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El quebranto colectivo y su intimidad
A propósito de "La Ciudad" de Gonzalo Millán

Katherine Hoch


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Gonzalo Millán es un poeta chileno que nació en 1947 y muere en el 2006. Su infancia la vivió en Santiago (Recoleta y Ñuñoa principalmente) y luego se fue a la Universidad de Concepción a estudiar Licenciatura en Literatura. Con estos datos se puede intuir un afán directo de relación con la Literatura. Su primer libro, publicado en 1968, fue Relación personal: a los 21 años el poeta ya concebía la poesía como un modo para enfrentar el mundo y la vida.  Cabe mencionar que este autor pertenece a la Generación del 60’. Conoció a Enrique Lihn (otro grande), Alfonso Calderón, a Bolaño (en España), entre otros. En 1984 –luego de la publicación de La ciudad- Millán vuelve a Chile.

La ciudad es uno de los poemarios de Millán más reconocidos nacional e internacionalmente. Publicado en 1979 desde el exilio en Canadá, presenta una estética fragmentada; su ritmo, su lenguaje, su estructura convencional está rota, por elección y circunstancialidad, ya que apela a un contexto histórico determinado que significó un marco teórico de conceptos relativos a la ruptura y el quiebre: el Golpe Militar de 1973 -la llamada diáspora-, y lo que eso significó en los años siguientes. Si ello se comprende desde esta lógica de análisis y a eso se suma lo que el autor plantea en La poesía no es personal –texto que recopila varias entrevistas hechas a Millán durante veinte años-  su discurso se sustenta en un devenir político, social e inclusive histórico, más que personal e individual. Por lo mismo este poema se aleja de la versión juvenil que vemos en Relación personal y de los tópicos que ese tipo de texto instaura (Eros).

“Postulo que hay una mirada antes que un sujeto” (42) dice Millán en una entrevista presente en el texto recopilatorio antes nombrado. Esta cita apela a su tendencia colectiva e ideológica más que individual; el sujeto pasa a segundo plano porque hay una corriente comunitaria que alcanza abstractamente el sentir de un espectro teórico y de ideas; ideas que abren una postura, que descubren una opinión respecto a las circunstancias vividas, al acontecer contemporáneo. Pero no es menor mencionar que en realidad todo este acontecer, todo el nombrar y categorizar los hechos “objetivos” que suceden están construidos desde un lenguaje poético que se compone y descompone en metáfora del material político social particular al que se refiere el hablante poético.

Esto se refleja al comienzo de La ciudad: “Amanece. / Se abre el poema” (1-2) y luego “La ciudad despierta/ La ciudad se levanta” (9-10)[1]. El artificio poético se despliega al desplegarse la circunstancialidad; la vida es comunión de hechos y lenguaje y, por ende, coexisten. En este punto es importante mencionar la participación de Millán en el mundo de las artes plásticas: este poemario se construye a partir de un ritmo basado en montaje, en el movimiento de la creación, la sobreposición y la monotonía son elementos fundamentales en su poética. Como él menciona “¿Por qué encuentran monótona La ciudad? Porque hay suma, hay acumulación de lo mismo. Es como ir pegando fotogramas, creando un movimiento ilusorio” (58). Este montaje casi plástico y musical trabaja a la par con una técnica que encuentra su fundamento en el cine y la influencia de imágenes que recorren este lugar común que se vive en Chile durante el periodo. Heridas, cemento, frio, militares, ríos, sangre, automóviles, tecnologías, economía, desapariciones, soldados, la ciudad, muerte, vejez, tristeza: “Destruyeron la ciudad/ No podrán aniquilar su recuerdo” (38-39)[2]. La vida no es la misma porque hubo cambios, hubo caos, hubo cosmos; existió la transmutación propia de un proceso y un periodo marcado por hitos políticos y sociales; todo esto se puede encontrar explícita e implícitamente en La ciudad.

Otro punto relevante a mencionar es cómo Millán concibe que uno escribe desde la cicatriz (“Nombrar mi herida”, decía Pizarnik), desde el dolor y cómo luego surge una sanación, que se encuentra en el momento de externalizar ese dolor por medio del lenguaje: “Desde el momento que hay expresión de un dolor, de un trauma, ya hay un síntoma de sanación, porque eres capaz de verbalizarlo” (Millán 61). Hay un juego doble en su poemario entonces: por un lado, es testimonio poético sobre lo que acontece y por otro, es exorcismo, ritual ancestral de limpieza por medio del uso de la palabra y el valor cultural que ella implica. Está diciendo que cuando uno verbaliza, da “forma” a la “substancia” y esta deja de angustiar en su abstracción; ya no es un pesar etéreo imposible de identificar porque al ser nombrado, de cierta manera “existe” y al existir, al ser palpable, sentida, el dolor puede ser observado y digerido desde un área de conocimiento y experiencia. Al decir “El sol quema” (2)[3] el hablante lírico puede lograr que el lector sienta que efectivamente, el sol quema porque la imagen mental que se hace de esto es asociada a la sensación de calor. Lo mismo con escribir por el dolor; se escribe desde la cicatriz para entender la herida, para abrirla y dejar que sane. En el poema 64 todo lo mencionado anteriormente se ejemplifica en su máxima expresión, pero también se puede intuir la integración de este dolor en la vida cotidiana; la ruptura de los acontecimientos que no pueden ser negados:

La herida sangra.
La herida se abre todos los dias.
Se abre con el sol.
Cae la noche.
La herida no se cierra.
Pasan los días.
Pasan los años.
La herida no se cierra.
La herida sangra en secreto.
La herida se restaña tras paredes.
La herida sangra en celdas.
La herida sangra tras cercos de púas.
La herida es una boca.
Una venda la amordaza. (1-14)

A pesar de ser un texto escrito desde un sentir colectivo, apela a una noción de intimidad particular. Si bien el poeta no nos sitúa desde una situación personal ni individual -una relación personal-, los tópicos que tratan la represión apelan a un referente directamente íntimo y la carencia de este tipo de relación de intercambio existente: “Lo verdaderamente íntimo no se dice. Es lo que no acepta declararse, lo que no se deja tocar por el relato” (Pauls, 1) y a esto el autor argentino agrega: “es como si acceder a lo íntimo exigiera una travesía demasiado larga, demasiado intrincada” (1)[4]. Travesía que sí vivimos –como lectores- cuando nos enfrentamos a La ciudad; ya sea por la monotonía de su escritura o por el ritmo y el movimiento que pareciera no acabar nunca. En este poema no se quiere heredar una ideología determinada sobre la experiencia “dictadura”, no se desea establecer una identidad, una personalidad de un sujeto que vive en esta época, sino poetizar “una frecuencia, una relación, un eco” (Pauls, 3); he ahí su identificación con el sentido de lo íntimo y la maestría de Millán para, hablar de algo comunitario y colectivo desde la esfera intimista.

El quebranto colectivo nace de una situación vivencial compartida; “la herida es el estilo, y el estilo es la relación de intimidad (…) con la lengua” (Pauls, 8). Acontecimientos sociales, políticos, sentir colectivo, intimidad y lenguaje poético se unen en este poemario de Gonzalo Millán que recuerda, sobre todo recuerda, el sentido profundo de la poesía en cuanto a su rol cultural para con la comunidad, la tribu; que el poema se aleje del arte por el arte, que se aleje del didactismo neoclasicista; que cree y crea, que nazca y se levante por los aires como Altazor de Huidobro, pero que no se dedique solo a volar. Que su vuelo no implique suspensión aérea, ni hundimiento marítimo; que su respuesta esté en la creación, en el ritmo devenido en movimiento musical, en montaje plástico, en montaje cinematográfico, en collages e imágenes sobrepuestas; la búsqueda de curar la herida y el dolor que esta provoca por medio del lenguaje para llegar al límite de la intimidad no nombrada; para apelar al sentido social que nos acontece a todos, no solo al que vive directamente los hechos –en rescate a Millán y su exilio en Canadá- porque quien nombra el dolor ajeno y lo arroja en una poética sobrepasa la intimidad del “diario de vida” al crear una historia en común que apela a un todo, no en su sentido absoluto, sino experimental y de relación, como bien menciona Pauls. A un todo que vive y se desvive en este pesar –o liviandad, fuera el caso- de unión que se encuentra en compartir vivencias con un “otro”. A esto apunta precisamente Millán: a entender que la vivencia de unos pocos o unos muchos, puede tocar una intimidad personal que cada individuo entiende y lamenta en relación a la colectividad:

Y después de ir con los ojos cerrados
Por la oscuridad que nos lleva,
Abrir los ojos y ver la oscuridad que nos lleva
Con los ojos abiertos y cerrar los ojos.

Se cierra el poema. (22-26)[5]

Despertar y observar la cicatriz; llevar el vaivén de la oscuridad en los ojos abiertos; peor sería mantenerlos cerrados, sugiere el poeta en esos versos entregados de final.

 

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Notas

[1] Versos en poema 1 de La ciudad.

[2] Versos en poema 47.

[3] Verso presente en poema 58.

[4] Del texto El fondo de los fondos, de Pauls.

[5] Poema último, número 68.

 

 

Bibliografía

- “Gonzalo Millán”. Memoria chilena. 04 de junio del 2015. http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3442.html. WEB
- Guerrero, Pedro Pablo. “La mirada lúcida de Millán”. Letras.mysite.  05 de junio del 2015. http://www.letras.mysite.com/gm1301071.htm. WEB
- Leal, Francisco. Interrumpir el golpe: arte y política en La ciudad de Gonzalo Millán. 2007. PDF
- Pauls, Alan. El fondo de los fondos. 2007. PDF

- Millán, Gonzalo. La ciudad. 1979. PDF.



 



 

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