Siempre me gustó la portada de la antología Trece lunas, en la que el rostro de Gonzalo Millán aparece impreso en blanco y negro, fumando. Un rostro difícil de reconocer semioculto en lo oscuro. Una cara muy distinta a la estampada en la portada de la entrevista que se publicó el domingo 27 de agosto de 2006 en el diario La Nación: un primer plano a color, el retrato del poeta, sin cigarrillo en la mano, más canoso que antes, más delgado que antes, acompañado de la frase “Hay que salvar el pellejo como sea”.
Una tarde, a la salida de un cine, me encontré con un amigo lejano quien me dijo que Gonzalo Millán estaba enfermo. Después Sergio Parra me confirmó la noticia.
Admiraba y leía a Millán desde hacía años. Tenía el recuerdo de haberlo visto recitar el alucinante fragmento 53 de su libro La ciudad en una sala de la Biblioteca Nacional. Con la noticia de su enfermedad en la cabeza, me conseguí su correo electrónico. Me dijo que nos juntáramos la semana siguiente en una casa ubicada en Las Condes, en la calle Roberto Peragallo, donde estaba viviendo. Mi editor había realizado un taller con él y quiso que la entrevista fuese la portada del LCD (La Cultura Domingo) de La Nación. Esa conversación se convirtió en la última entrevista publicada en la prensa dos meses antes de su muerte.
“Estos últimos días fumando demasiado, un paquete (20) al día. Levantado, cortado de pelo, paseos diarios a la esquina. Ejercitando los pies”, apuntó Millán en lo que sería su última bitácora, Veneno de escorpión azul, el jueves 24 de agosto de 2006. Mencionó también mi visita junto al fotógrafo Álvaro Hoppe, a eso de las cinco de la tarde, hora a la que llegamos en un móvil del diario. Millán estaba jugando con un perro en el antejardín donde nos quedamos los tres hablando un rato. El día estaba despejado. Hoppe tomó las primeras fotografías: el poeta sentado junto a una mesa de mantel blanco de flores bordadas.
Luego entramos a la casa y Millán dijo que prepararía la once y aclaró que no hablaría de su enfermedad (cáncer pulmonar). Volvió a la mesa y prendió un cigarrillo y después entró su mujer. Saqué mis cigarrillos y encendedor y los puse al lado del cenicero quedando yo como el fumador. La once duró más de dos horas. Era raro y triste conocer la nueva voz de Millán, bordeando la afonía, muy distinta a esa voz profunda que había escuchado un día en la Biblioteca Nacional.
Antes de partir, Álvaro Hoppe hizo más fotos y una de ellas fue la que ocupamos para la portada del suplemento. El fotógrafo le dio un apretado y largo abrazo a Millán antes de partir, mientras yo miraba la dedicatoria que me hizo en la primera página de Trece lunas. “Después de las fotos y la entrevista (maltrecho) para La Nación”, anotó el cronista a las 20:30 horas.
No fui al diario después de la entrevista. Pasé a la casa de un amigo en Ñuñoa a comentarla y con él, lector también de la poesía de Millán, retrocedimos el casete y nos largamos a escuchar la grabación, que hoy vuelvo a oír después de cuatro años. De fondo, las cucharas revolviendo los tazones.
Al día siguiente, viernes, llegué al diario a transcribir la entrevista y armarla, pero mi editor me dijo si podía pedirle algo más a Millán, uno o más poemas inéditos para acompañar la conversa. “En adelante tratar de mantener a los periodistas a raya. No más entrevistas que persiguen la sensación y explotan mi vulnerabilidad de enfermo terminal”, registró el poeta en su diario a propósito de la petición.
Ahora, sin el apuro del cierre cotidiano, vuelvo a escuchar la entrevista y ensayo una versión definitiva que incluye fragmentos que entonces hubo que descartar.
—Hace poco, Raúl Zurita dijo que había muerto de envidia cuando leyó Relación personal. —Sí, me ha contado y mandado recados en ese sentido, de que admiraba mucho el libro, que lo veía como un desafío a superar. Ese libro está escrito entre los 17 y 20 años. En realidad salió el 68 porque la imprenta se demoró. Y paralelamente escribí una novela que se llamaba Chumbeque. En Relación personal se traslucían experiencias de una persona de mayor edad y eso me lo hicieron notar varios lectores.
—¿Cómo fue tu infancia? —La pasé en Recoleta, estudié en los Dominicos, en la Academia de Humanidades y después, a los 11 años, se acabó mi infancia. La adolescencia la viví en Ñuñoa y me cambié al Liceo Lastarria. O sea, cambié de un colegio religioso a uno laico, del barrio La Chimba –un sitio provinciano y marginal– a la modernidad santiaguina. Y ahí maduré, como los membrillos, a chancacazos no más (se ríe).
—En tu primer libro ya desarrollas una poética similar a tu trabajo posterior, donde el “objetivismo” de los poetas norteamericanos se asoma, pero viniste a leer después a esos autores. ¿Cómo nació ese registro, por intuición? —Cuando me hablan de objetivismo, yo digo que no fue una cosa buscada, sino que todo eso sale de lo que llamo “proclividad innata”. Toda la gente tiene formas de usar los sentidos, yo musicalmente no funciono mucho, en cambio lo visual determina en gran parte las características de mi poesía. Y así he descubierto que mi memoria es más espacial que temporal. Si cierro los ojos puedo reconstituir en detalle cualquier imagen casi fotográficamente. Y así en los versos comprimo la frase, intento decir lo máximo con el mínimo de palabras. Los medios de masas también nutren la imagen y ahí nacen las referencias intertextuales, como al cine o a la pintura. Me choca en el lenguaje escrito el uso excesivo de palabras, de palabrerías superfluas, por eso trato de comprimir la frase, traducirla.
El lunes 28, el día posterior a la publicación de la entrevista, Millán registró: “Bastante tos con abundante sangre. En la noche lectura de entrevista de García en La Nación. ¡Un engendro! Arrepentido y molesto. Con fobia periodística. ¡Nunca más!”. ¿Qué le molestó más a Millán? ¿Ver el primer plano de su rostro a página completa? ¿Leer sus confesiones sobre la muerte? No sé, pero no fue lastimero. Sí provocador y eso me gustó. Al final de ese día lunes Millán también escribió: “No volveré a cantar ‘My way’ en karaoke como Sinatra”. Y una “Oda a la aspiradora”.
—¿Qué te parecía en los años 60 el proyecto antipoético?
La antipoesía me parecía un tanto desprolija, armada de lugares comunes, sin economía de lenguaje. El lenguaje, en poesía, es artificioso, y no en un sentido peyorativo. Es un trabajo de construcción, donde entran códigos de educación y cultura. En la poesía esos códigos se extreman más que en la narrativa. Puede ser que yendo en la micro se logre escuchar un buen verso, pero eso es muy raro. Creo que la antipoesía está rodeada de mitos. Hay una visión de que las cosas ocurren en sucesión, pero cuando leía a Nicanor Parra también leía a Pablo de Rokha. En general, me atraían las imágenes disonantes, no tanto el lenguaje coloquial. En ese tiempo me interesaba Armando Uribe más que Parra, porque en Uribe había un trabajo con el verso, y a través de él llegabas a Ezra Pound y Wallace Stevens. En cambio, la antipoesía se hace pasar por poesía espontánea, porque aunque Parra quiere que escribamos como hablamos, eso nunca se logra. La poesía no se encuentra tirada en la calle ni es inspiración, sino que se construye.
—¿Te interesó la poesía de Enrique Lihn y de Jorge Teillier? —Los dos me parecían buenos poetas y tenía admiración por ellos, pero yo era el más joven de la generación del 60 y ellos deben haberme mirado como a un cabro chico. Ninguno de los dos era poeta de mi total agrado; en realidad, no creo que haya un poeta de mi total agrado en ninguna parte del mundo. En poesía no me lo compro todo, me gustan algunos libros, algunos poemas de ciertos autores, pero no soy fan de nadie 100 por ciento. El énfasis en el “mentalismo” de Lihn me hace retroceder; la imagen, para mí, es lo fresco, no el pensamiento. Teillier hizo una obra redonda, pero la provincia nunca la he visto como positiva. Pese a que nací en Santiago y estudié en Concepción, nunca he visto a la provincia como algo positivo, menos a Santiago, que también es provinciano.
—¿Cómo fue tu exilio? —Partí el 73, con mi mujer y mi hija. Hice una tremenda peripecia antes de instalarme en Canadá. No me dieron la visa para entrar a México, llegué a Panamá y me fui a Costa Rica, ¡pero el país era como Melipilla! A los seis meses no daba más, después de un año nos fuimos a Canadá. Fue una experiencia muy fuerte. El exilio te deshereda del lenguaje, te hace sentir empobrecido.
—Ahí tuviste la fortuna de leer a Williams en inglés, ¿no? —Claro, es distinto leer a Williams o a Whitman en español, por ejemplo. Poe me interesaba mucho y filósofos como Emerson y Thoreau, y de ahí Pound, T. S. Eliot, William Carlos Williams, quien me caía más simpático porque era mestizo, doctor y menos arribista respecto a Europa. T. S. Eliot se me fue cayendo con los años, lo encuentro un poeta reaccionario y para qué vamos a hablar de Pound, un fascista. Siempre me gustó mucho John Ashbery, y sobre todo su Autorretrato en espejo convexo, que se inscribe en un género donde la poesía se vincula con las artes plásticas, cuestión que ya aparece en La Odisea.
—¿En Canadá forjaste La ciudad? —Después de Relación personal escribí un libro muy introspectivo, que se llama Dragón que se muerde la cola, son poemas del doble, figura que me ha acompañado siempre, y a la par empecé a escribir versos totalmente objetivos sobre refrigeradores, autos, electrodomésticos… Entonces se dio simultáneamente un extremo subjetivismo y objetivismo. Y de ahí llegué a un diccionario en el que hallé truismos, que son verdades mínimas, como decir “la nieve es blanca”, donde no hay verdad filosófica. De ese absurdo estético creé una materia prima. En Canadá, al tener que aprender inglés y enseñar español, me encontré en una situación de crisis lingüística. Y con ese material comencé a construir esa visión de la ciudad del Cono Sur bajo una dictadura militar, aplicando un español estándar.
—Algunos críticos piensan que Autorretrato de memoria es tu libro más personal… —Sí, se piensa que uno dice la verdad ahí, pero no la dice, porque es muy difícil que cotejes lo que aparece en los poemas con la vida. O sea, hace 10 años que hago talleres de autobiografía y no me interesa esa verdad porque es relativa, y de ahí puede aparecer la sorpresa y la sospecha. Me gusta mucho la concepción de identidad oriental, de que uno es un estado de conciencia variable que va asumiendo múltiples identidades durante el día; como decía Pessoa, el poeta es un fingidor. Lo interesante de un sujeto es su complejidad, el hecho de que ni siquiera uno tenga idea de cómo es. Tenemos solamente ideas aproximadas, lugares comunes, y eso me atrae. En la poesía no me interesa dar opiniones, ni explicaciones religiosas ni filosóficas ni doctrinarias. No quiero opinar sobre el mundo.
—¿Cuáles son los temas que te interesan últimamente? —Creo que, hasta cierto punto, vida y poesía deben estar en contacto, porque si no, vienen unas disociaciones muy grandes. Hay tantos ejemplos de poetas experimentales o vanguardistas que son burgueses. ¡Yo no me trago esas cosas! Ahora, el amor, la muerte, el tiempo, ¡el aquí!, me interesan como tópicos, y de ahí los objetos. Pero hay temas que uno va dejando descansar.
—¿Como cuáles? —El amor, por ejemplo. No es un tema que me interese demasiado hoy día. Por otra parte, cada vez me gusta más la idea de la poesía arcaica, creo que hay poca diferencia entre un chamán de la época prehistórica y un poeta de hoy. Hay mentalidades similares. Siguen en la misma onda. Creo que yo me llevaría bien con un chamán.
—Ibas a hacer el prólogo para la reedición de Relación personal, pero desististe. ¿Por qué? —En estas circunstancias acordarme de quién fui me pareció demasiado elegíaco. Ya tuve mi dosis de sumersión en el ego, ahora necesito objetividad y ver el mundo. Tengo varios libros inéditos, uno se llama Lagunas, que es el nombre del lugar donde iba a escribir, y también un concepto de blanco, de memoria; qué pasa con ese espacio que queda ahí vacío, con el valor del silencio.
—Cuéntame sobre Veneno de escorpión azul, el libro que estás escribiendo. —Es un diario. Jaime Gil de Biedma tiene un diario que se llama Retrato del artista seriamente enfermo, donde hace reflexiones. Veneno de escorpión azul es un poco eso. Es un diario sobre la enfermedad, armado de poemas, aforismos y pequeñas reflexiones.
—¿Tiene que ver también con Diario de muerte, de Lihn? —Esa es la huella que seguí, pero me interesa más la idea de un diario de vida. A lo largo de mi vida he convivido con la muerte de una manera muy estrecha. No hay creación sin destrucción. La muerte es una estrategia hasta genética. En Chile hay una presencia de la muerte no reconocida, pero en México son los campeones. A un mexicano le preguntaban: “Bueno, ¿y qué le parece la muerte?”. “¡Bien, pues, parejita!” (se ríe). Es ese tópico: no hay diferencia entre ricos y pobres, todos se mueren.
—¿Compartes la idea de escritura como terapia? —Sí, cada vez me gusta más esa función que uno puede darle a la poesía. Reconozco que el arte es una operación de conjurar lo malo, pero también trae abundancia. Yo creo que el poeta no tiene como misión estar en el lado correcto, estar en la historia, estar con los buenos; hay que escapar de los patrones morales. Está el caso de François Villon, que era un delincuente; me interesan ese tipo de artistas, como Caravaggio, que era un genio y un asesino. Ahora, a los poetas cuando les va mal terminan en el Ejército de Salvación o en el Hogar de Cristo.
—¿Y tú cómo te vives la muerte? —Acercarse a la muerte en vida es alcanzar una plenitud vital que la gente corriente no alcanza. Uno, sencillamente, entra a otra dimensión, aunque sea pasiva. ¡Tenís que salvar el pellejo como sea! Uno vive y la escritura viene después. Lo más interesante de la muerte es la incógnita que provoca. ¡Qué cresta pasa allá! La concepción del alma me parece muy dudosa. Ahora frecuento la idea egipcia y tibetana de la muerte.
—¿Por qué te interesan? —Bueno, que la muerte es otra existencia no más. Los tibetanos dicen que hay muerte, vida, premuerte y postmuerte. Entonces, la premuerte se puede preparar. Si uno quiere reencarnarse puede hacerlo las veces que quiera, la misma película, sin acordarse de que la vio (se ríe). O uno puede tratar de salirse; entonces, ¡lee las instrucciones, porque te vas a encontrar con un demonio de cuatro metros que tira fuego, y no puedes cagarte de susto! Hay que enfrentarlo y seguir adelante.
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La voz de Gonzalo Millán
Por Javier García
Publicado en revista Dossier, N°13. UDP