Toda aproximación al mundo poético de un gran escritor puede realizarse por varias vías. Sería así posible penetrar en el espíritu de la poesía de Gabriela Mistral siguiendo el más transitado de los caminos: el de los versos simples, infantiles, inspirados en un sentimiento maternal de la criatura humana y aun de las cosas del cosmos, como lo hiciera, por ejemplo, Paul Valéry, cuando escribió el ensayo que sirve de prólogo a una de las ediciones francesas de los versos de nuestra poetisa. "Esta mujer canta a los niños como nadie lo había hecho antes de ella. Mientras tantos poetas han exaltado, celebrado, maldecido o invocado a la muerte, o edificado, ahondado, divinizado la pasión del amor, pocos hay que parezcan haber meditado en el hecho trascendente por excelencia, la producción del ser vivo por el ser vivo. Hay, en particular, en la íntima confrontación de una madre con su hijo —ese gran tema explotado sobre todo por la antigua pintura religiosa—, un poder de sensibilidad ilimitada, que puede alcanzar a un paroxismo de ternura casi salvaje, de tal. manera es exclusivo y celoso. El extremo de este sentimiento no tiene los recursos del amor ..."[1].
Naturalmente, Gabriela Mistral era eso y algo más en su poesía de tan variados acentos. Fue también la poetisa de una ardiente pasión y, si la pasión hace posible un conocimiento que no podría haber sido conquistado sin ella, forzoso es reconocer que ella poseía una visión personal del mundo, dentro de la cual cada objeto, cada palabra, cada gesto del lenguaje encarnan un valor
único que llega hasta nosotros como una revelación auténtica. Hay creaciones artísticas que surgen de una identificación de ser, obra y vida. En tales casos, llega el espíritu creador, por medio de su obra, a una suerte de lucidez apasionada. Así sucedía con Gabriela Mistral.
En su crecimiento desordenado y casi solitario, se desarrolló a través de unas cuantas actitudes iniciales formadoras, desde las cuales fue expresándose, descubriéndose y descubriendo en ella su propio mundo. En todo gran espíritu actúa una poderosa necesidad de exploración de lo humano que hace de la vida entera un continuo viaje, cuyo sentido no viene a revelarse plenamente sino en el instante final. Pareció haber en la vida de Gabriela Mistral un destino ambulatorio y, sin embargo, bien pocas existencias, en su significación más profunda, habrán sido menos peregrinas ni más fieles a dos o tres temas constantes. En su experiencia y en su poesía nos hallamos como ante un largo alumbramiento de algo que en los poemas de su madurez nos es transmitido con más hondura y evidencia que en sus obras juveniles.
La profundidad del conocimiento poético no es, por cierto, de la misma naturaleza que la profundidad del pensamiento filosófico. La visión del poeta arranca mucho más directamente de la existencia misma. De ahí sus contradicciones y de ahí también su verdad existencial. Si nos preguntamos por la revelación del mundo que la poesía de Gabriela Mistral nos entrega, no es aventurado sostener que nuestra autora pertenece a una vieja estirpe española que se da en la capacidad de intuición de lo real a través de lo sensible, casi sin intermedios intelectivos, y que se desprende tal vez de una entrañable experiencia de la soledad. En la poesía de Tala, por ejemplo, llega Gabriela Mistral a una hondura teresiana —que podría ser también de Zurbarán o de Sánchez Cotán, entre los pintores—, expresada en forma parca y cortante, como para mostrar la forma y el interior de las cosas y la intimidad de la experiencia cotidiana con precisión de cirugía metafísica. El hecho no es raro en la historia de la literatura española, tan rica en substanciales intuiciones ontológicas que descubren algo de la naturaleza última de la realidad con sólo mostrar a los seres inmediatos y develar el rostro antes no visto de su familiar fisonomía. El espíritu español ha solido espontáneamente aplicar un método fenomenológico de empirismo integral, para el cual toda experiencia, aun aquella que parecía baladí, tiene un contenido trascendente, si es llevada hasta el fin. Así aparecen, realmente vividas y vistas, en la poesía de Gabriela Mistral las substancias más próximas. "No hay poema en el cual la substancia de las cosas no esté presente", dice Valéry, cuando hace notar la rara intimidad con la materia que expresa la obra de la poetisa. Recuérdense los poemas Pan, Sal, Agua, Cascada en sequedad, El aire, en Tala. Mas no es propiamente una penetración en la materia la que realiza Gabriela Mistral en estos versos sino un ahondamiento en la experiencia humana de las cosas físicas. El hombre está vinculado a la materialidad de las cosas y su vida es allí cantada como un juego entre el alma y el mundo, que se compenetran sin confundirse, enlazados y tiernos. La materia en la poesía de Gabriela tiene alma e idioma y habla con el lenguaje de la infancia o con el verbo de la pasión. Las diversas esferas de la realidad están aquí bien delimitadas, pero, aún sin fundirse, se abrazan los mundos y el alma, en expansión creadora, se derrama desde su centro y envuelve a las cosas minerales y vivas, palpándolas hasta sentirse a sí misma en ellas, sin deformarlas ni desnaturalizarlas, descubriéndose en ese ser extraño.
No es difícil seguir las consecuencias de esa actitud en un poema como Pan. De pronto, el pan le parece "nuevo o como no visto" y, sin embargo, otra cosa que él no la ha alimentado. La mujer reconoce al pan con su cuerpo y con su cuerpo el pan la reconoce y en la casa toda llena por el olor y por la vista del pan abierto en un plato, se le revela el pan universal, la materia humanizada, pan de Coquimbo, pan de Oaxaca, que en sus infancias tenía forma de sol, de pez o de halo y que olvidó después, hasta que, descubriéndolo de nuevo, encuentra en él a sus amigos muertos, a los amigos con quienes lo comía en otros valles. Es otro y es el que comimos. Y en el silencio de la casa se quedan ella y el pan solos, hasta que seamos otra vez uno y nuestro día haya acabado ... ¿En dónde reside el misterio de un pan lleno de alma si no en su humanización entrañable?
El pan, el agua, la sal, el aire, la luz, las alondras, la montaña, las frutas, el fuego, la casa, la tierra son, entre muchos otros, los testimonios de un alma que llega a un deleite puro en el contacto con las cosas más simples, esas mismas cosas que poseen algo de santo por la ternura humana que palpita en ellas.
Todo nuestro mundo se nos entrega humanizado en la poesía de Gabriela Mistral, en virtud de un impulso de apropiación que tiene algo de bárbaro y de religioso. No es extraño, entonces, que una poesía como ésta, construida con disciplinas y rigores, pudiera volverse con entera naturalidad hacia los motivos de la niñez. Una maternidad descubridora de mundos abrasa en ella a un universo vivo, concreto y real, presente en el ser de cada criatura física. Es ésta una poesía de realismo acérrimo que tiende siempre hacia las cosas sensibles aun para crear la imagen del mundo espiritual y para mostrar su vida.
Tala y Lagar son libros de sencillez difícil, de acendrada y difícil claridad. Los materiales primarios parecen haber sido reunidos sin gran elaboración intelectiva y sin interesarse por alcanzar las gracias habituales del ritmo. Hasta los giros verbales son en muchos casos sorprendentes, porque vienen de formas arcaicas o del habla popular americana. Sin embargo, en la profundidad de los versos hay una gracia dura, desaliñada y como de piedra, que cautiva con una suerte de magia. La barbarie de la visión suele convertirse en inocencia. En Desolación, podía verse ya cómo, a veces, con un lenguaje que en otros poetas habría parecido de mal gusto, el ardor de la pasión expresiva encendía las palabras y producía un efecto de grandeza. Más intensamente aún, en Tala y Lagar ciertos poemas desconciertan a la primera lectura, por una suerte de fealdad rara y no aprendida, diferente a todas las otras, que acaba por dar a la poesía un sabor de fruta ácida, su justo sabor. Por eso, si Desolación fue la obra de una juventud apasionada, estos otros libros son la expresión de una madurez que logró abrir sus pupilas con generoso desprendimiento.
La poetisa declaró alguna vez que en su poesía lo principal era siempre el ritmo y que el tema se le aparecía como secundario. El sentimiento de alucinación y desconsuelo que producen algunos de sus versos —como Muerte de mi madre— arranca directamente del ritmo de sus estrofas, que se quiebran y se cierran o se detienen en una súplica o en un jadeo de amargura extrema. Pero no pocas veces el ritmo también le permitía crear la dulce gracia tradicional, alada y armoniosa, como en tantos poemas semejantes a Riqueza o Dos ángeles.
"Tengo la dicha fiel
Y la dicha perdida:
La una como rosa,
La otra como espina ..." . . . . . . . . . . . . . . . . . (Riqueza).
"No tengo sólo un ángel
Con. ala estremecida:
Me mecen como al mar
Mecen las dos orillas
El Ángel que da el gozo
Y el que da la agonía,
El de alas tremolantes
Y el de las alas fijas". . . . . . . . . . . . . . . . . . (Dos ángeles).
Se daban a la vez en ella una gracia desequilibrada, seca y a veces angulosa, cuyos elementos son nuestras cordilleras, desiertos y pasiones, y la gracia mediterránea, que trabaja con materiales y ritmos suavizados por el arte. Con igual maestría cultivó Gabriela Mistral el tono mayor y el menor, pero aquél alcanzó en ella, casi sin retórica, una entonación americana pocas veces registrada en nuestra poesía. Sol del Trópico y El
maíz tienen un vigor y un fuego expresivo que parecen arrancados de las teogonías primitivas, cuyo acento de misterio sagrado recorre también estos versos litúrgicos.
* * *
Hubo en Gabriela Mistral coincidencia entre su obra y su vida. Nacida en un valle apretado que parece un rincón del trópico metido en nuestro clima, un trópico con aire del Mediterráneo, vivió su infancia en comunión con la tierra y aprendió allí unas verdades primarias que nunca perdió. En ese valle, que sintió siempre como su verdadera patria, fue asimilando una especie de América pequeña en la que mucho de la grande estaba representado: el trópico, con sus árboles y pájaros sorprendentes —recuérdese el poema Todas íbamos a ser reinas— y con la dulzura casi sin estaciones del año tibio; el clima suave que hace allí crecer las viñas que humanizan el paisaje de Elqui, trepando hasta media falda de las montañas y, en el fondo, detrás de huertos espesos como selvas, la Cordillera próxima, la imagen de nuestra madre dura, sobre las aldeas pobladas por vieja gente mestiza, muchas veces miserable. Allí vivió sus infancias y allí comenzó también su amargo ejercicio de soledad y de dolor. Cuando abandonó esa tierra para no volver nunca más sino por temporadas muy breves, se llevó en los ojos el encantamiento de su valle, que nunca dejó de ser una de las fuentes de su poesía. Vivió después al lado de la Cordillera, otra de sus pasiones de naturalista, y en la antigua Frontera de colinas boscosas y ondulados trigales, cerca de la selva secular y de los volcanes nevados. Su experiencia de la soledad halló más tarde su más justo paisaje en la Patagonia, que le inspiró el título de Desolación y muchos de los poemas de ese libro. Santiago fué para ella una ciudad extraña, que no llegó a conocer ni amar. Aun en su última visita a Chile miraba las calles con miedo de estudiante provinciana. Gabriela se sentía una montañesa, mezcla de india y vasca, una montañesa de cerros pobres. Decía que, como todos los montañeses, era porfiada y de pocas ideas, pero que esas pocas ideas que tenía eran carne y hueso suyos.
Poco después de los treinta años, se inició para ella el descubrimiento de América y desde el primer instante, en México, sintió su identidad afectiva con la naturaleza dura y exuberante y con las gentes humildes, con los indios y sus culturas. En cada país percibió sobre todo el alma de las materias fundamentales y de los seres más próximos a la tierra y esas cosas fueron las que cantó hasta el fin, con real deslumbramiento. Cada uno de nuestros países la sedujo por algo y cada uno le dio alguna cosa que enriqueció su poesía. Sólo así se explica que en su verso y su prosa surjan
con tanta naturalidad los mitos, los animales, las plantas, las piedras, las danzas y las tristezas del Nuevo Mundo. Por eso también mucho de esta América se expresa en sus ritmos estrangulados y mucho de la ternura apresada en sus gentes sale a luz en esta obra de raíces largas y profundas.
La vida de Gabriela Mistral nos muestra una vocación realizada en la cual se confunden el instinto y el espíritu. Tuvo una honda disciplina para vivir desde sí misma y hacia el mundo, para transformar en canción los impulsos oscuros de su naturaleza.
[1] Prefacio a Poemes Choisis, Ed. Stock, París, 1946.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Gabriela Mistral en su poesía
Por Luis Oyarzún
Publicado en ANALES DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE, N° 106 (1957)