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Relectura de la Mistral

Gonzalo Rojas
Publicado en Inti: Revista de literatura hispánica. Volume. Number 15, 1982

Ponencia en el Simposium «Literature, History and Culture in the Andean Countries», Marzo: 23-25, 1983. Austin, Texas.



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Con premio Nobel y todo y cierta vigencia de su prosa crecientemente rescatada y publicada a lo extenso de estos útimos cinco años en volúmenes caudalosos, es un hecho que -entre tanto originalismo y experimentalismo- Gabriela y sus Materias no están en la cresta de la gloria. Excluida del santoral de los fundadores por novecentista de esencias retardatarias, según la temprana excomunión de Anguita y Teitelboim en la Antología de la Poesía Chilena Nueva de 1935 y hoy mismo por telúrica y hasta por «crística», ya es tópico el desdén por su palabra. No; se ve que no. Que no es modelo de ninguna «mode» como no lo fue nunca, ni parece haber registrado la mutación de las vanguardias -de las estrellas, por fugaces, claro está-, y todavía se la aparta hacia la órbita del postmodernismo proscribiéndola del todo de la modernidad y la conciencia del lenguaje. Si, por ejemplo, aceptamos la imantación de cuatro grandes nombres o puntos cardinales en dos linear que se cortan hasta casi configurar una brújula: la línea en verticalidad de Huidobro - Paz (esos hiperlúcidos de la mayor modernidad) y esa otra, la transversal, que pasa por Vallejo y por Neruda como poetas de la Existencia, ¿dónde situar, hacia cuál de esos polos, a la autora de Tala y de Lagar y de ese poema de su Chile inconcluso y longilíneo, que dejó inédito y bárbaro? ¿Demasiado pathos, demasiada Desolación? - pienso en su primer libro del 22 impreso en New York por el Instituto de las Españas -: ¿desgarrón afectivo demasiado? ¿O mala suerte para la resonancia, y nada más? ¿Pero qué es por último eso? ¡Vigencia, resonancia!

Porque ahí anda intacta la Cuenta-Mundos en ese vislumbre de eternidad diciendo el vuelo de los pájaros, el pan, la sal, el muro, los instrumentos, las faenas, el rehallazgo: montañas, arenales, piedras.

Despojo, desollamiento. No insistir en lo muy sabido: ese «trauma primario de lo natural» del que parecemos estar transidos todos los poetas de nuestra América de abajo: «ese magma primordial en su más rudimentaria uniformidad desde donde el visionario dice su balbuceo; esos dominios imprecisos en los que van sucediéndose y configurándose lo físico, lo mineral, lo vegetal, lo inerte y lo sensible, lo viviente, lo instintivo de ritmos y de lavas, como si desde allí buscara forma, lentamente y desde lo oscuro, la materia original, y empezaran a producirse los primeros movimientos elementales; esas irritaciones rudimentarias de pesantez, densidad, tacto, humedad, penumbra, nebulosa germinal en el silencio todavia sin nombre». Coincido con eso cuando yo mismo le he dicho alguna vez al silencio:

Oh voz, única voz, todo el hueco del mar,
todo el hueco del mar no bastaría,
todo el hueco del cielo,
toda la cavidad de la hermosura
no bastaría para contenerte,
y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera,
oh majestad, tú nunca,
tú nunca cesarías de estar en todas partes,
porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,
porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,
y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.

Es como si el poeta ayudara a la materia a engendrarse, junto con engendrarse a sí mismo. Pensando acaso en esto llamó ella una vez al joven Neruda de las Residencias «un místico de la materia» por la coincidencia o consonancia con su propio sistema poético-teogónico, tan próximo a ciertas teogonias de los antiguos griegos que hablaban del cielo, de la tierra, de la ascendencia de dioses enlazados oscuramente a la raza de los hombres; y de las cosas-cosas:

miradas de nadie, sabidas
sólo de la tierra mágica...

Suelo oir y leer por ahí que la sacralización en vida deterioró el portento de su obra hasta el punto de que tanta ejemplaridad o representatividad pedagógica o americanista hizo huir a los lectores; y a los críticos huir. ¿Pero no será eso más bien una limitación de los unos y los otros, encandilados por tanto y tanto vanguardismo?

— «Los vanguardismos -dice Lihn con razón- pasaron, y ella se quedó organizando, puliendo, diversificando, enriqueciendo un lenguaje que no heredaría nadie». ¿Nadie?, pregunto yo. ¿Quién es nadie? ¿Algún poeta es nadie, esto es, alguno es único alguna vez? Pero está escrito que el poeta es un ser atrapado en una relación dialéctica (transferencia, repetición, error, comunicación) con otro u otros poetas, y esto es lo que hace la aproximación y hasta el vaivén en el registro de las adhesiones y rechazos.

Pertenezco a una generación que renegó de ella o por lo menos no la oyó. O no la supo oir, atenta como estaba esa promoción al gran juego de las mareas parisinas cuya resaca nos llegaba por las revistas Minotaure, la Révolution Surréaliste y otras. Estoy pensando en los que teníamos 20 años el 38 allá en Santiago de Chile, ese año sintomático y crítico, el de nuestro Frente Popular, un poco en la ola de Leon Blum y de Manuel Azaña. Cuando el 53 fui a dar a la Unesco de París con una de esas becas para escritores, Roger Caillois me preguntó por lo que prefería en ella y para mi vergüenza sólo pude atinar a responderle con algunas conjeturas. A contarle que el 48 me habia honrado con una carta celebratoria exaltando en mi palabra áspera lo que ella llamaba «la materia preciosa» de ese primer libro mío: La Miseria del Hombre. ¡Vaguedades mías inexcusables ante un lúcido como Caillois con un dominio incomparable lo mismo del pensamiento surrealista que del de la Mistral, a quien tradujo al francés como ninguno!

— No hay poema suyo en el cual la sustancia de las cosas no esté presente, dice Valéry, aludiendo no sólo a sus textos registrados con el designio de «Materias» en Tala: el pan, el agua, la sal, el aire, la luz, las alondras, las montañas, las frutas, el fuego, la casa, la Tierra, sino a las criaturas todas. Y ella, por su parte:

— «Andan en mi sangre disueltos los metales de mis cerros de Coquimbo y, escribiendo o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia: salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea prosa o verso.»

E insistiendo en el ensimismamiento prosigue así la sonámbula:

— «La poesía es en mí, sencillamente, un rezago, un sedimento de la infancia sumergida, y esta palabra que hago me lava de los polvos del mundo y hasta de no sé qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado del origen, pero acaso ese pecado no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano.»

El otro día en octubre -primavera de Chile del 82- fuimos con mi mujer por esos cerros que son también los míos tutelares. Fuimos ahí a nada, acaso únicamente tras el zumbido del principio. Pues ahí duermen al sol todos los Rojas del planeta, y los abuelos que enterramos -eso lo dice ella- van y vienen interviniendo, insuflándose en el aliento y las potencias nuestras hasta el punto de que no vivimos una sola hora sin ellos, y los nietos eufóricos no hacemos más que un relevo parcial de los viejos. ¡Disfrazados de locos!, agrego yo, para incluir en la genealogía al mismísimo Apollinaire.

Qué aire traslúcido el de Montegrande. Eso lo saben hasta los astrónomos que instalaron por ahí la estación internacional de Tololo conocida en el ancho mundo, desde donde juegan a mirar a las estrellas. No hay Himalaya comparable para eso.

— ¿Y la escuela donde creció esa niña? -pregunto yo- ¿Dónde está la escuela?
— Junto a la iglesia, entre el pimiento y la iglesia, «allicito»- nos dice una paisana octogenaria, a quien primero consulto en mi peregrinación a las fuentes.
— ¿Y usted la vio o supo de ella alguna vez?
— Yo no la «vide» nunca, pero me hablaron.
— ¿Qué le dijeron?
— Que le decían la «pava»; así le decían a la Lucila ésa; o Gabriela, como se puso ella después.
— ¿La «pava»?
— Sí, porque era una muchacha tan crecida con ese pañuelo de loca en la cabeza; que no hablaba con nadie ni miraba a nadie. A las puras piedras miraba. «Anoto en esta misma libretita:» 18 de octubre de 1982. Doña Bella Merino Paz dice que le decían la pava.

El sol nos quema hasta la asfixia encima de estos dos mil metros, 2500, que parecen cinco mil y pasamos rápido al otro lado del camino pedregoso. Ahí mismo está la tumba como ella lo quiso, y no en New York donde murió el 57: «Tal vez moriré haciéndome dormir, vuelta madre de mí misma». ¿Qué importa la feísima armazón de cemento y de mármol incrustado de latín o de oro; ese mal gusto tan chileno? ¿Qué importa ante tanta majestad? Allí duermen sus infancias frente al poderío de esos cerros que de veras «son cien montañas o son más». Adivinen qué había esa mañana sobre la tumba. ¿Flores? ¡Qué flores! ¡Ovejas! Ovejas y más ovejas a todo sol, que balaban.

Por mi parte me crié oyendo hablar de ella pero no como de una diosa sino por paisana de mi gente: los Pizarro Pizarro, los Rojas Villalón, unos Alvarez por ahi y unos de la Rivera que la trataron en Tongoy o en Tamaya, en Paihuano, en Limari, o en Cogoti o en Zorrilla: o más arriba en lo castizo de La Serena: gente mía que debió emigrar por la costa difícil desde Coquimbo a Arauco -recién entrado el siglo- a bordo del Guayacán, dejando aquellos huertos bíblicos por lo abierto y tormentoso del océano.

Así, casi simultáneas, empezarían a bajar hacia el sur en los días del Centenario las dos vetas de mi parentela en un trasbordo apresurado por mejorar de suerte con la manía ambulatoria de los chilenos. ¿Pero qué podrían con la lluvia y los ventarrones del golfo turbulento las hijas y los hijos del mismo valle mistraliano, perdida ahora la transparencia cálida del sol por la otra patria pequeña, áspera y estallante de Baldomero Lillo?

Piques de Milaneco y de la Amalia, de la Fortuna y Bocalebu, sólo yo me sé el horror de esos chiflones, insanos con sus puperías y sus fichas, el luto por el muerto, la viudez de mi madre, y ese invierno, ese invierno que no paraba nunca. Pero el carbón tenía que subir hasta la fundición cuprífera de Tamaya y el negocio era ése, José Pedro Urmeneta y compañía, de Coquimbo hasta Lebu, de Lebu hasta Coquimbo, leguas de agua, de aquí para allá, de allá para acá. Está escrito que la loca geografía no va con lo sedentario y exige recomenzarlo todo en el ejercicio nada idílico de unas marchas forzadas, como lo dijo ella en su Chile y la piedra. Cierto es que la clave primordial de sus visiones es la patria inmediata de la infancia como si en ella y desde ella se suspendiera el tiempo -«Errante y todo, soy una tradicionalista que sigue viviendo en el valle de Elqui de su infancia». Pero la cordillera viva que fue siempre Gabriela nos enseño la piedra fundadora como nadie. Así se lo dijo una vez a Alfonso Reyes, el mexicano de la región más transparente -«Esto de haberse rozado en la infancia con las rocas es algo muy trascendental.»

Así también -hallazgo y más hallazgo- viniera a entrar yo mismo en la materia porfiada y acida de las piedras el cuarenta y dos sin más impulso que el tirón de mi pasión, harto ya del Santiago-capital-de-no-sé-qué, como lo dije tantas veces.

Y harto además del opio viejo de esas mandragoras, más livianas de liviandad literaria que venenosas.

Algo tendría que ver en la búsqueda el llamado de los cerros donde anduvieron antes los otros. Rojas míos cateadores. Lo cierto es que la Sierra de Domeyko -y ya estamos entonces entrando pedregosos por Huasco Alto-, me acogió a tres mil metros como a un hijo: y yo que había andado andando tanto, buscando tanto poesía con locura en los libros, amor con locura. Dios con locura y libertad me encontré ahí de golpe con eso que era piedra y parto al mismo tiempo, fundamento o, por los menos, rescate de tantas cosas, y asfixia para respirar de veras, y mestizaje. Todo ello sin olvidar por un minuto el carbón original de mi roquerío suboceánico.

Soy mistraliano, ¿y qué? Y el mundo me ha hechizado a ella. Como a Quevedo me ha hechizado.

«Amo las cosas que nunca tuve
con las otras que ya no tengo».

Toco el aire tres veces para conjurar lo numinoso:

1) Creo en el parentesco entre las cosas todas, el largo parentesco.
2) Creo -dicha o desdicha- en que todo es mudanza para ser. Para ser y más ser, y en eso andamos los poetas. Tal vez por eso mismo no funcionemos bien en ningun negocio: ni del Este ni del Oeste. Y nuestro negocio único tenga que ser la libertad.
3) Creo en fin en el zumbido del Principio en cuanto mi diálogo es con el enigma que puede más que toda lucidez.

Todo crece con el ritmo. El alerce, por ejemplo; ese árbol previo al diluvio que únicamente germina en lo austral del Nuevo Extremo, y no muere. Casi no muere. ¿Saben cuánto es, en tiempo de reloj, lo que demora este moroso hasta llegar a ser en plenitud de árbol? ¡Dos mil quinientos años! Vivacidad como la suya, perseverancia en su ser spinozianamente hablando. A menudo hablo con ellos allá abajo en esos bosques del Reloncaví. Lo muy curioso, ¿sabían ustedes?, es que el alerce lo resiste todo como el poeta: las tormentas, el hambre. Y, aun bajo el cataclismo, algo perdura de él: «non omnis moriar» como dijo el viejo Horacio. No me moriré del todo.

Caso concreto, con la prueba científica que corresponde: hay un islote recién nacido que parece un gigantesco antifaz y que está situado en Bahía Foster al sur del sur de Chile. Emergió con la erupción de un volcán el 4 de diciembre de 1967 y vino al mundo, al cabo de no sé cuántos milenios de hundimiento, con un solo vestigio arbóreo impresionantemente intacto. El peritaje en Alemania dijo: alerce.

Tantas cosas, dirán mis oyentes, y ninguna. Me habría gustado mostrar desde el «neuma» vivo lo que me acerca y lo que me aleja del juego mistraliano, y vine a parar en esto del alerce por aquello del largo parentesco entre las cosas.

Para cerrar propongo un único ejercicio sin explicación alguna: el tratamiento del motivo de la piedra fundadora, en ella y en mí. Tratamiento que por cierto no es el de Darío en Lo Fatal:

- «y más la piedra dura porque ésa ya no siente.»

Acepten, quieran ustedes aceptar esta piedra de la Mistral y mía como parca contribución a este bello simposium sobre «LITERATURA Y CULTURA EN LOS PAÍSES ANDINOS». Ella dijo así:

ELOGIO

Las piedras arrodilladas, las piedras
que cabalgan y las que no quieren
voltearse nunca, como un corazón
demasiado rendido.

Las piedras que descansan de espaldas
como guerreros muertos y tienen sus llagas tapadas de puro
silencio, no de venda.

Las piedras que tienen los gestos esparcidos,
perdidos como hijos, en una
sierra la ceja y en el poyo un tobillo.

Las piedras que se acuerdan de su rostro junto y querrían
reunirlo, gesto a gesto algún día.

Las piedras amodorradas ricas de sueños, como la pimienta de
esencia, pesadas como el árbol de coyunturas, la piedra que
aprieta salvajemente su tesoro de sueño absoluto.

Las piedras arrodilladas, las piedras incorporadas,
las piedras que cabalgan, y
las que no quieren voltearse nunca, igual
que corazones demasiado rendidos.

Las piedras mudas, de tener el corazón más cargado de pasión
que sea dable y que por no despertar su almendra vertiginosa,
sólo por eso no se mueven.

Hasta ahí las líneas rituales.

Después de casi diez años volví a Chile como un Ulises más a su Itaca remota. Cada tarde salía en mi viejo automóvil a mirar la luz -ya ido el sol- Chillan de Chile adentro, hacia un paraje portentoso donde los dos sistemas cordilleranos, el de los Andes y el de la Costa se abrazan hasta casi juntarse en un abrazo de luz, la bóveda libérrima y altísima. Por contraste, lo que más me fascinaba en ese rehallazgo eran las piedras. Y había una que me llamaba como si fuera yo mismo. ¡La gente mía y yo en la cerrazón de ella! Salté desde lo hondo en un proyecto, cómo decirlo, de nacer: ¿hacia dónde? Y escribí casi ciego:

LA PIEDRA (inédito)

Por culpa de nadie habrá llorado esta piedra.

Habrá dormido en lo aciago de
su madre esta piedra precipicia
por linimiento cerebral al ritmo
de done vino llameada
y apagada, habrá visto
lo no visto con
los otros ojos de la música, y
así, con mansedrumbre, acostándose
en la fragilidad de lo informe, seca
la opaca habráse anoche sin
ruido de albatros contra la cerrazón
ido.

Vacilado no habrá por esta decisión
de la imperfección de su figura que por oscura no vio nunca nadie
porque nadie las ve nunca a esas piedras que son de nadie
en la excrecencia de una opacidad
que más bien las enfría ahí al tacto como nubes
neutras, amorfas, sin lo airoso
del mármol ni lo lujoso
de la turquesa, ¡tan ambiguas
si se quiere pero por eso mismo tan próximas!

No, vacilado no; habrá salido
por demás intacta con su traza ferruginosa
y celestial, le habrá a lo sumo dicho al árbol: - Adiós
árbol que me diste sombra; al río; - Adiós
río que hablaste por mí; lluvia, adiós,
que me mojaste. Adiós,
mariposa blanca.

Por culpa de nadie habrá llorado esta piedra.


 

 

 

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