Desperté cansado, no era mi cama, estaba en Santiago por una convención de minería. Miré mi reloj y vi que eran las seis de la mañana. Había dormido a saltos, si trataba de seguir intentándolo, sería lo mismo. Me levanté tratando de no hacer ningún ruido que despertara a mi compañero de habitación. En el cuarto de baño abrí la ventana y encendí un cigarrillo. Se veían los techos llenos de antenas como bosques deshojados y algunas cúpulas de iglesias y edificios antiguos que distinguían el centro histórico. Hacía frío y desde mi posición en el hotel podía contemplar el invierno amaneciendo sobre la ciudad. Todo estaba cubierto por la neblina, solo lograba ver algunas zonas iluminadas junto a letreros y postes de la luz. Abajo, unas palmeras artificiales franqueaban la entrada del edificio erigido en un estrecho y antiguo pasaje. Hacia la esquina, por ese tramo de la calle se percibían pozas de agua de lluvia caída durante la noche, las que, como espejos negros, reflejaban las luces de neón. Cerca de la entrada unos hombres descargaban canastos desde un furgón; seguramente pan e insumos para la cocina. Cerré la ventana con la firme decisión de vestirme y bajar al vestíbulo; por último sentarme en los confortables sillones de los pasillos del hotel a esperar tranquilo hasta que todo se pusiera en movimiento, pero decidí salir y dar unas vueltas por los alrededores.
Llegué a la recepción del hotel sorprendiendo a todos los empleados, ellos estaban en el cambio de turno. Un señor gordito vino a preguntarme si necesitaba algo. «¿Qué se le ofrece? ¿Un taxi… otra cosa?». «Gracias, nada en especial», y pregunté a qué hora se abría el comedor.
— ¡A las siete! —contestaron todos como un coro griego. Di las gracias al amable señor y le dije que iba por un periódico, seguramente ya estarían abiertos los quioscos de diarios. «Por calle Ahumada —me señaló— hay un quiosquero, es el primero que abre».
Salí del hotel, aún la neblina era densa. En la esquina unas mujeres esperaban locomoción en silencio. Crucé la calle hacia Huérfanos, un boulevard húmedo y silencioso, que más tarde se llenaría de vendedores ambulantes como en un soco árabe y pulularían cientos de carteristas y pillos que, a pesar del invierno, se desplazan hacia el corazón de la vieja ciudad a ejercer sus oficios. Un taxista salió de su auto estacionado casi en la esquina y se acercó a ofrecerme sus servicios. «¡No, gracias! Voy por aquí cerca». Sorprendido, exclamó:
— ¡No hay nada abierto!
Seguí mi marcha dejando al taxista frustrado. Crucé la calle Bandera, unos microbuses recogían pasajeros hacia el norte de la ciudad; poca gente a esas horas en que el ambiente era húmedo y triste. Santiago era mi ciudad, en ella caminaba seguro a pesar de la mala fama que había ido adquiriendo en los últimos años. De algunos rincones despertaba gente sin casa, los tránsfugas que existen en todas las grandes ciudades, esos que se refugian en los intersticios más inimaginables, usándolos como grutas para capear la noche tapados con cartones y plásticos.
El madrugador quiosquero arreglaba animoso los periódicos en sus muestrarios protectores, lo saludé y me entretuve leyendo los titulares de la prensa. Decidí comprar una revista y volver de inmediato al comedor del hotel, que ya debía estar funcionando, pero no quería llegar de los primeros al desayuno. Me di unas vueltas por los alrededores y luego recordé que la próxima reunión de la convención minera sería a las once. Todos los delegados aprovecharían, sin duda, de dormir hasta tarde. Mejor voy a una iglesia —me dije—, la Catedral ya debe estar abierta para las primeras misas. Luego pensé que tal vez era mejor ir a la pequeña iglesia antigua de «Las Agustinas» en calle Moneda, pero lo más seguro era la Catedral, y seguí ese rumbo.
Caminé por calles que se desperezaban lentamente, silenciosas, envueltas en bruma y así sin darme cuenta llegué a una plaza solitaria. Unos pocos vehículos circulaban por calle Merced, se perdían en el ángulo de la esquina de la Catedral, construcción modesta comparada con otras iglesias de América; siempre fuimos un reino pobre. Las pozas de agua estaban por todas partes y la gente corría a sus trabajos esquivándolas. Para mi sorpresa la Plaza estaba totalmente transformada; me volvían las imágenes del pasado. Era el mismo lugar, pero no la vida que perduraba en mis recuerdos. Ahora había una gigantesca cabeza de indígena a ras del suelo, bastante fea y tosca, quizás para contrarrestar la escultura ecuestre del fundador de la ciudad, don Pedro de Valdivia el conquistador, en un gran caballo percherón sin riendas, emplazada en la otra esquina. Un regalo de España. Habían arrasado gran parte de la plaza antigua, dejando unas grandes superficies vacías como para carreras de patinetas, quizás para organizar grandes bailes o concentraciones políticas, daba una cierta sensación de desnudez a pesar de que rescataba los frontis de dos viejos edificios: el Correo y el Palacio Municipal; una ala de éste ahora fungía como museo histórico. Llegué a las puertas de la Catedral y volví a mirar la estatua del fundador, el frio y la humedad me hicieron que levantara las solapas de mi largo abrigo que me llegaba más de un palmo abajo de las rodillas, comprado en una tienda de ropa usada. Debí parecer un cura negro, como cuervo que espera en el portal la llegada de los feligreses. Unas mujeres pasaron caminando cubiertas por sus paraguas, me miraron y sonrieron. Me imaginé que debía parecerles el caballero de la mano en el pecho en el cuadro del Greco. Al pasar dejaron un olor a perfumes baratos; dependientas seguramente de tiendas de baratillo o de los bares del sector. No sé por qué me venían esos aires clasistas, como los de un grande de España, o descendiente del mismísimo godo de la conquista don Jerónimo de Alderete. ¿En qué esquina debió haber estado su casa o la de don Rodrigo de Araya, otro grande que fundó la villa? Señores que en un período a cargo de la naciente ciudad, por ausencia del principal, no dudaron un segundo en ordenar cortarle la cabeza al primer conspirador del reino que quiso dar un coup d’ état.
Seguí en silencio imaginando los primeros años en esta misma plaza, los primeros pasos de un nuevo reino desde donde nació un pueblo; un gran pueblo. Pensé que desde aquí, desde este cuadrilátero de tierra partieron a fundar nuevas ciudades. Mirando el viejo edificio del fondo que enmarcaba a don Pedro, pensé: aquí vivieron distinguidas familias, ahora quizás no queda ningún descendiente, todo el mundo abandona la ciudad vieja. Volví a mirar la escultura. ¿Qué habrá querido decirnos el escultor? ¿Un caballo sin riendas y el jinete, no con una espada en la mano sino con un pergamino? Traté de imaginar el sector del antiguo Huelen, a unas cuadras. Ahí se emplazó la primera villa protegida por empalizadas y los brazos del río Mapocho, que la rodeaban como a una isla. El cauce servía de defensa, un foso para los invasores. El cerro, hoy afrancesado, lleva el casto nombre de Santa Lucía. Fue aquí donde un once de septiembre se dejó caer una masa de indios de todo el valle lanzando gritos que helaban la sangre, acaudillados por el fiero cacique Michimalonco, que reunió a todos los Picunche de la zona, seguramente llegaron de Chada, Talagante, Huelquen, Chena y Tobalaba. «Usted no estaba aquel día en la naciente ciudad que había fundado, iba rumbo al Perú», le dije mentalmente a don Pedro, como si su cuerpo montado en el caballo pudiera captar mis pensamientos. Si no fuera por aquella que tanto lo amó, doña Inés del alma mía, que decapitó a los caciques rehenes y las lanzó por encima de las empalizadas, aterrorizando a los sitiadores, quizá no estaría aquí su estatua.
Entré a la Catedral, la primera nave estaba solitaria y sombría. En la nave principal, el altar era lo único iluminado, el sacerdote estaba sentado, leían la primera lectura del ritual, no eran más de quince personas. Me dirigí a la otra ala y caminé por las grandes baldosas de mármol blancas y negras, me sentía como un auténtico chupacirios con mi revista bajo el brazo hasta quedar frente a una columna circundada, hasta el púlpito más alto, por una escalera de caracol. Pasé mis dedos por las finas tallas de alegorías religiosas, no me atreví a sentar junto a los otros, consideré que era una falta de respeto a ellos que habían llegado primero. Miré tratando de no ser visto del todo, oculto detrás de una columna. El sacerdote leía con voz de pito, la que aminoraba con su perfecta prosodia. A mi izquierda estaba una gruesa cortina que sorpresivamente se agitó y de la cual salieron unas mujeres, eran monjas, seguramente habían escuchado desde ahí la misa y ahora venían a comulgar. Pasaron detrás de mí silenciosas y se integraron sentándose en las bancas. Crucé la cortina, adentro había un altar de distintos niveles lleno de custodias de plata maciza de diferentes tamaños y formas. Era una capilla austera, dos ángeles de mármol de tamaño natural rodeaban el altar. Una pequeña baranda separaba el altar de dos corridas de sillas, en una había una mujer arrodillada en silencio, era menudita y se cubría con un amplio velo. Las únicas luces en el lugar venían de unas pequeñas bombillas con forma de llamas que salían de las varas que los ángeles, que eran casi de mi porte, tenían en sus manos —custodios, pensé para mí—. Este era el lugar más sagrado de la Catedral, era extraño que nunca lo hubiera visto antes. Solo se escuchaban las voces de la gente en el altar. Cerré los ojos y traté de no pensar, de vaciarme de ruidos interiores, me quedé quieto como cuando era niño y en algunos juegos permanecía inmóvil casi sin respirar; pero igual escuchaba a la mujer que oraba en una frecuencia que hasta antes de sentarme no había percibido. Detrás de la cortina se oían voces más sonoras, con la disonancia que producen varias personas que exclaman al mismo tiempo: «Una palabra tuya bastará para sanarme». Pero eran voces que escuchaba venir desde muy lejos. Qué difícil es rezarle, pensé, a un Dios que no vemos. Todos estos símbolos de plata, ¿albergarán a alguien?
Sorpresivamente estaba en medio de una gran concurrencia. La iglesia había sido totalmente iluminada, circulaba entre la gente sin toparme con nadie, era divertido, ni cuenta se daban, lo extraño era la manera en que iban vestidos, los hombres con jubones y medias pegadas a las piernas, algunos de gorgueras y cadenas de oro macizo en el pecho. Uno de ellos comentaba en voz alta: «Pero, señor de Erazo, ¿usted no lo cree así?, que para el buen gobierno, lo que procede es llamar a un cabildo». Un señor elegantemente vestido con una chaquetilla llena de adornos bordados en oro y plata, pero que no le sentaban —expelía extravagancia, mal gusto, como que no fueran ropas para él— dijo muy forongo, sin que nadie le preguntara: «Como regidor nombrado por la audiencia le debo respeto al rey en cuanto representa, pero en materia de competencias, cada uno en su lugar». Otro presente con un gran báculo, se enlazaba los dedos con esfuerzo sobre su prominente barriga y, moviendo la cabeza, habló con toda calma: «Yo espero que el señor gobernador y presidente del reino, solucione el problema de las aguas». Otro viejillo, que estaba muy atento, agregó: «¡No se respeta a la gente de buen valer en este reino. ¿Qué tiempos vivimos?». Se dirigía a todos en la iglesia, quería ser escuchado, un poco escandaloso, y siguió: «El agua, el aire de Dios, son atributos sí.... y sí que lo son ¡No se pueden vender!». «Usted no debiera opinar, mi buen señor de Velazco y Quintanilla —le contestó el más anciano y se llevó la mano al pecho para tocarse un gran medallón, como queriendo decir yo represento esto, y lo amonestó con una pachoteada—. Usted recibió de este municipio los derechos a perpetuidad para la molienda de la harina en la villa ¡A perpetuidad!». «Señor —le contestó sin amilanarse—, me extraña lo que su señoría me dice, estas cosas y los asuntos del comercio son del comercio, y me precio de mi honradez en este servicio al reino, y el de ser fiel cumplidor del impuesto del rey y puntual pagador de los gravámenes para sostener el real en tierras de salvajes, y de la permanente manutención de esta casa —indicando con su dedo los decorados cielos del templo—. Esto es de mi privada voluntad, no como para andar en diretes». Un viejito canoso y de cuidada barba agregó: «Lo que hace tu derecha que no lo sepa tu izquierda». El señor agradeció la apostilla y continuó: «Pero, ¿vender los derechos del agua, que son a perpetuidad...?».
La Catedral seguía llenándose de gente, pero estos últimos venían vestidos como yo. Me quedé un rato más entre los antiguos señores. Uno de ellos con voz cavernosa los hizo persignarse a todos, le alcancé a escuchar: «Pero, mi señor, el agua es de la ciudad ¡Más diría que nos la da el mismo señor que nos ampara! Porque esta ciudad ya se vino al suelo ¿O lo ha olvidado, su señoría?... el trece de mayo». Y volvieron todos a hacer la señal de la cruz. «Recodarán, señorías —seguía el quejumbroso señor—, cómo esto era un puro llorar y crujir de dientes; y fue castigo, por lo mal que se llevaban las cosas del reino y toda clase de asuntos en la villa». Otro los interrumpió: «Vamos, señorías, llaman a misa».
Los ancianos políticos habían desaparecido. Sorpresivamente me encontré en unos llanos húmedos, me rodeaban grupos de hombres casi desnudos, solo cubiertos por un taparrabo como un pañal de guagua. Estaban tendidos entre las yerbas, otros descansaban bajo los árboles. Algunos muy mal heridos, otros arreglaban sus arcos y armas, solo un perro amarillo y flaco notaba mi presencia y me ladraba. Nadie me veía, me desplazaba entre ellos sin impedimento, algunos se divertían asombrados tocando un caballo, el animal bufaba espantado, corcoveaba, pero lo tenían firmemente laceado. Escuchaba una lengua extraña, pero algo me recordaba sonidos que iban y venían a mi mente; no me era desconocido.
Las mujeres lavaban las heridas de unos mocetones llenos de pequeñas manchas de sangre como si hubiesen recibido una salva de perdigones. Un indio viejo cubierto con una piel seguramente de guanaco, teñida a tramos por brillantes colores, lleno de collares y con el rostro pintado, me miró sorprendido. Dejó caer un gran mosquete de sus manos, unos jóvenes lo recogieron sorprendidos, al parecer alguien se lo había traído como un objeto desconocido y extraño. Supe entonces que el brujo o toki presentía que yo estaba a su lado, recogió un atado de ramas verdes y se puso a bailar en un pie, moviendo las ramas al unísono que entonaba un canto extraño, pero agradable de escuchar. Itum pillen chilumwmpiyún… Me reía de la situación de ver al viejo médico bailando, pensé en los médicos actuales, cuánto más nos cobrarían por asistirnos con un bailecito como éste. Por la práctica de esta medicina de nuestros antepasados, seguro cobrarían el doble. Me di cuenta de que los que aquí estaban eran los atacantes a la naciente ciudad, que se habían retirado a lavar y curar sus heridas, con algunas pequeñas ganancias, dos o más caballos seguramente. Vi a algunos muchachos pasar semidesnudos con un casco reluciente sobre las greñas y otros con largas picas, algunas en forma de hachas, seguro eran alabardas europeas, capturadas como botín de guerra. Mi padre me decía riendo, que los chilenos con más sangre india que española, siempre querían llevarse algo, robar un poquito, lo que fuera, que no era raro que hasta un profesional se quedara con tu lapicero, el encendedor, cualquier cosa, algo.
Me quedé mirando el valle, era majestuoso, limpio, como si con las manos pudiese atraer los cerros hacia mí. Mis ojos gozaban las maravillosas montañas aún con nieve en sus cimas y quebradas. Hacia mi lado derecho distinguía los cerros de Chena, solitarios, sin cruz ni nada en su cima, incluso verdeaban con grandes árboles en sus laderas, seguramente Maitenes y Quillayes. Quedé inmóvil ante el cerro de Renca y recordé un polvorín casi en sus pies donde fui flagelado, lo recordaba siempre amarillo y seco, como oro sucio y ajeno, donde lo único que veíamos los prisioneros desde las estrechas claraboyas de los barracones cárceles, era el círculo silencioso de los buitres volando, el resto eran los gemidos de detenidos que esperábamos el fin; era un tiempo que había guardado como triste... tan triste. Recordé ese día, los aviones que lanzaban sus cargas mortales, el humo y el polvo en el palacio incendiado.
Una vieja mujer ayudaba a los heridos, me acerqué a preguntarle si era ella la del día negro; lavaba las heridas de un joven de rostro bello y valiente. Parecía dormido, su cuerpo no era el de un guerrero, el largo de sus brazos y piernas, no era igual a los otros. Estaba envuelto en toscas telas empapadas de un jugo verde. Otra mujer de rostro duro y cabello totalmente blanco —no sé por qué, pero entendía sus palabras— lamentaba que el muchacho nunca podría ser el poeta de su pueblo. Tenía el brazo herido y una herida mayor cerca del corazón; no tenía esperanzas de sanar a pesar del cuidado. El brujo estaba con los muchachones, tenía el mosquete tomado apuntándose él mismo, los jóvenes se reían y trataban de explicarle cómo lo usaban los demonios barbudos forrados en metal. La anciana me explicó: «Este hermoso niño como la luz de la mañana se nos muere, nunca más escucharemos su voz cantándole a las flores, a las nubes que pasan arriba entre los pehuenes». Quise preguntar, saber de una vez si ella era la mujer que gritaba por las calles aquel día en que ardía el palacio y el presidente estaba muerto. Éramos muchos con los rostros llorosos en la puerta del sindicato, a doce mil metros del monte de la calavera. «¿Lo recuerda? Usted iba con alguien que arrastraba un carretón con cartones y tarros viejos, gritaba: ¡Todos van a ser degollados, huyan, mis pequeñitos, huyan!». No era necesario explicar nada.
Otra vez estaba entre los heridos. «Se va.... deja el cuerpo —dijo la mujer— para convertirse en flor, en ríos y montañas, en tierra amarilla calcinada por soles, en cactus gigantes de varonil belleza, en rocas negras húmedas besadas por el mar». De sus manos fluían colores, de sus hombros emergían dos tubos de luz dorada que se alzaban hasta el cielo. Comprendí sus palabras y reconocí en el rostro del joven guerrero los rasgos ineludibles de un ser luminoso.
Algo estaba sucediendo, el médico brujo venía hacia nosotros. Entendí que el joven se apagaba. Sin importarme la mujer, me acerqué a su cuerpo y besé su frente. Se agitó un poco y salió del cuerpo, estaba alegre, ahora tenía alas, era un ángel, su sonrisa radiante iluminaba como un segundo sol. Retrocedió sonriendo, el brujo quedó en medio de ambos, quise ir hacía él, preguntarle a dónde iba, pero del brujo salieron rayos que impedían acercarme. Le grité: «¡¿Dónde vas?!». «A las blancas tierras, donde siempre es día, donde el amor es aire». «¿Puedo ir contigo?». Sonrió: «Primero busca el lago de Chi-chiu Kusumakará y ahí espera a los guerreros; el cuervo de Wotan te indicará el árbol de Iggdrasil, después camina y llegarás al mediodía», después desapareció.
Quise ir tras él, pero el brujo agitó un cascabel y me gritó: «¡Uuchsss, ah... Winka chumawdre!». La mujer que conocía desde ese maldito día once de septiembre ya no estaba, la otra, alta y dura, caminaba lentamente hacia una rinconada entre los cerros por donde cae el sol. Reconocí el lugar; estas son las tierras donde mi abuelo tenía su mina de cobre. La mujer se acercaba y le dije: «Venga... venga, le mostraré un socavón, yo sé dónde está, él lo hizo con sus trabajadores —ella solo sonreía— Sí… yo aquí conozco, ¿no me cree? Esto de aquí es la ensenada de Pudahuel, los pantanos y vegas que crea el río Mapocho en sus crecidas». Me quedé en la vastedad del silencio. Todos habían desaparecido.
La celebración del Tedeum aún no se iniciaba. Empecé a moverme entre los presentes, algunos con grandes libros negros en sus manos, vestidos con trajes oscuros y de corbata; otros con mitrados y bordados atuendos. En un rincón, entre las sillerías del altar, un grupo de asistentes conversaban a la sordina, uno incluso llevaba el mantón de los rabinos y su coronilla con kipa, mientras tomaba del brazo a un anciano sacerdote y le hablaba al oído, por su gorro elevado con velo podía ser del rito siríaco u ortodoxo; el resto de invitados se iban ubicando y saludándose. Sobre unas tarimas alfombradas de rojo, se destacaba una línea de sillones donde se ubicarían las autoridades; algunos dejaban a sus mujeres en las bancas de las primeras filas, mientras ellos ocupaban su sitial. Detrás de los sillones principales se ubicaban los edecanes con sus entorchados y medallas. Algunos jóvenes con faldón y pellizas blancas, ayudaban indicando cortésmente sus ubicaciones preestablecidas a las personas que iban llegando. El joven cura, flaco y seco, que se movía como un zombi y causaba risas entre sus compañeros, me vio, vino hacia mí y preguntó: «¿Qué hace aquí?». Después dudó y creyó solo haberme visto; sus expresiones y palabras quedaron bailando en el aire, se sintió asustado y expectante, porque tampoco pudo escuchar mi respuesta. Un sacerdote anciano, seguramente obispo, le dijo al joven pálido que estaba a punto de desmayarse: «Hijo, vaya a descansar, hay suficientes seminaristas en esta tarea, descanse, se le ve desmejorado». Me quedé mirándolo, se alejaba ahogado en dudas.
El templo estaba repleto. A mi lado había un señor alto de gran prestancia, se destacaban sus pobladas cejas como espinas de cardos blancos. Llevaba su vejez con gracia, observaba y sonreía, como desde un palco; era un rostro del pasado que conocía por fotografías; una milésima de segundo y ya sabía quién era: «¡Usted es Hess! —le dije enérgico— ¿Usted murió en...». «En Spandau —me contestó sonriente— y créame, aún me agrada la locura del mundo». No alcanzó a decirme nada más, un sacerdote se acercaba acompañando a un anciano que por sus ropas creí era un rabino. El cura le indicaba el puesto que debía ocupar, pero él se resistía, como presintiendo que el asiento estaba ya ocupado; y sí lo estaba, por un hombre llamado Rudolf Hess. Él ni se movía, más bien se veía satisfecho. «Ubíquese aquí, no tenga aprensión —insistía el cura—, para eso estamos aquí, somos ecuménicos». Tenía uno de esos rostros bonachones, como de un Chile del pasado. Ahora era raro ver sonreír a la gente, reír por el placer de vivir, así de simple. Este no era el país en que nací, ese había sufrido el parto de los montes, fue arrancado de raíz, toda esta parafernalia era ficción, un tratar de revivir lo ya muerto, para qué volver, si ya había salvado la vida huyendo a tierras tan lejanas, yo mismo era un recuerdo andando, una fusión de heridas que iban y venían dentro, como un hoyo negro que succiona un mundo de imágenes; unas densas y otras inasibles como el aire. La convención de pequeños mineros a la que asistía era una ficción, solo una oportunidad de reunirnos para nada. Y esto, ¿qué era?, una fiesta extraña con gente que salía de páginas de libros leídos en la infancia, o tal vez almas adheridas al mundo que cambiaba, que se destruía y se rehacía en un mismo instante. Los que eran como yo, se desplazaban en estado de conservación, no había pena en nuestros rostros. Estoy aquí y me pregunto: ¿es éste el más confuso de los sueños o estoy en el infierno?
Me volví hacia el altar, entendí que podía subir hasta la parte más alta y mirar caer, bailando y girando suavemente, leves partículas de polvo que descendían suave, brillando en su pequeñez; nunca creí que mis ojos fueran tan perfectos como para verlo. Regresé al primer escalón del inmenso altar tratando de mirar al interior del nicho labrado donde se guarda el cáliz. Sentí gotas como lágrimas que caían traspasando mis manos pero estaban limpias de sangre. Con los ojos le pregunté al crucificado: «¡Señor, nunca maté, nunca torturé con hierros a mis semejantes! ¿Qué me quieres decir, cuál es mi falta? ¿El haber venido? Yo siempre he estado triste desde aquel día, lo sabes, ¿crees que lo he olvidado?, no, mi señor». Las sillerías ya estaban ocupadas por dignatarios y visitas, miré los rostros de los invitados en las primeras filas, actuaban como si tuviesen cientos de fotógrafos frente a ellos. Eran los rostros estirados de viejos y nuevos políticos, gente de cargos, algunos parecía que llevaran dólares como pañuelos en sus pechos, otros, la máscara de Caifás o del mismísimo demonio. Todos sonreían contentos de ser actores protagónicos.
De pronto, todo olía a hospital, un olor aséptico que no distinguía de dónde emanaba, llenaba mis narices. Volví a mirar al Dios colgado. Envuelto de un silencio cósmico, lloraba porque tendría que volver a ese mundo de ruidos y rostros que se ocultan, de hipócritas satisfechos con caretas en sus bolsillos y voces para cada situación. Afuera el ruido de los orfeones anunciaba algo, haciendo retumbar todo el templo, la mayoría se agitaba y ponían sus mejores caras y poses, camarógrafos se movían arrastrando sus cables, micrófonos y vituallas. Me aislé del ruido y observé las siluetas que volaban sobre las cabezas de los invitados. Uno de ellos se pasaba afligido la mano por el cabello, como presintiendo que algo lo circundaba, una mosca o algo que no podía ver. De pronto comenzaron a aparecer rostros y nombres familiares, bailaban sobre la multitud, uno de ellos vino hacia mí en vuelo, me miró fijo, sonrió y lo reconocí de inmediato. «Yo vengo de un sueño —le dije—, ¿Qué haces aquí? A ti te llamaban Boccacio, por los grandes labios, no recuerdo tu nombre... ¿Andrés?». «Pero ya no importa», me dijo sin abrir la boca. Volví a insistir preguntándole: «Pero a ti te asesinaron en una fábrica en avenida Macul cuando entraste clandestino, a ti y al Mauricio... lo leí hace años en el exilio, los mataron juntos». Me señaló una silueta que volaba por encima del público: era Mauricio. Se divertía molestando a dos oscuros personajes, Titeroni o al Stichlín, que ahora son grandes inversionistas.
— ¿Pero, ustedes están muertos?
— No, tú estás entre los muertos —contestó.
— ¿Puedo hablar con Mauricio? Nos criamos en el mismo barrio, el barrio Yungay.
— No por ahora, Mauricio está muy entretenido jugando, mejor vamos a divertirnos con ese señor tan puestito, ahora es ministro o algo así.
En la entrada de la Catedral la banda militar anunciaba que llegaba el presidente. Lo acompañaban por el cabildo eclesiástico sus edecanes y, tras el primer grupo, su esposa, a quien yo admiraba por su campaña Sonrisa de Mujer. Nunca hubo una campaña más bonita desde la presidencia.
Todo empezaba a desaparecer, me sentía como un prisionero atado a la camilla, lleno de tubos y adolorido, el cuerpo me hormigueaba. Las voces se entrecruzaban alrededor y no eran mis amigos de la convención minera, ni los que estaban en la ceremonia. Un hombre joven, vestido de blanco, ordenaba un encefalograma con urgencia.
— ¿De dónde lo trajeron?… ataque de epilepsia.
— Llegó en la ambulancia… parece que desde una iglesia del centro.
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Guillermo Martínez Wilson
De «Oficios fantasmas» (GS, 2022)