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Relación personal, por Gonzalo Millán.
Editorial Arancibia Hnos. Santiago de Chile. 1968.

Por Antonio Skármeta
Publicado en Revista Chilena de Literatura. N°1, Otoño de 1970



.. .. .. .. ..

La poesía de Gonzalo Millán expresa un trato entre hablante y elementos naturales que define la situación existencial de aquél. Las imágenes se proponen acentuando elementos terrícolas, pero no para hallar en ellos la savia fructífera, lo vital de la multiplicación, ni un contacto con raíces que permitan al poeta asegurar su identidad. Si hay vida orgánica en ellos, su movimiento señalará sólo una tendencia de descomposición.

También en los poemas que no tienen como concreciones inmediatas la tierra y la galería de animales (fundamentalmente el caracol) que la pueblan, las imágenes escogidas complotan para señalar la fugacidad, una forma más espiritual de la descomposición. El hablante de estos textos es un yo minimizado, incapaz de vivir con plenitud el momento, porque su conciencia está templada para vivir asaltada por la muerte. Desde el primer poema del libro, Historieta del blanco niño gordo y la langosta, la finitud orgánica surge como el elemento significativo del discurso:

Sentado bajo la curva del mediodía
refriego un insecto entre los dedos,
pero se me escapa de pronto
la sonrisa de la boca
al ver volar desde mis manos
desnudas hacia el polvo
las patas y las alas
arrancadas por mis uñas.

La sonrisa que se escapa de la boca, es el salto hacia la imagen de su propia destrucción en un momento de subrayada plenitud concretada en la calma y la total luz del mediodía. El llamado de la fugacidad lo asalta aún en la serena y armónica curva del espacio. Los objetos que tocan sus manos le revelan irresistiblemente en la materia el polvo, en la vida la muerte nucleada. La insignificancia del insecto en su poder, es equivalencia cabal de su insignificancia frente a su propia condición de mortal.

La muerte leve, la muerte parcial, tampoco acepta como neutralizante el sentimiento amoroso o la pasión. Las fuerzas mismas de la tierra se encargan de borrar en proceso los restos de un amor expresados en el trivial símbolo del corazón grabado en el árbol:

En aquel mismo árbol fui a buscar
otro verano, el corazón ése, mal grabado
sobre una playa de corteza tersa
con la hoja viva y rota de un cuchillo.
La crecida del invierno y de la savia
había arrastrado nuestras letras,
flechas y dibujos infantiles,
hasta perderlos en el laberinto para siempre
tragados por el remolino de las ramas.

(Hago señas y signos pasajeros).

En diversos poemas la escritura tampoco se revela como una fuerza que alcance a superar la fugacidad. La escritura, una constante, en esta obra de Millán, carece también de permanencia o de significación. El yo escrito como constancia de un momento pleno, es fácilmente relegado a la descomposición espiritual: la fugacidad, la anonimia y el olvido:

Cubierto con la cremosa ornamentación
de los pasteles
me he desvaído como el breve gas de las gaseosas
tras el marino azul de tu uniforme,
y con mi corbata listada y gomoso de gomina
soy otro perdido más
por el ruido de la orquesta
en fiestas juveniles,
y otro más entre los nombres
escritos con tinta sobre el cuero
en tu bolsón de colegiala.

(Y como una mala canción de moda te nombro y te repito).

Las disminuciones que afectan al hablante, son decidoras. Se ha desvaído como el gas de la gaseosa (esta y las otras imágenes plasman muy funcionalmente la atmósfera coloquial, de fiesta y adolescente), a través de un distanciamiento irónico (recurso más que habitual en las recientes generaciones de poetas y narradores hispanoamericanos) se ha objetivado en una imagen ridícula que en contraste con el temple nostálgico del texto se resuelve en discreta ternura: corbata listada y gomoso de gomina, y es otro perdido más en el ruido de la orquesta, lo que equivale a una disminución acústica y al mismo tiempo aleja su caso de la condición de elegido, de sufriente ejemplar. Esta disolución última, es en la anonimia de la colectividad. Finalmente, tampoco su nombre escrito, símil de la escritura, le asegura al poeta un lugar: se perderá entre otros nombres.

Otro poema también incide en el mismo recurso:

Yo me humedezco un dedo
y en el muslo trazo con saliva
las iniciales de tu nombre.
Tú les echas tierra.
Después el polvo cae.

(En blancas carrozas, viajamos).

El escenario de este texto, parcialmente citado aquí, es un lugar vegetal que se exhibe en plenitud de raíces y humaredas de hojas verdes. El hablante y su amada intercambian un cuesco de durazno, ella masca la semilla amarga, y endulzada la pone en la boca de él. El gesto es un ritual de unión, la comunión viene asegurada por la semilla que intercambian con sus salivas, que la modifican y la gustan. Fortalecido con la unión, expresada en este símbolo de la fructificación en potencia, acude a su propia saliva para certificar en la escritura el momento de la comunión. De inmediato es la tierra, visionariamente el elemento que cubrirá a la larga ambos cuerpos, la que corroe la inscripción.

Esta fugacidad limita incluso la potencia del recuerdo, o del dolor, que el poeta puede sentir hacia la amada perdida. Aunque en algún poema; como en Letra de canción para una melodía vieja, donde el poeta hace saltar la costra y la sangre del recuerdo para aceptar la cicatriz de que ella no tiene olvido y así evitar el alivio de la pomada del tiempo, más rotundamente es en Consuelo donde el hablante alcanza la máxima lucidez, la invalidez del recuerdo y del sufrimiento frente a la muerte universal:

Si pensara que en tu cuerpo,
ya perdido, y tu belleza,
el coto de la muerte crece,
mi preocupación sería, creo,
para llorar de pura risa.

Frente a lo efímero del amor es notable advertir la desconfianza hacia la escritura de Millán, y contrastar su temple, con la arrogancia creadora de Ernesto Cardenal en sus Epigramas, en quien justamente la palabra escrita es aquello que puede rescatar el dolor y el desamor de la fugacidad:

De estos cines, Claudia, de estas fiestas,
de estas carreras de caballos,
no quedará nada para la posteridad
sino los versos de Ernesto Cardenal para Claudia
(si acaso)
y el nombre de Claudia que yo puse en esos versos
y los de mis rivales, si es que yo decido rescatarlos
del olvido, y los incluyo también en mis versos
para ridiculizarlos
[1].

La visión minimizada de los seres humanos, y fundamentalmente del propio poeta, se ejemplifica en las imágenes con que este se compara arrastrando en ellas a su amada. Cuando cesa el acto de amor son la mosca sin alas que el dedo hace correr sobre la mesa (Los aros de hierro del triciclo sin gomas y el rascar de un clavo). En medio del sol ella lo convierte en un lagarto (Y se mueve aún tu cola cortada de lagarta). En El adolescente huye como una culebra, se describen con imágenes animales y de tierra y agua, el cese del acto sexual. El sexo es una medrosa culebra que al salir de la carne de ella se arrastra entre ortigas, enredados los cabellos de hojas secas. En este caso, la caída del amor, del único instante de plenitud, físicamente señalado, empuja al hablante otra vez a la tierra, a la sinopsis de su tumba. No hay forma posible de rescatar la vitalidad de la experiencia de su desvanecimiento. Esta proximidad a la tierra acechante se efectúa en la galería de animales e insectos que pululan en torno a la tierra-muerte, y preponderantemente, en la imagen de caracol que el poeta se adjudica con frecuencia (Historia sobre un caracol y una mariposa), (Pongo en mi oreja la oreja ondulada de la nada).

Hasta el último poema se mantienen las dos obsesiones básicas señaladas en la poesía de Millán, donde en una sinóptica concentración final revela la impotencia del lenguaje escrito y hablado (soplo y saliva malgastados) y el definitivo colofón de la tierra que recoge a su bestia de vuelta al polvo originario (la manta de la oscuridad, ahogándome):

Y a veces pienso que después de tanto
y tanto aire, soplo y saliva malgastados
[2]
en el intento de apagar el sol,
como me dijeron,
estará sólo la manta de la oscuridad,
ahogándome,
y nada más en torno a mi cabeza,
si la apago.

(Eclipse)

No es una frase de excusa decir que mucho más hay en la poesía de Millán, y que esta nota se propone destacar sólo algunos aspectos de su significación. Por lo pronto su última poesía, publicada parcialmente[3], y algunos inéditos, muestran una prescindencia del yo para cometer la misma nostalgia que respira en Relación personal. Con el rigor de una descripción casi científica, casi ensayística, ha expandido la corrosión a otros elementos naturales y a los artefactos (microbuses, automóviles) , donde el yo ni siquiera en la forma del menguado sujeto de este libro aparece. Un impersonal observador ultima todo esbozo de expresión enfática. Lo que por obra del talento excepcional de Gonzalo Millán enriquece la emotividad del poema.

 

* * *

Notas

[1] Epigramas, por Ernesto Cardenal. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1961, pág. 17.
[2] Sobre la saliva como material de la escritura, ver el excelente estudio de Jaime Concha Mi otra casa, hundida dentro de la tierra en Atenea, Año XLV, Tomo CLXX, Nos 421-422, julio-diciembre 1968.
[3] Ver El automóvil, poema por Gonzalo Millán en Atenea, pág. 393, y La sola vida de perros en Ercilla, Santiago, N° 1817, 15 de abril de 1970, pág. 67.

 

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Relación personal, Gonzalo Millán. Editorial Arancibia Hnos. Santiago de Chile. 1968.
http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0015211.pdf



 

 

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Relación personal, por Gonzalo Millán.
Editorial Arancibia Hnos. Santiago de Chile. 1968.
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Publicado en Revista Chilena de Literatura. N°1, Otoño de 1970