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LOS CABALLEROS DE LA SIRENA NEGRA
Editorial Senda/Senda Förlag; Estocolmo; Suecia; Serie Narrativa; agosto de 2012. Guillermo Martínez Wilson

Por Edmundo Moure


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La publicación “al otro lado del mar” nos indica la condición de exiliado, que aún no abandona por completo al autor, aunque esté hace dos décadas de vuelta entre nosotros, porque esa escisión a que fueran forzados tantos compatriotas resulta, en muchos casos, irreparable. El desterrado ha perdido toda referencia de domicilio estable, se encuentra fuera de su centro vital y la propia tribu le mira como a un extranjero que hubiese transgredido el secreto de sus habitaciones…

Y así lo dice el autor, a través de su logrado protagonista:

El exilio, cuando dicen que es una especie de muerte en vida o peor que la muerte ¡es verdad! Vas por el mundo pero no vives el mundo, eres una especie de espectro de ti mismo que peregrina, ves las cosas bellas del mundo; quizá las veas con más agudeza y más detalles que los demás que visitan una ciudad como turista, incluso que los nativos que de verla tanto no la ven. Las ciudades no se construyeron ni adornaron para los que fueran a verlas. El turista es más bien un fenómeno moderno, y no se puede negar que Europa saca tajada de estas masas que circulan, que van y vuelven por oleadas. El turismo es la gran fuente de ingresos de nuestro tiempo. Los que van en plan turista por la vida, pienso, son los que menos ven y aprecian una ciudad. Peor si van en esos tours a la carrera, están minutos frente a una belleza, y ya están partiendo; no comprenden nada de nada. En realidad, conocer una ciudad te lleva casi una vida; has de ir como un viajero, un peregrino, sin mucho plan, y ahí te vas confundiendo con las rutinas, con el ritmo de las ciudades, sólo así puedes conocer otras culturas”.

La palabra será el medio para intentar la imposible catarsis a la que Guillermo Martínez dará la forma narrativa de una novela, desgranando, primero para sí, el rosario de múltiples vicisitudes; en segundo término, para los otros, sin que haya aquí una clara intencionalidad de mensaje ideológico o político, aunque tenga muy claras sus ideas... Por el contrario, un socarrón escepticismo parece dominar al narrador, que tiene la virtud palmaria de no mostrarse jamás omnisciente ni menos soberbio con las creaturas que nacieron de su pluma, a ratos con un ritmo torrencial, como los breves ríos de esta larga y angosta cinta terrestre que fue látigo implacable para las generaciones que soñaron con el proyecto de un país mejor.

El título parece el de una novela del siglo XVIII. Pero nada de eso, se trata de una narración contemporánea, situada en la década de los 80’ del pasado siglo, época crucial y dolorosa para muchos chilenos que, como el autor, debieron vivir el desgarramiento del exilio y los acosos de la dictadura militar, dentro y fuera de Chile.

Guillermo Martínez se dice antes pintor que escritor, porque su oficio vocacional es la pintura, pero ha logrado una obra literaria de factura realista, novela muy chilena en su lenguaje, modos y expresiones, en la estructura de ágiles y amenos diálogos a través de los cuales se desliza el estilete de fino humor, para contarnos una serie de peripecias vitales, en su mayoría ocurridas en un pueblo sin nombre, ubicado al parecer en algún lugar de la costa central de Chile, una suerte de Macondo particular que construye con acierto, para entregarnos la apropiada atmósfera que requiere el meollo de la historia de un desterrado interior, como yo le llamaría, apoyándome en la categoría de artista introvertido que representa el personaje principal –y el autor-, cuya narración fluye en primera persona, no obstante que el narrador mantiene una cierta distancia afectiva que permite el libre desenvolvimiento del protagonista.

El nexo medular a través del cual se desenvuelve la trama es el hallazgo de un ser mitológico que aparece desde las profundidades del mar, con su carga de misterio atávico y su simbolismo, presentes en los avatares cotidianos y en las relaciones de los variados personajes, como si de una red de pesca social se tratase. Tanto los seres femeninos como los masculinos poseen una presencia vívida y sólida, son por completo verosímiles y no obedecen a estructuras crípticas o manidas. Por eso, la narración fluye sin tropiezos bajo los ojos del lector, que bien podrá sentirse identificado con personajes y situaciones casi tangibles.

El humor de Guillermo Martínez no es chileno, si entendemos éste como la picardía más o menos lineal, de chiste fácil y burla ramplona del prójimo. Por el contrario, el estro humorístico del autor está más cerca del humor gallego, ese que conocemos como “retranca” o forma de afrontar el mundo y a los otros de manera elíptica, con alusiones algo veladas, como quien habla sumido en una especie de niebla. Es la respuesta ancestral de un pueblo como el gallego, que ha padecido discriminaciones y oprobios seculares de parte del centralismo castellano; recurso inteligente para interactuar con un poder hegemónico al que no puede atacarse de frente, con la lanza en ristre, como hiciera el bueno de Don Quijote, sin evitar un descalabro mayúsculo contra los molinos de viento.

Guillermo tiene, como se decía antes, sangre gallega… Ahora optamos por la denominación menos tangible y más misteriosa de “genes”… Y claro, como dijera el Premio Nobel galaico, Camilo José Cela, nunca se es impunemente gallego. Y esto significa un modo muy especial de mirar la realidad y de acometerla, entre la permanente ironía y el pulso incesante por el trabajo sin pausa, cuyos posibles réditos con menos necesarios que la compulsión casi deportiva del esfuerzo cotidiano, consecuencia de cientos de años bajo la servidumbre atroz de la atomizada propiedad agraria.

Y es que si alguien puede hablar con propiedad del exilio lo será un hijo de Galicia, nación en permanente sangría durante tres siglos, con su población campesina y marinera repartida en todos los confines, especialmente en Cuba y Sudamérica… Desarraigo forzoso que ha tenido dos causas fundamentales: el hambre del minifundio y la garra implacable de los dictadores, llámense Miguel Primo de Rivera o Francisco Franco Bahamonde; este último, gallego, para mayor penuria abundamiento.

Por las páginas de esta novela discurre un personaje notable: Serafín, un emigrante gallego que, como tantos, fijó su última residencia en este extremo austral de la Tierra, sin perder con los años un ápice de su calidad de hijo de esa tierra del Noroeste atlántico que jamás olvida, que palpita en esa saudade particular que conocemos como “morriña”, nostalgia del lar originario, de la casa donde se conoció el fuego primigenio.

El mérito mayor de “Los Caballeros de la Sirena Negra” estriba, a mi juicio, en la capacidad del protagonista-narrador para construir un universo narrativo que se sostiene por sí mismo, pintando a sus personajes con vívidos colores y trazos exentos de toda caricaturización. Asimismo, siguiendo el consejo de viejos maestros como Chéjov y Maupassant: saber amar a sus criaturas, sin denigrarlas en su condición humana, mediante esas tres claves del quehacer literario que son la verosimilitud, el humor y la misericordia.

Nada más quiero decir. El resto está en sus páginas y queda a cargo del más importante e insustituible agente de la literatura, juez y parte: el lector. 


Diciembre 13, 2013
Obra presentada en la Sociedad de Escritores de Chile






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