A veces las cosas salen así: sin querer. Y otras, sin siquiera uno enterarse. La belleza de las malentendidos y de lo inesperado se encuentra en cualquier parte. Por ejemplo, hace un par de semanas me subí a un avión pensando en los fantasmas de septiembre y después de mirar para acá y para allá descubrí que casi todos los pasajeros iban muy alegres al Mundial de Rugby, que dentro de unas horas comenzaría en Francia.
Tal como el porno, a mí el rugby me gusta mirarlo y no practicarlo. No es que lo vea muy seguido, pero al menos no me pierdo los Mundiales. Cada cuatro años encuentro algo hermoso en esos equipos brutos, embarrados; quince fieles de una secta que parecieran glorificar los golpes, pero que en realidad se pasan desesperadamente la pelota como quien no quiere perder el hueso de un santo.
Y en malentendidos y giros inesperados al rugby no le gana nadie. De hecho, puede que sus inicios sean una metáfora con pinta de sermón sobre estas mismas cosas: un día
cualquiera, en 1823, un tal William Webb Ellis, a los espinillentos diecisiete años, se presentó en un partido de algo parecido al fútbol actual, tomó la pelota con las manos y esquivó a sus compañeros uno tras otro para terminar dejándola al otro lado de la raya.
Era un chiste, una estupidez o un capricho infantil, dependiendo de cómo se mire, pero se supone que ahí mismo nació el rugby. Fue una especie de boutade o de pataleta muy inglesa. Una performance de alguien que luego se convertiría en cura anglicano y que en su vida no jugaría ni diez segundos de rugby. El corolario, además, es el colmo de la paradoja: la copa que ahora se juega en Francia lleva su nombre: William Webb Ellis, un tipo al que una carrera de treinta segundos le bastó para convertirse en el padre ausente de un deporte que no llegó a conocer.
Durante más de un siglo se supo poco y nada del misterioso Webb Ellis, hasta que a fines de los años cincuenta Ross McWhirter —un periodista deportivo con una capacidad
sobrenatural para memorizar datos, que tenia un hermano gemelo con el que inventó el Libro Guinness de los Récords y que, después de iniciarse en la política, fue asesinado por una facción del IRA— se propuso investigar qué había sido de él.
Vaya a saber uno cómo, pero McWhirter descubrió la tumba de Webb Ellis en un pequeño cementerio con vista al mar en la costa francesa. Luego de jubilar como cura, se fue a sanar de una gripe chácara al Mediterráneo, más tarde donó su plata a la caridad y murió.
La tumba de William Web Ellis, desde hace un tiempo, es algo así como un lugar de peregrinación para celebrar a alguien que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Hermoso, ¿no? Es como si un tipo robara una manzana y saliera corriendo por Vicuña Mackenna, haciéndoles el quite a dos o tres carros de sopaipillas, sin enterarse de que, más que efectuando un robo, está inaugurando un deporte por el que un montón de gente, años más tarde, se subirá a un avión para cruzar medio mundo.
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Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias, 20 de septiembre de 2023