mismo. Tocaba pedir prestado porque luego, más adelante, llegaría el momento de pagar. O de refinanciar y volver a pedir prestado. Eso que parecía ingeniería financiera de última generación, visto desde hoy, era una forma de ingenuidad u optimismo: la historia había terminado una noche de noviembre y solo quedaba cambiar cada doce o dieciocho meses las sábanas y la lavadora.
Tal como para muchos, para mí la plata siempre ha sido sinónimo de tiempo. Con cada liquidación de sueldo, me repito a fines de mes, compro tiempo para leer y escribir. A veces para salir a dar una que otra vuelta por ahí y pagar cuentas, pero básicamente para leer y escribir. Por lo mismo, ahorrar no tiene que ver con la
plata sino con juntar tiempo. Ojalá por montones. Sobre estos malabarismos financieros casi nadie dice una palabra. Yo recuerdo solo una clase de filosofía en la que un profesor se paró frente a nosotros, se echó el pelo para atrás con algo de dramatismo, y dijo que para hacer filosofia tal vez lo más importante, o acaso lo primero, era tener resueltas las necesidades básicas y, de ser posible, las que vinieran después. Es decir, tener plata. Habló de algunos filósofos pudientes y contó que él tenía un par de inversiones que rentaban bien o incluso muy bien. En ese momento, toda esa digresión me pareció una provocación financiera y poco más. A mí lo que me interesaba, como a cualquier joven insoportable, era la literatura y la filosofia. Las cosas lindas e importantes. Y lo trascendental, por supuesto, no se transaba en ninguna bolsa ni aparecía en las páginas color salmón de los diarios financieros.
Eula Biss, en un ensayo maravilloso sobre el dinero y la relación enferma que
tiene con cualquiera de nosotros, lo cuenta en términos parecidos. Ella tenía ahorros para comprar una casa —para pedir el préstamo, en realidad— pero dilataba el momento de firmar los papeles porque ese número que veía en su cuenta corriente era literalmente tiempo. Un crédito abstracto e imperecedero por horas libres para escribir, que es lo que en realidad quería hacer. ¿Para qué gastar eso, entonces, en una casa? La plata y la escritura son uno de esos matrimonios inesperados, pero indestructibles. Al final, creo, todo se reduce a construir un cuarto propio como el de Virginia Woolf. Da igual si tiene forma de casa o de cuenta bancaria porque son lo mismo: la posibilidad de hacer lo que hay que hacer en un mundo que constantemente nos quiere en otra cosa. En el peor de los casos, por cierto, también se puede instalar una puerta secreta justo debajo de la escalera, como la que Honoré de Balzac usaba para salir arrancando apenas sus acreedores tocaban el timbre.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La puerta secreta.
Por Gonzalo Maier.
Publicado en Las Últimas Noticias, 17 de mayo de 2023