Proyecto Patrimonio - 2015 | index | Gonzalo Millán | Autores |



 

 

El mundo entra por los ojos: Poesía y poética de Gonzalo Millán [1]

Luz Mary Giraldo
Pontificia Universidad Javeriana
luzescribe@gmail.com

 

En: ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 10,
Diciembre 2009, Número 12, 115-128

 


.. .. .. .. .. .

Si algo distingue la poesía del chileno Gonzalo Millán, es el carácter de la imagen visual con la que expresa la fragilidad de la vida en la historia y en lo cotidiano. Como una cámara fotográfica o cinematográfica, la visualidad lograda ofrece un estilo que rompe con modelos canónicos y puede relacionarse con las naturalezas muertas que en la pintura occidental y en determinada tradición literaria refleja quietud y movimiento, objeto e interioridad.

PALABRAS CLAVE: Gonzalo Millán, poesía chilena, poesía contemporánea, poesía e imagen.


ESCRIBIR CON LOS OJOS

Hay un llamado a la mirada en quien al decir o nombrar la realidad con imágenes, aspira a hacer más visible lo más hondo y lo más externo. Este modo expresivo sugiere placer por la aventura visual y ofrece, en el caso que nos ocupa, una peculiar urgencia de representar la vida, el mundo o la experiencia. Para ello se focaliza el objeto exterior y se “cuelga” en el lienzo de la página, de la misma manera que cuando el artista plástico hace ver la forma que dibuja o extiende, o cuando ofrece su performance o una instalación de piezas móviles en el espacio para decir algo que va más allá de las imágenes y su movimiento. A simple vista todo es apariencia.

Tocarse con un pincel  donde el pecho duele, es ubicar el origen del texto en el dolor y enfocarlo en un espacio con la grafía que plasma la escena e impone la imagen. El poeta muestra, deja ver, dice a los ojos, escribe con los ojos y para los ojos, y sin perder contacto con el sentido de lo que quiere expresar, al hacerlo establece una profunda relación entre la forma y la plasticidad de las palabras y el profundo contenido del concepto.

Cuando en  Veneno de escorpión azulDiario de vida y muerte  (2007), Gonzalo Millán (Santiago de Chile, 1947-2006) afirma: “el dibujo es un híbrido de la palabra (rayar con crayones), de sembrar manchas y trazar rayones” (276), deja constancia de esa íntima alianza entre el sujeto que expresa y el objeto creado que se instala o construye espacialmente, sin dejar de perder contacto con lo esencial del yo poético: comunicar y dar sentido. Como afirmó el autor en más de una ocasión, el acto creativo es un acto de construcción, lo que permite reconocer que su apuesta no radica en la convicción de que la poesía está a la espera de ser capturada en cualquier lugar, sino que se construye como un objeto. Ello explica que la palabra se arme y se desarme, y sea a la vez “hallazgo y extravío” (“La palabra”). Esas construcciones dicen desde lo más profundo de su corporeidad, pues advierten determinado estado de alerta ante la desintegración o el desgaste de la existencia o de las relaciones, señalan el fracaso de la expresión convencional o de otras formas de comunicación o conocimiento idealizados.

Una poética del cuerpo se impone, y entre ironía y erotismo se convocan la vida y la muerte en el más amplio sentido de la experiencia, eludiendo formas de expresión del sentimiento consignadas en el canon. La mirada atrapa sucesos que convierte en objetos de lenguaje o de palabra, y al buscar el desplazamiento hacia el poema o la forma como objeto, al tiempo que se despersonaliza el poema apela a la des-sensibilización de la retórica tradicional y al distanciamiento de la efusión de toda expresión sentimental. Se trata de una objetividad lograda con el lenguaje que interrelaciona imagen y palabra[2]. El profundo llamado que subyace en esta objetivación hace ver que no es armónico el presente, que la concepción de lo bello, del arte y del artista debe cambiar, que el equilibro está roto, que hay otras maneras de ver y de expresar, pues “La belleza está desprestigiada/ con tantas profanaciones” (Veneno, 2007, 269).

Es evidente la rebelión en la búsqueda de forma para expresar el contenido, lo que traduce esa negativa a seguir las vías conocidas en las que la poesía es sublimación o revelación de lo sagrado. Se trata de una forma de percepción en la que se dan cita los privilegios de la vista que vacila ante lo que otros poetas llamarían el silencio de los pájaros o las torres de palabras que nunca llegan al infinito (como diría en algún poema Jorge Eduardo Eielson), ya que en este caso se apela a espacios habitados y des-habitados, a objetos y sujetos que identifican y definen la vida doméstica y su descomposición, más precisamente, aquel  cierto silencio  “donde lo que oyes es todo lo que ves”, según afirma Gonzalo Millán en su poema “Vacío”. Esa particularidad proyecta una galería corpórea de objetos y huellas que de alguna manera puede asociarse a modos propios de las naturalezas muertas o bodegones de la tradición pictórica, anverso de esas otras naturalezas de la sugestiva visualidad de tradición oriental que dejan ver mucho más de lo que a simple vista se percibe al primer encuentro con una escena o ante un escenario. Es decir, una es la naturaleza muerta que en la pintura occidental parece consignar la quietud, y otra la de los paisajes alusivos de determinada pintura y poesía japonesa como el  hai ku, cuya capacidad de sugerencia está concentrada en formas paisajísticas que incitan emociones profundas. No cabe duda del carácter dual que esta alianza revela, pues así como la objetividad muestra distanciamiento, la subjetividad muestra cercanía. Se está, pues, ante situaciones duplicadas: entre el rostro y la máscara, es decir, ante el doble.

Este distanciamiento de la lírica relacionada con la música del alma y lo inefable, con el ritmo del universo y sus misterios, con las emociones o sentimientos más profundos o a flor de piel, proyecta una perspectiva que al romper con lo ideal o idealizado más bien afronta a la realidad como experiencia de desastre que se vive en lo histórico, en lo cotidiano, en la vida pública, íntima y privada. De ahí el énfasis en la objetivación, en ese hiperrealismo al que algunos autores se han referido al tratar la poesía de Gonzalo Millán, en la que las formas oscilan entre lo muerto, lo vivo y la máquina, formas-cuerpos que se expresan sin desgarramientos, aunque no por ello exentas de emoción. Formas que se hacen visibles con la palabra escrita, lo que corresponde a poesía ecfrástica [3], cuidadosamente analizada por María Inés Zaldívar, quien la reconoce en el autor como un tropos asumido y aprovechado de manera certera y consciente.

Una suerte de urgencia caracteriza a este tipo de creaciones que buscan otras maneras de expresión, como lo explicita Jorge Eduardo Eielson (Perú 1923-Milán 2006), quien al referirse a la necesidad de comunicación artística en el mundo actual reconoce que:

“para que la palabra escrita siga siendo un instrumento privilegiado de la comunicación interior, vehículo sin par del pensamiento y del sentir humanos, es necesario que abandone el ghetto literario, que se abra a una nueva forma de comunicación, asumiendo un rol en sintonía con los paradigmas ya operantes en el campo filosófi co, científico, artístico, religioso y hasta político y económico. De otra manera, la literatura habrá perdido su razón de ser, su capacidad de síntesis de las demás artes y disciplinas, su vocación crítica y testimonial, reduciéndose a un mero instrumento de poder en manos de políticos y mercaderes” (Eielson 1997, 298).

Reflexión que entra en diálogo con los postulados de Millán, quien afirmara que la poesía debe adaptarse al tiempo de los lectores y del autor mismo, “ya que es imprescindible la mutación permanente de contenidos y formas”, lo que se logra en ese objeto visual que no es del decir sino del ver, resultado de una conciencia de las limitaciones e insuficiencias del lenguaje verbal. En el prólogo a la antología  Trece lunas (1997), Waldo Rojas sostiene que Millán hace “de su poesía su propio objeto” y que sus poemas no sólo dicen sino  actúan performativamente” (23).

Gran parte de la poesía de nuestro autor tiene los principios constitutivos del bodegón o naturaleza muerta, no solo desde algunos de sus títulos (Autorretrato de memoria, Gabinete de papel, “Naturaleza muerta con cama”, “Bodegón del cardo”…) sino desde las imágenes que produce, así como refleja tanto su percepción o concepción de arte como su postura ante el presente, de la misma manera que se rev[b]ela ‘pintándose’. Aunque la riqueza de su obra permite ser abordada desde diversas perspectivas, al tener en cuenta al creador que genera objetos análogos a naturalezas muertas, producidas a partir de una suerte de descripción o de recorrido por imágenes objetivas u objetuales, así como poemas en los que “se pinta a sí mismo”, se percibe una corriente en la que al autorretratarse pone de manifiesto la soledad individual y la tragedia que subyace en la realidad y en la historia y las historias, y al hacerlo emerge el yo profundo de un sujeto fragmentado ante una realidad que también lo es.

Naturaleza muerta de/con poeta

Del garrón reciente del limonero
cuelga un par de patas de ave
secas, atadas por un cordel sucio.

. . . . . . . . . “La mutilación de los patios”

En  Objetos sobre una mesaDesorden armonioso en arte y literatura (2002), Guy Davenport señala la improbabilidad de la armonía, cuando analiza las funciones simbólicas del objeto y sus diversas formas de representación en las naturalezas muertas expresadas plástica o literariamente. El autor reconoce, interpretando algunas de las llamadas naturalezas muertas de la antigüedad hasta hoy, que éstas constituyen una forma de restauración o consagración de la vida de los animales, vegetales u objetos representados en el mundo cotidiano, lo que las hace ver no sólo referidas a lo caduco o a lo decorativo sino como una forma de homenaje y reconocimiento a la fuerza vital o a la potencia de la aniquilación, según el caso. Toda pintura tradicional determinada como naturaleza muerta, afirma, participa de la vida doméstica y contiene significados dobles y reiterativos (20-22), pues puede ser recreativa y de apariencia trivial y a la vez transmisora del “simbolismo particularmente equívoco de la tragedia que subyace en toda belleza” (51). Es decir, de la misma manera que alude a algo inmediato plasmado en el lienzo (de tela o de papel), contiene los temas universales y el espíritu de la época de donde emana dicha expresión, así como el placer por representar la vida o la muerte que en primer plano se imponen a la mirada.

La modernidad otorgó conciencia de crisis de la unidad, lo que claramente se muestra con el cambio de las imágenes. En el mundo fragmentado “el arte sigue periódicamente un curso hacia la degradación” y “anuncia su necesidad de renovación”, recuerda Davenport (59). Los símbolos no son los mismos y la expresión artística es a veces una suerte de diario visual en el que el horror se constata, se representa el mundo despojado de ilusión y la incomodidad ante la realidad. Esa desilusión transmite, a veces, una aceptación irreflexiva que se “reduce a un enigma, un acertijo, un replanteamiento de todas las preguntas sobre la naturaleza de la realidad” (111). De ahí la existencia de cierta forma de collage que involucra la cita, la parodia y el acervo cultural en las naturalezas muertas de hoy, epítomes de un estilo.

Si bien el autor analiza escenas concernientes a dichas naturalezas muertas en obras de pintores modernos como Monet (El almuerzo), Daguerre (Interior de una tienda de curiosidades), Picasso (Cabeza y brazo de yeso, Las señoritas de Avignon), Cézanne (Mesa, mantel y frutas/Rincón de una mesa), Van Gogh (Naturaleza muerta con cebollas), Chirico (La conquista del filósofo), hace lo propio con textos literarios de Keats, Kipling, Dickens, Poe, Shelley, Joyce, sin dejar de relacionarlos con alusiones a obras o autores anteriores, para destacar cambios de motivos y formas icónicas, así como de representaciones que revelan energías expresivas, estrategias particulares, estilos, culturas o épocas. Así destaca, entre otros, los siguientes versos de Shelley, en los que se evidencia una verdadera imagen visual creada con palabras: “Sobre la mesa / Hay más curiosidades y rarezas de las que puedo / Catalogar en estos versos míos: / Un bello tazón de madera lleno no de vino / Sino de mercurio; ese rocío que gnomos beben / ( ) /. Un tornillo hueco con cuerda ( ) / Hay papeles y cálculos/ ( ) / En seguida un estuche de pinturas empolvado, unos garfios extraños, / Un cerillo a medio consumir, un bloque de marfil, tres libros, ( ). (121-123). De forma objetivada la voz poética genera una pintura, una naturaleza muerta en la que los objetos ocupan un lugar en un escenario: hay mercurio, gnomos, papeles, polvo, libros, en fin, elementos que denotan que la vida ha pasado por allí. De la misma manera, el autor resalta determinados fragmentos de Ulises de Joyce, indicando que algo sucede gracias a los objetos descritos en movimiento[4].

Al aproximarnos al universo poético de Gonzalo Millán, confirmamos que el poeta verbal privilegia la imagen visual, pues pinta algo en un escenario y lo hace fotográfica o cinematográficamente, gracias a los efectos de una escritura que transmite plasticidad y volumen, quietud o movimiento, retrato o performance. El poema llena un espacio al pintarlo con palabras, y al hacerlo reclama un lector-espectador que no sólo vea un suceso, sino algo que remite a un instante, a un momento donde el vital se hizo presente. De esta manera destaca una situación externa claramente objetiva, fuera del sujeto que observa, y dilucida un estado emocional: escena y escenario, es decir suceso expresado en el espacio, parecen, como las naturalezas muertas, detenidos en un lienzo. Así se percibe en el poema que sirve de epígrafe de esta sección y que corresponde a su primer poemario, Relación personal (1968): “Del garrón reciente del limonero/ cuelga un par de patas de ave,/ secas, atadas por un cordel sucio”. Un aspecto de la realidad es puesto en primer plano: patas de ave que cuelgan de la rama de árbol, connota trozo de vida muerta, antes que pájaro que vuela y canta; en este caso fue un ave y solo quedan sus patas atadas a un cordel sucio, lo que implica o sugiere un antecedente violento. El título es ya demoledor: “La mutilación de los patios”, anticipa algo fragmentado y ruin, que en el poema será asociado a cristales rotos y aserrín. La totalidad será la del fragmento mínimo referido a lo ya desaparecido.

De otra manera, aunque análoga, la visión lograda con la imagen que refleja un primer plano y en este el dolor, se percibe en una como cámara cinematográfica que se desplaza de manera lenta en “Comedor”, del poemario  Vida (1984), en el que los ojos pasan por la textura y el color de cada uno de los objetos, reitera e insiste en el objeto mismo hasta concentrarse en la contundente imagen del desgarramiento que se impone en la duplicidad (“dos cojines desgarrados”): “Mesa y mantel a cuadros / blancos morados blancos / cromados tubos de patas / sillas una dos tres cuatro / tubos cromados de patas / plástico, espuma plástica / dos cojines desgarrados”.

Es notable la producción de un efecto tridimensional altamente conmovedor, gracias a la ecuación lograda con el yo poético, el yo lector y el poema-escena que transmite la idea de volumen en el espacio, pues lo creado se impone, conmueve, afecta, implica. El poema objeto ‘habla’ al erguirse frente al silencio del lector, y en varias ocasiones transmite imágenes paralelas que aluden también al doble, tan propio de la poética de Millán. No se trata únicamente de ver las imágenes duplicadas sino de lo que está implicado en el desdoblamiento, de lo que se quiere comunicar. Así, por ejemplo, en “Plato”, también incluido en  Vida, dos entidades se presentan en franca concordancia: “En el anfiteatro, ruinas; / restos de columnas derribadas. / Y en el plato, raspas; / unas vértebras de sardinas”. La imagen doble y en primer plano no es otra que lo deshecho mostrado en lo caduco y en la ironía con la que se afirma que todo se acaba o se consume, como la arquitectura del pasado y la sardina, escenificadas recíproca y simultáneamente en el anfiteatro y sus columnas y en el plato y el esqueleto de pescado. El espacio del poema sería el gran escenario que acoge esta duplicación de las huellas, de lo que ha quedado después de la destrucción: ruinas y restos. Esta imagen contrasta con el movimiento de la fragmentación que resalta en el poema “En la autopista”, en el que la desolación y el vacío se destacan en el trozo de un objeto que se ve rodar “con el viento”. Veamos lo que dice el poema: “por la carretera vacía / como arteria de cadáver, / algo rosado / rueda con el viento: // “la pierna de una muñeca”. Las imágenes hablan de la infancia rota, indefensa, abandonada en la carretera vacía, “arteria de cadáver” que con el viento eleva “algo rosado” correspondiente a una muñeca fragmentada, algo indefectible y dolorosamente ligado a la noción del mundo infantil y femenino.

Ya en este poemario se afi rma que desde el comienzo está la ruina, tal como se percibe en el pájaro carpintero que construye para su hembra “el nido en el árbol podrido” (“Nido”), de la misma manera se insiste en lo doméstico, asimilado a un refrigerador que “se abre / como un gran libro / compuesto únicamente / de tapas en blanco” (“Libro blanco”), ratificándose de manera contundente en “Apocalipsis doméstico”, donde se evidencia la insistencia en el desgaste mediante la focalización continua de cada uno de los objetos dispuestos en un escenario. Una palabra-ojo se desliza y señala la relación hecha trizas de una pareja vista como en un despiadado espejo grotesco que refleja las cosas descuidadas, rotas, sucias de la casa y de la vida en común. Esta pareja intenta “devorarse a sí misma”, en un erótico encuentro violento, escena que se amplía en un cierre de doble cámara, al ser vista por el pequeño hijo que llora y grita aturdido en su cuna desvencijada frente a los padres indolentes.

El título y el proceso narrativo, enfocado en los objetos que representan el principio y el fin, no pueden ser más apropiados para referirse de manera directa y contundente a una familia gastada y deshecha en las bases: “Las sábanas regaladas para la boda / se gastaron y tienen agujeros. / Se quebraron los platos / en escaramuzas domésticas. / (…) /. Al reloj se le acabó la cuerda. / (…) /. Cortaron el teléfono. / (…) /. La trizadura del espejo es otra arruga”, son algunas de las imágenes que van pasando por el ojo y van hablando por sí solas de lo sucio y lo gastado. El deterioro, la decadencia, se refleja en el gato que dormita en la frutera, en el automóvil desvencijado, en el jardín exuberante por descuido, en las cuentas sin cancelar, en los animales domésticos que tampoco resisten el abandono y la miseria: “Se escapó de su jaula el canario. / Y el pez de color se ahogó / y quedó flotando panza arriba / en el agua turbia de su redoma. / El perro royó su soga / y se marchó a la siga de una perra”. En un  crescendo el relato se detiene en la conmovedora presencia del hijo, y deriva a su vez a la ominosa imagen de sus padres: “Un niño en un corral de palo, / entre juguetes rotos / se desgañita llorando, / hambriento y mojado / la húmeda boca abierta, / los ojos vidriosos de lágrimas, / mirando / cómo la bestia de dos espaldas / gruñendo se revuelca / intentando devorarse a sí misma.” Escenario y escena son grotescos: como en un espejo roto, la doble mirada a las imágenes de degradación se multiplican, aunándose en el espectáculo agresivo y esperpéntico de la pareja que no se ama más, pero sin embargo se busca en una continua forma de aniquilación. La sugerencia de destrucción es más que evidente: la pareja no construye sino destruye, no ama sino devora, no conduce al cosmos sino al caos.

Cuando la imagen se duplica se establecen intensas relaciones, como se percibe también en el poema “El beso”, que concentra la violencia del poema anterior y la del poema “Garaje”, en el que en un primer plano muestra imágenes de objetos inertes: “Como un mecánico yace el cadáver / debajo del coche, arrollado / en una mortaja grasienta. / Un foso de garaje / es la tumba-honda, / y la guadaña-cruel, una llave inglesa. / Pernos y tuercas, los gusanos”. Aquí también, todo es destrucción y muerte. Sin embargo en “El beso” hay una fuerza vital que arrastra hacia la muerte: máquina y pareja se unen paralelamente en el hecho y en lo catastrófico. Lo rutinario de una estación ferroviaria muestra un tren estacionado, un hombre que en la cola del tren fuma ensimismado, la mujer de su corazón que llega “y se precipita entre sus brazos”, y unas señales de alarma que indican algo que puede o va a suceder: un perro dormitando que “yergue sus orejas y vuelan palomas”, un cargador que “suelta sus maletas y corre / dando voces, agitando los brazos”, el corazón saliéndose del pecho, mientras en un instante se juntan la tragedia y el placer cuando hombre y mujer se encuentran en un beso análogo al del choque violento de trenes que en un instante todo lo destruye: “el beso arrasa cuanto encuentra a su paso”. La atracción de la pareja, como la de los trenes que chocan es un simulacro de beso de la destrucción, cual sería el encuentro de parejas que señaláramos en “Apocalipsis doméstico”: “Las bocas abiertas vorazmente se devoran”. Hay una profunda ironía: la atracción de los cuerpos representada en el hombre y la mujer que se encuentran en la estación, resulta paralela a la de los trenes, ofreciendo una forma de duplicación del hecho: como con la pareja, uno está estacionado y el otro llega arrasando con todo lo que encuentra a su paso, no obstante desde afuera se hayan dado voces o signos de alarma.

El acto de la escritura está claramente vinculado al de construir una corporeidad en un escenario o al de reconstruir una escena, con la pretensión de objetivar la subjetividad, acto que denota la presencia de ese yo poético que capta lo humano, lo más sensible del ser al objetivarlo, y logra que el objeto o el suceso hablen a los ojos y a la vez transmitan la tragedia. Aquí el dramatismo de la efusión lírica y decorativa más convencional desaparece. Si bien en muchos de los poemas de Millán lo espacial es tomado, invadido por el objeto, en este poema en particular el espacio se une al tiempo en la velocidad que capta el instante de aquello que sucede en las imágenes que como fragmentos se resaltan: señales de peligro y alarma en las orejas de un perro, en las palomas que se asustan, en el maletero que parece gritar al levantar los brazos ante la presencia amenazante de la máquina que con fuerza bruta se aproxima veloz a la que está estacionada, imagen que se duplica en la de la mujer que se acerca al hombre cuyo corazón se acelera. Se aplastan los labios, chocan los dientes, se entremezclan alientos, en fin, lo que sucede entre las máquinas y la pareja es catastrófico. Y como en las señales de alarma en la estación, la voz poética ofrece en las imágenes que funcionan como acciones, el peligro existente en las relaciones: se estrellan, se absorben, se destruyen. He ahí el mensaje en ese doble beso. Como en los poemas anteriores, la experimentación visual ofrece instantáneas, instalaciones, construcciones, y esto es logrado a través de las palabras, pues es desde ellas que se producen objetos que dicen y hacen ver el mundo pulverizado, inquietante y descentrado.

Pintarse a sí mismo

Soy el niño de escasos años
y meses, precoz
pródigo,
jugando como los gorriones
con el polvo de los siglos
que en segundos me encanece.

....... “Bautismo de polvo”

Debo escribir esta sentencia
De la tarde que pasa con desgana

.......“#180. Provecto”

Es claro que en Millán ese pintar lo exterior y construirlo desde su primer libro, denota el malestar del poeta ante el mundo y su postura frente a la poesía que vuelve su propio objeto en esa manera descarnada de percibir y expresar: “Digo triunfalmente al objeto / codiciado: ¿Eres mío ahora?”, como afi rmara en el poema “Objeto”, que marca una clara tensión con poemas de  Relación personal, en los que el yo poético se enfrenta al tiempo que aniquila, “jugando como los gorriones / con el polvo de los siglos / que en segundos me encanece”, o como en el poema que da inicio a ese primer poemario, en el que el individuo que con su propia mano destroza, deja escapar la sonrisa perversa, como cuando dice: “sentado bajo la curva del medio día / refriego un insecto entre los dedos (“Historieta del blanco niño gordo con una langosta”).

Esa mirada que goza con lo que rompe, puede asociarse a la del poeta que disfruta también descomponiendo lo que parece indestructible, en este caso la naturaleza tradicional de la poesía, también puede relacionarse con el ser humano que destruye todo lo que toca, lo que a su vez puede articularse con la figura o el concepto del doble que sobresale en  Dragón que se muerde la cola  (1968-1969), el que crear es repetirse a su “propia imagen y semejanza”, es ser engendrado y engendrante, es ver por la cerradura su propio ojo, es saberse en el mundo y en la historia.

“Todo pintor se pinta a sí mismo”, dice en el significativo paratexto que aprovecha Gonzalo Millán para introducir su  Autorretrato de memoria (2005). En este libro cambian la voz y el tono, al darle otro sentido a las palabras con las que emplea el “recordar por despertar”[5], en una suerte de regreso a casa, la de la ausencia o la de la infancia, de tomar otra forma de conciencia de la vida y la muerte, según sugieren los epígrafes: “Es una casa tan grande la ausencia/ que pasarás en ella a través de los muros/ y colgarás los cuadros en el aire” (Neruda), “¿Cómo puedo yo saber/ que amar la vida no es una trampa? ¿Qué odiar no es extraviarse / como se pierde un niño al regresar a casa?” (Chuang-Tzu).

La memoria genera aquí otro tipo de imagen, más cercana a la fotografía de lo familiar y autobiográfico, del espejo y el doble. Son retratos que se abren y cierran también en su  Gabinete de papel  (2008), donde resuena a sus ojos internos una galería o un museo personal de grabados, fotos, pinturas, algunos retomados de libros anteriores. En ellos se da especial atención a lo temporal sin perder lo espacial, y cambia, además del tono el foco, lo que permite la acción del “guardián de una memoria envenenada” (“Autorretrato lúgubre”) que pinta “bajo los lentes ahumados”, que “cuenta los recuerdos”, que “disimula una lucidez dudosa” (“Autorretrato con lentes ahumados”). El presente se desliza a aquel tiempo donde se “oye el eco de balaceras lejanas” y “los relinchos de las caballerizas” (“Autorretrato en la Chimba”), o al del niño de  Relación personal citado en uno de los epígrafes de esta sección, así como en “Autorretrato con foto de luto”, poema en el que el tiempo que “ha subrayado las sombras / Del pelo azul y las ropas del tordo / Y blanqueado la cara del muchacho / Cegado por el fogonazo de la muerte”; es el tiempo amenazante de un pasado traumático y un presente del acabamiento, aquel de lo transcurrido y sus huellas, donde “La imagen que se desvanece con los años / Va regresando a su negativo”. La temporalidad impone su impronta al regresar a la memoria mediante el autorretrato, en la época del suicidio de Violeta Parra en el 67, que antecede a la imagen del joven de veinte años enmarcada en “una tórrida luz de rayo”, “la cabeza engominada/ Y un banlón de mangas cortas”, a la que a su vez se superpone la opaca imagen del presente. La luz duplica el instante en el poema, como si disparara el obturador de la cámara para plasmar la doble foto: joven y viejo.

La fotografía del presente ensombrece el color, lo invierte al reflejar lo cadavérico en el retrato transformado en esperpento en la imagen del yo poético sentado “en las rodillas huesudas / de una calavera / vestida con largas ropas de mujer” (“Autorretrato con calavera”); un yo aún no nacido, solo y frágil, acunado y al amparo de la muerte acicalada que “sonríe sin boca y sin labios”. Niño no nato y mujer calavera son el extremo: vida-muerte, principio-fin, esa tensión del barroco que animó la poesía de Góngora y Quevedo. El comienzo nace en la ruina, decía bajtinianamente en el poema “Nido” de  Vida, cuando el pájaro carpintero hace “su nido en un árbol podrido”, imagen que invertida aparece en esas memorias y testimonios de  Veneno de escorpión azul, cuando afirma en uno de sus poemas: “Debajo del canto de un pájaro / hay un nido boca abajo / de donde cuelga un huevo” (193). Antecedentes que también aparecen en el poemario  Virus (1987), en el que no sólo se busca “escribir / algún día / con la simple sencillez del gato / que limpia su pelaje / con un poco de saliva” (“Aspiración expirada”), sino pretende crear una poesía que sea a la vez “ponzoña y antídoto” (Waldo Rojas) de un “deteriorado alfabeto” (“Detrimento”), poesía que todo lo dinamite, que de manera incisiva registre la imperfección. Como los mismos autorretratos que anuncia en “Talidomida”, el poema pintado y escrito “con los pinceles seguros / entre los incisivos, / con la lengua y los labios / (que) pintan sus autorretratos”.

En  Autorretrato de memoria  reaparece el doble vertido en la cara que es máscara del cuerpo-tiempo en la que existe “una blancura uniforme que se funde con la negrura” ("#110 Vacío”), es decir, el color blanquinegro del negativo; al igual que la máscara que se multiplica con las diferentes uniones de muchos cuerpos “sin nombre y sin rostro”, como si dijera miles de millones de seres en uno solo ("# 500 Como Miles”), cíclope con “un puñado de ojos en la frente” que el poema expresaría como una epidemia de virus en millones de líneas y de puntos (“Epidemia”), escritos y anticipados en Virus por ese “Mi / llán / a mediados / de su mediada vida: / su mediera, muerte” (“Mitad”), para referirse a la identidad desde el apellido, ese “once que me separa en dos” y “un millar de pasos que desando” (“Conclusión sobre la firma”).

La connotación que adquiere el doble en Gabinete de papel  parece otra faceta de Dragón que se muerde la cola (1984), donde el yo engendrado y engendrante que copula con su sombra se crea y recrea, se preña, alimenta y crece ovillado en su interior, es en este nuevo poemario mirado desde el ojo de una cerradura, el que voltea “a mirar a Eurídice”, es decir la desencanta, el que planta una flor en el espejo y ésta florece a sus espaldas (“La flor que planté en el espejo”). Y es también análogo a diversos poemas de Vida, que son anverso y reverso como la puerta y el espejo, el día y la noche, el yeso y el mármol, líneas paralelas que en un instante se juntan en la imagen colgada o anclada en el espacio, ya en la que transcurre en el rodar cinematográfico, ya en la que se aquieta en el momento preciso en el que el obturador la fija en el papel, como se percibe en “El pacto” y en otros poemas de Vida, en los que el doble es “hermano de sangre” o “guardaespaldas”: “Golpean por fuera el reverso / de la puerta-espejo / del baño / y gritando exigen que les abra. Vuelvo el rostro, mi reflejo / guardaespaldas / los contendrá / lo suficiente para pactar / con mi nuevo hermano de sangre”.

La travesía por el mundo poético de Gonzalo Millán se ofrece como un reto para los ojos y para la comprensión del arte de hoy y de una concepción particular que expresa un yo profundo desgarrado y sin aspavientos. Ese variado conjunto de imágenes que remiten a lo visto y lo vivido, ya sea gozado o sufrido, da cuenta, no cabe duda, de la necesidad de captar la emergencia, en el doble sentido del término: lo que emerge y lo que genera expectativa frente a lo inarmónico y lo pasajero. Componer y recomponer, construir y destruir en ese universo, requiere de esas frases cortas, de esas voces incisivas como colmillos, de esas pinceladas definitivas en un espejo roto, es decir, de imágenes que hacen ver y a la vez pensar en todo aquello que “hace llover las lágrimas”, imágenes que ratifican esa toma de conciencia del diario vivir y morir que plasmó auscultándose en  Veneno de escorpión azul, al afi rmar que “Las cosas se gastan y deterioran / a nuestro lado, haciéndonos compañía / como fieles mascotas sin patas” (237), para reiterarlo ese 4 de septiembre del 2006 a las 14:35, con la idea del poeta que escribe para los ojos y desde ellos pinta y se pinta siguiendo y dejando huellas, desde un yo más directo que mira lo que le rodea con hambre y sed, con ansia y pasión, que estruja “con los ojos los colores y las imágenes como si fueran a desaparecer, a desteñirse pronto, y marcharse de súbito” (237).

 

 

* * *

BIBLIOGRAFÍA

- Davenport, Guy (2002). Objetos sobre una mesa. Desorden armonioso en arte y literatura. México: Fondo de Cultura Económica.

- Eielson, J. E. “Defensa de la palabra : a propósito de Diálogo infinito”. Inti. Revista de literatura hispánica, Nº 45, 1977, pp. 289-298.

- Millán, Gonzalo. Trece lunas (1997). Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica.

—. Aurorretrato de memoria (2005). Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.

—. Gabinete de papel (2008). Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.

—.Veneno de escorpión azul. Diario de vida y muerte (2007). Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.

- Zaldívar, María Inés (1998). La mirada erótica. Gonzalo Millán/Ana Rosetti. Chile: Red Internacional de Chile.

 

 

* * *

NOTAS:

[1] Este trabajo corresponde a un estudio más amplio de poesía latinoamericana contemporánea, y está inscrito en la Universidad Javeriana de Bogotá en la línea de investigación sobre literatura latinoamericana reconocida como Canon y corpus. La autora y el grupo de investigación están acreditados en Colombia por Colciencias en el máximo nivel (A).

[2]  En varias entrevistas el autor habló de una poética constructivista, desde la que construye objetos con palabras. De su reconocido poema La Ciudad, sostuvo en entrevista a Marcelo Montecinos (2003), que construyó “una ciudad de papel y tinta” poblada de seres anónimos inducidos a la alienación y el consumismo.

[3] María Inés Zaldívar parte de la defi nición de Margaret Persin para decir que “un poema ecfrástico es: ‘Un texto poético que se refi ere a una creación plástica, ya sea real o imaginaria, canonizada o no canonizada, y que de esta manera permite al texto artístico, es decir, al objeto del deseo artístico, ‘hablar de sí mismo’, desde dentro del marco fragmentado del texto poético’” (19).

[4]  El comienzo de uno de los capítulos de Ulises en el que arquitectura y comida van de la mano, hay “una serie de naturalezas muertas simbólicas acomodadas dentro de la estructura narrativa que gira en torno a la idea de arquitectura”; mientras Bloom se toma un tentempié, dice Davenport, “se describe un arreglo de dulces en la vitrina de una tienda” (111).

[5] Recuérdese que esta sugestiva imagen-idea es un arcaísmo utilizado en ciertas regiones y ambientes tradicionales, para denotar otra forma de conciencia ante el “regreso” del sueño: se trata de “recordar”, una forma de volver a la realidad.



 


 

Proyecto Patrimonio— Año 2015 
A Página Principal
| A Archivo Gonzalo Millán | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
El mundo entra por los ojos: Poesía y poética de Gonzalo Millán.
Por Luz Mary Giraldo
En: ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 10, Diciembre 2009, Número 12, 115-128