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Una mirada distinta sobre Gabriela Mistral

Por Leila Guerriero

Publicado en Crónica Chillán, 7 de diciembre de 2014


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En el prólogo de la nueva edición de “Desolación” publicada por ediciones UDP, la escritora argentina Leila Guerriero traza un completo perfil de poetisa nacional ganadora del premio Nobel.

Mistral en siete instantes

¿Por qué escogió llamarse como un viento? ¿Fue o no abusada cuando niña? ¿Qué escribió de ella, en el libro de clases, una profesora? ¿Cómo se enteró del Nobel? ¿Cuánto fumó? ¿Cuánto amó? Las respuesta a estas preguntas —y a muchas otras— están en “Hazte olvidar", el prólogo escrito por Leila Guerriero a la nueva edición de “Desolación" publicado por Ediciones UDP, del cual se presenta este fragmento.


EN EL NOMBRE DE MISTRAL

Podría empezar así: podría empezar diciendo que hay, en el planeta, pocos vientos amargos —vientos de las brujas, vientos locos— capaces de producir trastornos en el ánimo: euforias, depresiones, alteraciones enigmáticas. El mistral, un viento del sur de Francia, frío y violento, es, al parecer, uno de ellos.

Podría empezar así.

Pero el origen del nombre —Mistral, Mistral— es, como tantas otras cosas, confuso. La leyenda repite —repite, repite— que fue por el poeta Frédéric Mistral. La entrada de Wikipedia de Frédéric Mistral, de hecho, asegura que "Su apellido fue tomado por la escritora chilena Gabriela Mistral como seudónimo". Sólo que ella, a veces, decía otra cosa: "Mucho se ha dicho sobre mi seudónimo —puede leerse en Vivir y escribir. Prosas autobiográficas (Ediciones Universidad Diego Portales, 2013)— (...) Cuando recién comenzaba a escribir unas prosas muy malas en el periódico de mi pueblo, firmaba simplemente 'Y' (...) Yo he adorado siempre el viento (...). Es curioso, pero el viento me produce el mismo efecto que a los borrachos el vino, y después de este baño me siento mejor. Estoy contenta, todo me llama a la risa y hago versos. Se me ocurrió así buscar un nombre de viento que pudiera ser de persona y encontré el mistral y lo adopté agregándole aquella 'Y' primitiva con lo que quedó Mistraly, luego tiré la 'Y' y dejaba el nombre actual. Una vez tuve que mentir sobre este punto (...). En aquella ocasión visitaba con otras personalidades de las Sociedad de las Naciones al Presidente de Francia (...) Durante el almuerzo me interrogó si mi nombre lo había adoptado por Federico Mistral, a lo que respondí que sí porque en aquel momento no era posible responder otra cosa".

La pequeña mentira —justificada como un rasgo de buena educación— genera una leyenda indestructible que nadie, ni ella, se preocupa por destruir.

Será un gesto repetido.

¿VIOLACIÓN?

"La violación sufrida cuando niña almacenó en su inconsciente todas las pruebas de que en cualquier momento el mundo, es decir el hombre, podría agredirla en forma salvaje", escribió Volodia Teitelboim, sin citar ninguna fuente, en su libro Gabriela Mistral Pública y secreta (1991). En Gabriela Mistral, Rebelde magnífica (1957), Matilde Ladrón de Guevara, la escritora chilena que la frecuentó a menudo en su casa de Rapallo, en Italia, transcribe esta suerte de confesión a destiempo: "Hermana, mucho se me ha criticado, sobre todo un señor chileno que escribió un libro contra mí, Raúl Silva Castro. Fustiga mi poesía, dice que evoco siempre sangre, entrañas, y que no temo exhibir mis pasiones y sentimientos al desnudo. Pero ese crítico tendría que conocer mi vida para censurar acremente ciertas expresiones, o... bueno, existe una razón, una razón muy poderosa (...) Era un mocetón que visitaba la casa, parece que lo consideraban de la familia y, como yo era una niña desarrollada, un día que me encontró sola, se le desataron instintos bestiales. Fue horrible, parece que lo veo (...) Entonces, Matilde, me pareció todo terminado, la vida misma, todo". En la entrevista de 2002 publicada en revista "Sábado", Doris Dana dijo, cuando la periodista le preguntó si Gabriela Mistral había sufrido abuso, "Nunca he oído algo así de ella".

"Fui dichosa hasta que salí de Montegrande, y ya no lo fui nunca más", le dijo a Matilde Ladrón de Guevara. ¿Dichosa? ¿Habiendo sucedido eso?


LA ACUSACIÓN

Si en La Unión —o en Montegrande— sucedió aquel asunto, en Vicuña fue el episodio del robo. Adelaida Olivares, la directora del colegio a quien ella sumisamente servía de cicerone debido a la pésima vista de la mujer, le pagó esos favores con traición acusándola —injustamente y delante de todos sus compañeros— de haber robado útiles escolares. Ese día, al salir de clases, un grupo de alumnas la corrió a pedradas para repudiarla. "Doña Adelaida Olivares me expulsó de la escuela, estampando en el libro de alumnas la única anotación que existe sobre mi vida escolar: 'débil mental'", escribiría después, y recordaría que, muchos años más tarde, en 1938 y durante un paseo por Vicuña en uno de sus escasos regresos a Chile, se topó con un cortejo fúnebre y se sintió impulsada a seguirlo. "A los pocos minutos me encontré dentro de la iglesia, junto al catafalco. Alguien me pasó unas flores. '¿Para qué?', pregunté. 'Para la muerta. Usted fue una de sus alumnas más queridas'. '¿Quién es ella?', volví a interrogar. 'Adelaida Olivares. ¿No la recuerda acaso?". 'Claro que la recuerdo, respondí, yo nunca olvido'".


CURANDERA

"Cuando hacía clases en Temuco actué de curandera. Una mujer del pueblo venía todos los días a verme y se quedaba oyéndome hablarle a la gente. Cuando volvía a su casa, los suyos le preguntaban a qué venía eso de tener que verme a diario. Y ella decía: 'Me hace bien verla'. Estaba enferma. Cuando lo supe, me dediqué a curarla, le daba yerbas y se sentía recuperada. Cuando me fui de Temuco y el tren echó a correr, la mujer gritaba detrás del tren: 'Se va mi medicina...", le dijo a Santiago del Campo en 1953.

El erotismo invasor y pоtente de la medicina recorría sus cartas: preguntaba por dolencias ajenas, recetaba yuyos, enumeraba las dolencias propias: diabetes, ceguera temporaria, ciática cuarentañera, problemas en el corazón, mal del hígado, dolores de estómago y de cabeza. "Yo sigo naturalmente inquieto por ti. A causa de ese daño del corazón y también de la infección. Y de esa mano mía que tiembla en ti. Y de la fiebre. Es cosa muy mala la fiebre, vida. (...) Comprende bien, vida mía: el avión daña mucho el corazón", le escribió a Doris Dana.

El pintor chileno Roberto Matta le contó a Volodia Teitelboim que en 1935, cuando llegó sin un centavo a Lisboa recién salido de Chile, fue al consulado donde lo recibió Mistral que, al verlo en un estado calamitoso, lo hizo pasar y le preparó la tina para que tomara un baño: "Venía tan desnutrido —escribió Teitelboim— que el contacto del agua caliente lo hizo desmayarse. Extrañada por la demora, ella vino a averiguar si todo estaba en orden. Como no hubo respuesta a su discreto golpeteo en la puerta, la entreabrió y vio al muchacho desvanecido (...). Lo despertó como pudo de su vahído. El cuenta —tal vez no sea cierto— que, eróticamente asombrado como ante la aparición de Venus, le tendió los brazos al cuello y acto seguido le propuso matrimonio. Desde luego, la consulesa en Lisboa rechazó amablemente la inopinada petición de mano."


EL NOBEL POR RADIO

"Estaba sola en Petrópolis, en mi cuarto de hotel" —le dijo a Matilde Ladrón de Guevara— "(...) cuando se hizo el anuncio que me aturdió y que yo no esperaba. Caí de rodillas frente al crucifijo de mi madre, que siempre me acompaña, y bañada en lágrimas oré: '¡Jesucristo, haz merecedora de tan alto lauro a esta humilde hija!". Pero en esa época vivía la espantosa tragedia de mi Yin, y estaba al margen de la vida. Todo me era indiferente. Aun esto". En noviembre de 1945, Gabriela Mistral se enteró por radio de que le habían dado el Premio Nobel de Literatura. Era la segunda mujer y la primera persona latinoamericana en recibirlo. Marchó a Suecia en diciembre y fue a la ceremonia enfundada en un vestido negro de terciopelo que compró allá, el mismo, dicen, con que la vistieron en su funeral. En el discurso de aceptación, muy corto, dijo: “Hoy Suecia se vuelve hacia la lejana América íbera para honrarla en uno de los muchos trabajos de su cultura. El espíritu universalista de Alfredo Nobel estaría contento de incluir en el radio de su obra protectora de la vida cultural al hemisferio sur del Continente Americano tan poco y tan mal conocido". El gobierno de Chile la invitó a ir a su país y ella declinó: "Sé que sólo veré hoteles y casas de señoras. No el paisaje, no los pastos cuyos nombres me faltan, no las cosechas, no la cordillera a la cual no puedo subir, no a los indios, no mi Patagonia querida, no las minas de carbón, no el desierto de sal. El chileno ve siempre en la negativa una excusa o una hostilidad, y yo tengo allá demasiados seres que me odian, una verdadera riqueza de antipatías sin causa".


PARTIR EL PAN, COMER UVAS

"Hay en Chile, amigo mío, una tal pasión de lujo y mundanidad que me asusta desde hace años (...). Al saludarles me doy cuenta que mi traza es como la de una cocinera de aldea frente a esas joyas, esas sedas y esos terciopelos (...) He entendido muy tarde el desprecio que tuvo mi país de mí, mujer mal vestida", le escribió en 1951 a Eduardo Frei Montalva.

"Yo sigo hablando mi español con el canturreo del Valle de Elqui; yo no puedo llevar otros ojos que los que me regó la luz del Valle de Elqui (...); yo sigo alimentándome cada vez que me libero del hotel odioso y de la pensión fea de las mismas cosas que me hicieron el paladar en el sentido teológico de la sal en el bautismo y estoy segura que se me han quedado casi puros gestos de allá; la manera de partir el pan, de comer las uvas (...), de llevar la cabeza como las personas criadas con poco cielo encima y la emoción fuerte cuando me reencuentro con el mar, que es la de aquellos que no lo han tenido y escucharon hablar de él siempre como un prodigio", escribió.

Había empezado en 1940 un largo poema, Poema de Chile, que no publicaría antes de morir.


EL FINAL

La casa de Long Island, en el pueblo de Greenvale, donde vivió los últimos años, era, según el periodista Sebastián del Campo, una casa con "un amplio hall, dispuesto con evidente anarquía en los muebles y en los adornos: junto a un cuadro de Chagall, se divisa en el suelo un perro de porcelana; frente a dos sillones de madera negra, se extiende un largo sofá de tapiz verde. A un costado, un busto reciente de Gabriela, modelado por la escultora boliviana Marina Núñez de Prado. En una pared, libros, que continúan en otra habitación más pequeña. Los muebles son cómodos, rodeados de mesitas bajas. Abundan los ceniceros: Gabriela fuma sin detenerse". El 14 de noviembre de 1956 a las nueve de la noche Gabriela Mistral tuvo en esa casa un vómito de sangre. Doris Dana estaba con ella y la llevó al hospital de Hampstead, donde le diagnosticaron cáncer de páncreas. Murió casi dos meses después, el 10 de enero de 1957. Su cuerpo embalsamado llegó a Chile el 19. Se decretaron tres días de duelo, enviaron condolencias los gobiernos de toda América Latina, de los Estados Unidos, de la Unión Soviética. Fue velada en la casa central de la Universidad de Chile. La fila de los que esperaban para verla rebosaba la Alameda. La enterraron en Montegrande, a su pedido.

 



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