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Recuerdos dispersos de Millán
Por Jaime Concha
Publicado en revista Cuaderno, N°74. Otoño de 2016
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En varias ocasiones escribí sobre la personalidad y la obra de Gonzalo Millán, desde una temprana reseña sobre su primer libro, Relación personal, hasta un ensayo reciente en que intento una aprehensión sintética de su proyecto y trayecto de escritura. (De pronta aparición en Historia crítica de la literatura chilena, si es que el Ministerio de Cultura no lo impide). Para no repetir ideas ya expuestas en esas y en otras páginas, prefiero esta vez juntar unos momentos del trato más bien esporádico que sostuve con el poeta que nos dejó en 2007. Lo esporádico se debió (demás está decirlo) a que la mayor parte del tiempo vivimos en lugares muy distintos y distantes.
De los años de Concepción, en torno a 1970, recuerdo solo una que otra conversación. Yo enseñaba, él estaba metido a fondo elaborando su poesía inicial. Creo recordar algo sobre la música de Santana, que estaba descubriendo; le gustaba La busca, novela de Baroja que siempre lo fascinó: y —esto si compartido— nuestro interés por las hazañas escatológicas y coprolálicas de los héroes rabelaisianos. Era un lector que se divertía a mares con Gargantúa y Pantagruel.
28 de diciembre de 1973, Día de los Inocentes... (Nunca mejor dicho). Estoy en una dársena del puerto de Valparaíso; he ido a dejar a mi familia que se embarca para Francia. Desde la alta cubierta de un barco, el Rossini, Gonzalo Milán me hace señas. Saldrá por el Pacifico, bajará en Panamá, residirá por algún tiempo en Costa Rica. Coincidencia curiosa la de este encuentro-desencuentro.
Seattle, 1975 o 1976, tres o cuatro de la mañana: el teléfono suena estrepitosamente. En ese tiempo, uno temblaba ante cualquier llamada que siempre podía traer lo peor. Descuelgo; hay un largo silencio. —Hola, qué tal — escucho. Otro largo silencio. Junto cabos, es sin duda la voz de Gonzalo llamando desde muy lejos, tal vez desde el extremo este de Canadá. Por algunos meses, estos largos silencios telefónicos se repetirían, de seguro con fuerte cargo contra las magras finanzas del poeta. Una vez, para sentir menos el paso y el peso del "taxímetro", le pregunté por un colega que sabía trabajaba con él en su universidad. — ¿Qué te parece el tipo?— le pregunté. (Largo silencio). Luego, la respuesta: —Bueno (me dijo) es un poco apajaronado. Sorprendido por el terminacho, insisto: —¿Qué quieres decir con apajaronado? De nuevo, prolongado, larguísimo silencio: —Bueno, me responde: pues, apajaronado. Ante tan contundente aclaración, yo también opto por callar.
Fue en Nueva York, probablemente, donde más pudimos hablar. "Hablar", como ya se ha visto, era una hipérbole rayana en lo imposible cuando se trataba de Gonzalo. Pero, sí, esa vez, compartimos dos o tres días en el departamento de Jaime Giordano, situado en la Calle 106, entre Broadway y Amsterdam. A Gonzalo le habían recomendado no beber, cosa que, para mi sorpresa, acataba con máximo rigor. Para no crear relaciones asimétricas, yo también lo imité. Me habló de Holanda, donde había estado recientemente: más que de museos, me habló de calles, de casas y ventanas. Parecía haber hallado allí otra forma de civilización. Andando por Manhattan, me contó dos detalles muy reveladores, que encajan perfectamente con su ojo de poeta perspicaz. La noción de burbuja lo obsesionaba: para él, era algo entre la metafísica de la existencia humana y la ciencia ficción. El otro detalle era de orden diferente. Había escondido en su casa a un miembro del GAP en los días siguientes al golpe militar. Contra el fondo de los animales del zoológico que rugían de hambre, y frente a la angustia del hombre perseguido, Gonzalo observó que este no dejaba de desmigajar el pan en un gesto inconsciente del pulgar. "No paraba de hacerlo", me dijo. Las migas y la burbuja son figuras frecuentes en muchos de sus poemas.
Desde su vuelta al país, nuestra comunicación raleó. El estaba allá, yo andaba por otros lados. El silencio se extremó, si es que eso aún era posible. Solo me acuerdo de que me pidió un prólogo para una antología que tenia en mente, proyecto que al parecer no cuajó. Años después supe de su enfermedad y de su trágico fin.
Para quienes no tuvieron la suerte de conocer al poeta de Relación personal, de La ciudad, de Vida y de otros tantos libros, Gonzalo Millán quedará en las espléndidas imágenes finales del documental de Patricio Guzmán, El caso P... El poeta busca ahí conjurar un país en ruinas, resucitando la utopía de un tiempo ya ido. Es un alto testimonio poético que da cuenta de la catástrofe con grandeza y con auténtica profundidad emocional. La presencia y la voz de Gonzalo están ahí, vivas, hechas del silencio que supo construir con inflexible lucidez. Es la semilla interior de toda su poesía.