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Encargos a un Bibliotecario

Gabriela Mistral
(1952)




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Le he mandado esos libros, amigo de mi pueblo a quien no conozco y cuyo nombre tampoco sé. Alguien va a manejar esos rimeros de obras. Por ser de mi ciudad y por manejar libros será un poco o un mucho mi amigo. El que yo no haya visto nunca la cara de usted no me ataja la familiaridad y el hecho amable de que pongo en sus manos libros que yo leí, me desata la confianza. Yo también he manejado minúsculas, pequeñas o medianas bibliotecas, en mis paraderos o posadas escolares o no escolares de Los Andes, de Antofagasta, de Santiago, de México, de París. Cargo una experiencia ni grande ni banal en este comercio moral, que he amado mucho. Se la doy en porciones de homeopatía, llevada más por el cariño que por la sapiencia docente que nunca tuve, talvez por saber siempre que no hice docencia alguna... Como la biblioteca es magra y la ciudad pequeña, de caberme en los ojos todavía, estos consejos parecen caseros...

Me gustaría que usted, mozo o niña, fuese joven. He visto muchas personas de edad provecta aburrirse y aburrir al público tan digno de simpatía tierna, que va a las bibliotecas populares. Mejor serviría nuestros intereses una persona de poca ciencia y alerta y fervorosa, que un letrado local, gruñón o enfurruñado. Un puesto es cosa de Gracia y se parece a los puestos de flores y de aves finas: repugna de los vejestorios y pide servicio alegre.

A usted le llegarán al comienzo muchos clientes. No se deslumbre: serán los novedosos que caen sobre cualquier ensayo y que no van sino "a dar fe" de lo ocurrido. Usted sabrá pronto cuáles afincan en la casa de libros. Algunos de ésos serán los que como yo en mis pobrecitos años adolescentes llevan un apetito rabioso de leer y tienen cerradas las vitrinas de las librerías, por muy abiertas que se vean, a causa de la bolsa vacía, o han hallado seca la mano de los señorones dueños de bibliotecas que no leen y que cuidan celosamente como a ídolos servidos y no amados...

Le recomiendo atender a esta tribu especial de ávidos a la cual no alcanza, en las ciudades chicas la munificencia fiscal...

Irán niños y niñas a mariposear en su mesa. Es pena que los libros infantiles mejor ilustrados que le llegarán sean ingleses. No se ha escrito ni mucho ni bueno en nuestra lengua para los niños; pero va cuanto he encontrado en español. Algún buen bachiller o turista de paso habrá que quiera cumplir la hazaña poco usada por adultos, de ir algunas veces a traducir a los niñitos elquinos algunas de esas fábulas o canciones inglesas y yanquis. Dios les pague la bonita ocurrencia. Leer a los niños les tendrá unas horas la garganta en fiesta y el ánimo ligero.

Tenga usted cuidado con cierta tontería universal que so-capa de moralismo bobo o de utilitarismo fenicio, aparta a las criaturas del cuento y de la poesía, porque vuelven perversa la imaginación. Los tipos humanos más repulsivos o cretinos que me he cruzado en este mundo fueron siempre anti-imaginativos, casta de yesca o piedra pómez, ásperos de alma a fuerza de sequía espiritual y malos por consecuencia de sus infancias de duna pelada. Acuérdese también un poco de que hay en Chile una honra imaginativa que crear y que en los pueblos calvos de fantasía aparecen tarde y son malqueridos, dos tipos de hombres que vuelven el planeta fosforescente: los San Franciscos cantadores y los héroes todos, gente de fantasía caudalosa a más no poder. Haga usted leer cuentos, aunque mucho rezonguen los maestros. La biblioteca que ellos miran como la duplicación de su tarima, su pupitre y su sermón, a mí me parece un reverso de esos adminículos ilustres... El oficio suyo es el de aliviar, descargar y recrear niños de cara embrutecida y ojos secos, celebre o no celebre el maestro el menester de usted. Déjese decir necedades o malascriadeces que estará bien pagado con su certidumbre de encantar con libro como otros empedernecen con lo mismo.

La Biblioteca, como cualquier [cosa humana], es un ambiente o no es nada. Digo un ambiente para nombrar esos sitios en que se está activo y dulce, donde agrada hallarse, hacer algo, decir y escuchar, donde las cosas se sienten casi personas y los seres familia. He estado en bibliotecas de las de mucho encerado, muchos visillos, buenas lámparas y mejores ficheros y mesas, pero a donde no llovía la Gracia, esa Gracia sin la cual no hay habitación ni empresa ligera. El manadero de ese ambiente será en primer lugar usted, pero luego algunas pocas cosas sobrias y bellas de ver. Nada de pretensiones: los muchos muebles estorban comiéndose espacio; la luz no daña sino a los melindrosos, los estantes mientras más llanos más aplicados a su fin, y las flores abundantes empalagan y pocas y bien sentadas en dos o tres floreros, se vuelven ángeles personales... Para piso el ladrillo nuevo está bien, el linóleum mejor, la madera lustrada excelente; alfombras y esteras de las nuestras pesan de polvo a los tres días y hierven de animalejos en ese clima cálido.

El bibliotecario sabe conversar o no sabe nada. Cuando digo conversar digo referir a los niños y agradar a los grandes. Nuestra habla genuina es graciosa cuando se queda en rural; se vuelve cursi e insufrible cuando se bachilleriza, y vuelve a su hermosura en los muy cultos. (Acordarse de D. Julio Vicuña Cifuentes o de Magallanes Moure). La gravedad capitalina no nos da leño ni herrumbre y del primarismo envalentonado tenemos no sé qué asco. Si usted embelesa a los niños y retiene a los grandes, la cosa va a las mil maravillas.

La Biblioteca ha de estar abierta en especial las tardes del sábado y del domingo: no se estorba a los cultos y se aprovecha a la gente de trabajo. Varios libros se destinan a obreros, en asuntos de industria, de crianza de animales y de huerto. No bastan y es preciso que les mande más.

Será buenísimo oír lo que los parroquianos piden y cuando coinciden en la elección darles gusto encargándome lo que ellos quieren. Siempre que no sean novelerías bobas, Invernizios y Pérez Escrich, que todavía son buscadas estas sandias personas en los catálogos.

Recuerdo a la paciencia y a la cordialidad antes que al talento en este negocio de usted. Me acuerdo, ¡ay! de nuestras y nuestros malgeniosos... El mestizo americano y más el indio posee la preciosa virtud, primera entre todas para mí; el blanco mientras más español, más tomado de cóleras rápidas. Tenga usted paciencia con niños que vayan y pintan libros, con señores que los llevan y no los devuelven y con todos que no saben cogerlos y los desgobiernan en meses de uso. Mano primorosa la tenemos para bordado y afeites y nos falta en el trato de los objetos que... no cuestan dinero. El criollo cree eso, que el libro como la lluvia o el aire no se compró y no pide miramientos. Enséñeles usted, con malicia cortés que eso cuesta y no poco, que lo estropeado se devuelve compuesto y lo destruido se cambia por nuevo...

Preciosos días largos tenemos en mi tierra: se puede leer sin ampolleta mata-ojos y sin lámpara hedionda de petróleo hasta las seis en diez meses del año. Pienso en esa hermosura mientras le escribo con luz artificial a las cuatro y media de la tarde, porque llueve y no tenemos sol hace unos tres meses. Bueno sería que algunas maestras de las no burguesitas (poltronas) saliesen a las afueras verdes de mi Vicuña, por esos caminos de sauces y esos grupos de eucaliptos que decimos gomeros, a leer al aire libre. Yo sé que el campo distrae... al distraído, pero no leo yo de otro modo en las tierras solares que Dios me ha dado, desde Elqui hasta Oaxaca y Santurce...

Hay que empastar los libros que quedaron a la rústica. Libro sin tapas duras, mejor no prestarlo: en nuestras manos de fuego -yo diría de barda de alambres, duran días.

Si usted no vela muchísimo su pila de libros, desaparecerá pronto y no por latrocinio sino por el tremendo menosprecio que allá tenemos de la mercancía preciosa del libro que no es dura como el anillo de oro o el mate de plata... Este qué me importa a mí respecto del libro, ese tirarlo a lo matón sobre las mesas, ese chasquearlo dejándolo abierto y de bruces; ese manejarlo como a los aperos de mulas, ese hojearlo a lo arriero y a lo peón, ese tomarlo por servilleta y hacerlo una lástima por manos sudadas o entintadas, me duelen en el corazón como unas pequeñas villanías en las que se expresa toda nuestra brusquedad y nuestro desenfado y muestra...carnalidad. Carnalidad es en buenas cuentas dejar las marcas feas de nosotros en cuanto se nos allega, en cuanto "aferramos" y no tomamos.

La vieja maestra está viendo mientras escribe estos reproches la cara de los bancos y mesas escolares, mordida a uña, cortaplumas, lija y cuanto se puede, atropellada en su lindo barniz por tinta, tiza, acuarelas y lo que Dios consiente...¡Por Dios! nunca nos enseñaron que la decencia no se prueba en miriñaques y blondas de blusa ni en la media de seda ni siquiera en el llevar sombrero sino en que cuanto nos rodea tiene que ver con nosotros en casa, escuela, templo, club, etc., sean bloque con nuestro propio cuerpo por el decoro y el cuido cotidiano. En nuestros pueblos se puede decir hasta "elegante" sin decir "limpio" y se dice "compuesto" sin decir lavado o pulido; y hasta cuando se habla de "buen perfume" hay que averiguar si hay jabón por debajo de aquella agua de colonia...

Perdone esta salida de tema: el recuerdo de los libros sebosos y apanterados de manchas me ha hecho rebalsarlo...

Cuando imagino servicios mayores o menudos que hay que prestar en nuestra América, siempre les doy el patrono criollo correspondiente. Al de bibliotecario popular le adjudico los nombres, para mí muy amados, del Sarmiento, argentino, y del Martí cubano, hombres de temperamento populista y de verbo familiar, los mejores modelos para el criollo nuestro que debe tratar pueblo, enseñar y corregir pueblo. Hay otros patronos más inmediatos que adoptar: el D. Julio Vicuña, folklorista, y por añadidura, criatura coquimbana, o uno más próximo aun, la maestra rural que ama niño y campesino y sabe atraerlos y narrar por ciencia natural: mi hermana era de ésas y de ella tengo yo hasta la vejez la pasión de oír fábula y de devolverla...




 



 

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