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Gonzalo Millán:
"La metáfora no me interesa en absoluto"

Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 19 de marzo de 1995



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Una mirada simultáneamente absorta, irónica y humilde escuda la personalidad de este poeta viajero e inquisitivo. El gesto nervioso de sus dedos buscando cada diez minutos un nuevo cigarrillo parece contradecir la serenidad de su hablar pausado.

Complejo es Gonzalo Millán (47 años, casado, una hija), el poeta reconocido en 1988 con el Premio Pedro de Oña y admitido por la crítica en la generación del sesenta, como el "benjamín" del grupo. Un defensor acérrimo de su individualidad que, sin embargo, no pudo sustraerse al sino común de esa promoción «dispersa». Formado en la Universidad de Concepción, debió abandonar Chile en 1973, interrumpiendo su labor al frente de un taller de creación popular, y demorando la continuación de una promisoria obra. Vivió más de diez años en Canadá, país en el que enseñó idiomas, tradujo e incursionó en la poesía experimental. Tras dos fugaces retornos en la década de los ochenta, decidió radicarse en Holanda, pero su espíritu inquieto lo devolvió a Santiago al cabo de siete años... no duró mucho: acaba de marcharse a La Serena, donde se encuentra terminando su libro Objeto de meditación y prepara una antología de poetas flamencos, traducidos con la colaboración de su esposa. Dos nuevos libros que se agregan a una obra siempre cambiante, integrada por los volúmenes Relación personal (1988), La ciudad (1979), Vida (1984), Seudónimos de la muerte (1984), Virus (1987) y la antología Strange Houses (1991), traducida por Annegret Hill.


¿Está de acuerdo en que lo incluyan dentro de la Generación del '60, junto a Floridor Pérez, Omar Lara, Oscar Hahn y otros poetas?
—(Titubea). Sí. Participé junto a ellos en muchos proyectos culturales, revistas y encuentros. En todo caso, yo me defino más bien como un solista que ha tocado en muchas orquestas; no me quiero identificar sólo con una. Esa generación es parte de mi vida, la valoro, pero después he pertenecido a muchísimos otros grupos. Actualmente no quiero formar parte de ninguno. Voy a cumplir 50 años y pido que no me consideren uno más de una pandilla. Quiero atención individual (sonríe).

¿Se siente más a gusto solo? Usted tiene fama de introvertido.
—En general, me cuestan las relaciones humanas y me siento muy cómodo en la soledad. La necesito tanto como el oxígeno. Soy una persona bastante introspectiva y de una vida interior muy rica. Incluso creo que por imperativos sociales muchas veces he tenido que estar atendiendo el mostrador, cuando hubiera preferido quedarme en la trastienda.

¿Por qué tan esquivo?
—Desde el momento en que yo me considerase un poeta premiado y postulara a una renta vitalicia, organizándome un salón en Santiago, sencillamente estaría liquidado. Sería aceptar un encasillamiento. ¡Yo no estoy satisfecho con lo que he alcanzado!

¿Se refiere al Premio Pablo Neruda 1987? Dicen que apenas se lo dieron, usted "arrancó" de Chile.
—Bueno, claro, el hecho de que el foco del reflector te dé en la cara es aterrador, ¿no? Considero la notoriedad más un castigo que un premio. Es una situación catastrófica, por el desgaste y el deterioro que acarrean a la vida personal. Pienso que pasar inadvertido es más saludable.

¿Viajar permanentemente le ha ayudado en esta aspiración?
—Por supuesto. Como parte de mi estrategia vital para mantener la lucidez, ha surgido la necesidad del desplazamiento continuo. Cuando yo me instalo en un lugar demasiado tiempo, la rutina me empieza a corroer y dejo de ver el lugar donde estoy parado. Entonces, comienzo a percibir maquinalmente. En eso consiste para mí la alienación y es todo lo contrario de la poesía. Yo creo que el estado ideal para alguien que no quiere estar alienado, es ser un extranjero siempre. No acostumbrarse a nada.

Usted se dio a conocer el año 1968 con el Premio Pedro de Oña. ¿En qué medida le sirvió ese reconocimiento?
—Fue un excelente comienzo. Tal vez demasiado bueno para un poeta que empieza, ya que con las conmociones históricas posteriores lo que podría haber sido una buena carrera de cien metros, se convirtió en una accidentada carrera de cross-country (ríe). El 73 yo tenla dos contratos para publicar: uno en Quimantú y otro en la Editorial Universitaria de Valparaíso. Esos libros aparecieron años más tarde. muy transformados.

¿Es tan drástico el cambio de su poesía después de La ciudad?
—Parece drástico por ese hecho puntual. La transición falta; la continuidad de mi obra se trastornó con el exilio. Sin embargo, creo que La ciudad sigue perteneciendo a una poética que yo llamo "de la objetividad".

¿En qué consiste?
—Primero, debería aclarar que la objetividad hay que ponerla entre comillas, porque no creo que exista ni siquiera en la ciencia. De acuerdo a los últimos descubrimientos de la física, se dice que el observador es parte de lo observado. Entonces malamente yo puedo, sobre todo en arte, crear un ente objetivo. Lo que yo postulo es que hay una mirada antes que un sujeto; un estado de lucidez antes que una personalidad. En ese sentido, mi perspectiva se contrapone a la visión general de la lírica, que tradicionalmente se adscribe al romanticismo.

Concretamente, ¿qué propone esta tendencia?
—La lírica es la expresión de los sentimientos y las emociones de un sujeto determinado, que generalmente se identifica con el poeta. La objetividad pretende romper de raíz esa identificación. En La ciudad este proyecto se lleva al extremo, a través de una especie de oración homogénea. Ese tipo de sentencia ni siquiera lo inventé yo, sino que está sacada de los diccionarios y de los textos de idiomas Es una frase modelo.

¿Cómo llegó a este método de escritura?
—Está relacionado con las circunstancias del exilio. Yo estaba viviendo en un medio anglosajón, como es Canadá, donde el español se habla muy poco. Entonces, empecé a hacer ejercicios de escritura, utilizando el diccionario. Fue como el caso del pianista que necesita practicar varias horas al día para no perder la agilidad de los dedos. Además, era parte de mi trabajo, porque yo enseñaba español. Así desarrollé una especial sensibilidad hacia los elementos que el hablante de la lengua materna da por descontados.

Su caso parece singular. Otros escritores nacionales en el extranjero, por el contrario, intentaron conservar el "español-chileno", coloquial y lleno de localismos.
—Claro, yo me fui hacia el extremo opuesto. Traté de ver cuáles eran las estructuras comunes de la lengua. Incluso mi libro ha sido utilizado como texto de enseñanza en Canadá y Estados Unidos, pues el tipo de frase que utilizo resulta muy fácil para aprender el español. Es una sentencia básica compuesta por sujeto, verbo y predicado. En términos estéticos, es de una neutralidad absoluta. De hecho, en La ciudad no hay retórica. Yo la rehúyo conscientemente.

¿Por qué?
—Porque creo que gran parte de la poesía tradicional basa su proyecto en la analogía y la metáfora. Yo, en cambio propongo una poesía más constructiva, en la cual no importa que el verso sea extraordinario. Me interesa crear una gran imagen con una suma de elementos.

Pero no cree que la metáfora sólo se traslada desde la frase hasta la totalidad del poema?
—Claro, de alguna manera estoy desplazando el trabajo hacia el lector. La comparación ya no la hace el autor. En ese sentido, el trabajo de montaje de La ciudad es muy parecido al de las artes plásticas y del cine. No es extraño, porque mis modelos, más que literarios, fueron musicales y plásticos.

¿Cuáles?
—Durante un tiempo me interesó mucho la música serial y concreta, especialmente la obra de Philip Glass quien hace composiciones electrónicas en las cuales repite una sola línea musical, con pequeñas variaciones. En el lado plástico, me atraía la «estética de acumulación» de algunos artistas franceses que creaban obras juntando 500 manillas de citroneta o no sé cuántos tubos de óleo reventados entre dos placas de plástico Es muy interesante explorar cómo la acumulación llega a convertirse en una cualidad, en contraposición al arte tradicional, que tiende a crear obras por armonía y equilibrio.

¿La ciudad tiene también antecedentes en la poesía?
—Sí, sobre todo en el grupo brasileño «Noigandres», que es uno de los iniciadores de la poesía concreta. También hay un antecedente en las enumeraciones de Altazor.

Pero usted se ha declarado lo menos creacionista que hay, ¿no?
—Bueno, aceptar una frase estándar como de libro de gramática es lo más opuesto a la metáfora creacionista, que a mí no me interesa para nada... ¡La metáfora no me interesa en absoluto! (enfático). La literatura me parece atractiva mientras sea lo más parda posible en términos de utilización retórica.

¿Cómo llega a esta poesía tan desnuda? ¿Hay sólo motivos biográficos?
—No, por supuesto. Yo en un momento me di cuenta de que había conseguido un manejo eficiente del epigrama. Así, la forma breve dejó de ser un desafío para mí. Ese tipo de poesía crea imágenes instantáneas, casi chispazos, lo que produce una visión del tiempo discontinua: la imagen existe aisladamente, en una especie de vacío. Yo me propuse, entonces, crear una continuidad y para eso necesité la forma del poema largo.

¿Cree haber propuesto con la objetividad un camino distinto en la poesía chilena?
—En realidad, la objetividad es una técnica común a la poesía que se hace en Chile desde los años sesenta. Es producto de la crisis del sujeto romántico y, en ese sentido, la mayoría de los poetas participa de ella, aunque de distintas maneras. Hay crisis del sujeto en Juan Luis Martínez y en Rodrigo Lira, para nombrar dos "finados". La ruptura comenzó antes, pero no era asumida como un rasgo fundamental o definitorio. En los '60 la mirada reemplazó a la voz como expresión original del sujeto lírico. Desde entonces, el modelo de la poesía deja de ser la música y empiezan a ser las artes plásticas.

¿De ahí surge el uso frecuente del punto seguido? ¿Por una intención de destruir la armonía?
—Claro, yo creo que los principios constitutivos de La ciudad son de la vanguardia posterior a la Segunda Guerra, cuando aparece la estética del pop. Allí no existe composición armónica. Sencillamente se oscila entre algo muy arcaico, que es la letanía, y el ritmo de la máquina. La repetición es el nuevo principio creativo.

Usted practica también la traducción ¿cómo ha influido esta labor en su obra?
—Aparte de que muchas de mis concepciones últimas sobre la literatura están influidas por lecturas de obras en inglés, creo que el proceso de traducción es muy afín al lírico. Escribir un poema es una traducción en sí misma, que consiste en cifrar con palabras una experiencia no verbal. Por supuesto, como en toda traducción, hay cosas que pierden y otras que ganan.

Hay largas pausas entre la publicación de cada libro suyo. ¿Qué papel juega el silencio en su poesía?
—El silencio es desintoxicador. Ayuda a neutralizar el carácter adictivo que tiene la literatura. Lo ficticio me parece muy evasivo; hace olvidar que el arte tiene como objetivo hacernos redescubrir la realidad y no escaparnos de ella.

No le resulta paradójico advertir, a través de un poema, lo intoxicante que puede ser la literatura?
—Bueno, parte de esa crisis esta expresada en mi libro Virus, donde muestro cómo la escritura se convierte en una nueva adicción. Eso conduce a ciertos callejones sin salida que, para mi, están representados por Enrique Lihn y Rodrigo Lira. Es decir, en una escritura que gira sobre si misma, sin remontar ese horizonte cerrado. Yo creo que a partir de Raúl Zurita se produce un cambio. También Juan Luis Martínez, pero sobre todo Zurita es fundamental en este aspecto, al aportar una nueva sacralización del acto de escribir.

¿Qué tipo de poesía está escribiendo últimamente?
—Estoy terminando Objeto de meditación, un libro que retorna aun más lo experimental. Yo creo que la urgencia política de los últimos años impidió que me dedicara por entero a la investigación estética pura. Actualmente creo que, libre de este imperativo, puedo volver a una exploración más filosófica, que es lo que me interesa hoy. Ya no me importa tanto la forma, sino el arte ligado a lo espiritual y la exploración interna.

¿Por qué esa aprensión frente a lo formal?
—En estos momentos siento una gran desconfianza hacia el arte contemporáneo. Se supone que debe hacer la realidad más soportable y en cambio refleja demasiado la crisis espiritual del hombre moderno, con toda su desesperanza y escepticismo. Objeto de meditación es una lucha por tratar de ser optimista. No es que me niegue a lo horrible de la existencia, algo que yo mismo he denunciado antes, pero creo que también existe el smilling side of street (el lado sonriente de la calle). Pienso que si voy a escribir algo, ojalá sea para dar alivio a la gente; no quiero añadir más negrura. En esta elección de sombra o luz, se sabrá si uno se ha quedado en el siglo XX o está en el XXI.


 

 



 

 

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