A diferencia de la “ciudad irreal” de T. S. Eliot, refiriéndose a Londres, la Ciudad Latinoamericana es demasiado real. O, mejor dicho, su excesiva “realidad” nos obnubila por completo; y esta sensación de luces, colores, formas, ruidos, ires y venires de arriba abajo y de aquí para allá en que están constituidas nuestras ciudades, todo en delirante abundancia, y que parece absorbernos de manera inevitable, tiende a crear otro tipo de irrealidad.
Ciudades que conspiran contra nosotros. Ciudades que atestiguan el paso del individuo frente a su entorno, y quien a su vez testifica esa transfiguración constante —en construcción permanente, como nos dice Gladys Mendía— en que se nos revelan aquéllas pero que, paradójicamente, dejan de ser lo que son: “la ciudad en construcción no es ciudad” (p.41). Y si no es ciudad, ¿qué es?
Mendía, al igual que Marco Polo en su incesante búsqueda de la ciudad invisible como símbolo de lo que no puede recuperarse, o que sólo puede perdurar como ilusión, como memoria, bien podría constatar lo que Ítalo Calvino: “las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos”. Pero Mendía lo transmuta en lenguaje contundente, casi premonitorio: “Ninguna generación verá la ciudad terminada” (p.47). No la verá porque, como tal, la ciudad no existe, no puede existir… Siempre está en proceso (es un deseo inconcluso que en el fondo nos atemoriza). No acaba de terminar. Y lo que no culmina es tiempo ido, irrecuperable. Obra negra: la Ciudad Latinoamericana.
Recorremos no lugares en concreto. Es un viaje (no un feliz itinerario) por Latinoamérica, un desprendimiento nocturno del yo en que de nueva cuenta Mendía nos confronta con cada ciudad, con sus particularidades más recónditas o más visibles, que sin embargo es la misma ciudad en conjunto: “Un continente respira y tose dice aúlla vocifera” (p.32). Por eso hay que llevar las luces bien encendidas, luces que anuncian los riesgos y peligros a los que estamos expuestos de ordinario. Las señaléticas que vislumbra Gladys Mendía en su deambular cotidiano no son simples avisos: son signos de los tiempos. Más aún: del tiempo y del espacio en que se mueve su propia voz, eminentemente alerta, es decir, profética y poética a la vez.
Pero si la ciudad es un espejismo, ¿qué mira en realidad el ojo? Un reflejo: “el punto de vista causa reflejos en el espejo el reflejo en el espejo es el otro nombre de la realidad” (p. 63). Y el tiempo parece asomar también en el espejo. Pues ¿qué es el tiempo sino el reflejo de la existencia, el reflejo en el espejo de nuestro paso por el mundo?
Descendemos entonces al plano metafísico del ver y oír. El tiempo sigue su curso. Y al final percibimos con claridad lo que Gladys Mendía quiere que percibamos: que el tiempo no transcurre en los relojes, sino, parafraseando a Calvino, en la memoria que es redundante y cíclica y que repite los signos de la ciudad para que ésta empiece a existir, y que quizá sólo así cobre forma en “las mutaciones posibles de los ecos del mundo en la voz” (p.78). La voz de la poeta que, como la ciudad, es signo y memoria.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com EL SIGNO Y LA MEMORIA
LUCES ALTAS luces de peligro, de Gladys Mendía
(LP5 Editora, 2022)
Por Edgar Aguilar