Bajo las bóvedas de la Biblioteca Nacional, en años de dictadura, cuando faltaba más de una década para que Chile recibiese de Doris Atkinson el legado documental de Gabriela Mistral, Jaime Quezada recopiló, seleccionó y ordenó, con reservada pasión mistraliana, textos de nuestra poeta, hurgando en la compilación del padre Alfonso Escudero (Recados contando a Chile), en periódicos y revistas de Chile y de América, de 1921 a 1955, donde ella revela su pensamiento político. Producto de esa afanosa entrega intelectual, en 1994 vieron luz los Escritos Políticos que, felizmente, han sido recientemente reeditados.
No comentaré el prólogo de Quezada, que retrata con maestría a la “mujer ciudadana”, “hija de la democracia chilena”, pues merece ser leído como obra propia. De otro lado, en este comentario he optado por preferir las citas textuales de los escritos, para relevar el asombroso dominio de la lengua que distingue a Gabriela y también, para hurtarle parte de esos sentimientos, fuerza e ironía que yo no podría equiparar. A lo largo de sus escritos -son más de treinta años- ella incurre en contradicciones o cambios de opinión explicables en una mente libre que piensa y repiensa, pero hay también porfiadas insistencias en principios que forman el acervo axiológico de la Mistral y debiesen interesar, si no a los políticos de mera coyuntura, a quienquiera que le inquiete el destino de esta polis.
¿Cuál fue el ideario político de Gabriela Mistral? Desde luego, ella dice ser “el fenómeno de una mujer sin partido político” y “carente de manía política”. Es más, advierte a su amigo Aguirre Cerda que “su servidora no entiende de política”. Aun así, vuelca recurrentemente definiciones de sí misma que persisten en el tiempo, como aquella en que se confiesa “tradicionalista”, la cual se confirma en algunas de sus apreciaciones sobre el feminismo. También insiste en su “índole refractaria al extremismo político” que “no ha mudado” —dice en 1947— y por ello propone “aproximar a nuestros ácidos partidos políticos”. Cristiana fue siempre, pero, declara, “he anclado en el catolicismo después de años de dudas”. Y son sus “ideas sobre libertad religiosa” las que le “impiden aceptar el marxismo” y la distancian de la revolución bolchevique, una desafección que se agudiza con el advenimiento de Stalin y de “un nuevo imperio, el soviético” que la llevará a hablar de “la dictadura rusa aterrorizante”.
Igualmente, manifiesta, en 1936, hallarse “vedada” de ser prosélita “de un fascio de orden alemán y aún italiano”, aunque le sorprende cómo “el señor Mussolini y el señor Hitler” hacen “prosperar la oratoria tribunicia de orden más popular”. Ya entonces percibe que Europa es presa de totalitarismos, “bienes bizcos” que “aunque salgan de cunas clásico-cristianas, acaban en Gorgonaso en esperpentos”; y anota que aquellos no se limitan a Alemania, Italia y la Unión Soviética, sino que“la nuevaferia” ofrece otros modelos “y sus combinaciones”. Dichosa, proclama que la elección del Frente Popular en Chile es “una garantía contra los temporales sueltos que se llaman fascismo y comunismo”…aunque ese conglomerado lo integrase también el criollo partido de Elías Lafertte.Y volviendo sobre su inclinación natural a la moderación, dice anhelar del gobierno de Aguirre Cerda, “antes que una travesía famosa, un viaje sin tragedia y un barco en el que podamos ir todos, sin que la mitad del equipaje pida que se eche al mar la otra mitad”.
Con todo, si alguna causa sobresale y se mantiene vigente, a lo largo del tiempo en todos los mensajes mistralianos, es la justicia social, la cual arranca de la constatación de la pobreza y la desigualdad, principalmente en su país.Le duele “el pobrerío desnudo y descalzo que camina por las carreteras de Chile” y le aflige el “pueblo rural”, esa “clase que en Chile no tiene suelo, muro, mesa ni leche, que no posee sino luz y aire”. Para Gabriela, la pobreza no es aceptable como condición natural, sino que obedece a la estructura de clases de la sociedad. En 1931 expresa: “Entre los intereses de los capitalistas criollos y los intereses de los capitalistas extraños, desarrolla su vida entera la masa de un pueblo que no verifica estos arreglos y que solo los padece”. Por ello, enardece su ánimo que “en los embusteros discursos de las fiestas patrióticas, gritamos la concordia nacional”.
Es destacable que su crítica no solo apunta al “corazón encallecido y la mentalidad social egoistona de nuestra clase rica”, sino también, “hay que decirlo”, la clase media a la cual ella ahora pertenece, más específicamente la “mitad de la clase media santiaguina”, que es “un costado de la plutocracia”, distinta al sector pobre de las capas medias, que dice ser “una lonja superior del pueblo”. De esta diagnosis, la “hija de la democracia chilena” que nos recordaba Jaime Quezada tiñe toda su concepción demócrata con un enfoque social que trasciende la representación electoral y postula una “economía social justiciera que va aparejada con toda civilización realmente humana”. Para “aminorar las deficiencias de nuestra democracia”, que no es “una democracia real”, ese ideal se debiese materializar “a base de anchas reformas” entre las que destaca una “minuciosa reforma agraria”, “una política de salarios suficientes, de habitación popular y de cuido de la salud pública” que no solo cumplirían su propia finalidad social sino, además, permitirían “revalidar” la democracia, volver “más sustancial” el régimen democrático y ser “el antídoto seguro para las sorpresas totalitarias hechas a base de desesperación popular”.
En relación más directa con el régimen político, Gabriela postula que “la clase trabajadora no puede alcanzar menos de la mitad de representantes en una asamblea cualquiera”, puesto que “cubre la mitad de nuestro territorio, forma nuestras entrañas y nuestros huesos”. En cambio, “las otras clases son una especie de piel dorada que la cubre”. Antes de la segunda guerra, la “mujer sin partido” se acerca, sin embargo, con simpatía a dos formaciones políticas. En 1934, anhela para Chile “el socialismo francés”, cuando en ese país europeo había accedido al gobierno el Frente Popular, en que el partido socialista de Blum, aliado con comunistas y radicales, marcaba el rumbo de las reformas sociales con las cuales se intentaba detener la popularización del fascismo. Y en 1940, la cautivan los jóvenes chilenos de la Falange Nacional, luego de leer y prologar el libro de Eduardo Frei, “Política y Espíritu”, descubriendo en ellos unas “ideas sociales (que) no tienen más diferencia con las de los viejos radicales que su sentido cristiano”. En cambio, estima que la izquierda carece de “una juventud estudiosa, informada”, quizá porque no conoció a un Eugenio González Rojas o a un Raúl Ampuero.
En un pasaje críptico de ese prólogo, junto con manifestar su aprecio por la experiencia belga que, en esa primera mitad del siglo XX, fomentó la existencia de grandes organizaciones sindicales y la incorporación de la mujer al trabajo social, Gabriela alude al “oscuro hierro forjado por los italianos”, generando la sospecha de que simpatizó también con el corporativismo, aunque luego, en el mismo escrito, dice tener varios “corporativismos en mis ojos (…) diversos uno del otro”, pero que no identifica porque, como cónsul que era, el reglamento “no me permite nombrar países”.
Es oportuna la lectura actual de estos escritos, cuando vivimos un dramático deterioro social de la convivencia cívica entendida como la adhesión general a valores republicanos comunes. Y es que la Mistral, cuando teoriza políticamente, desarrolla un discurso que apunta a la dimensión moral de la política: “cuando digo aquí moral, digo moral cívica”. De acuerdo a la máxima cristiana de Paulo de Tarso, esa moral que trasciende el legalismo debe distinguir entre éste y la justicia, “es decir, entre forma y espíritu, entre el hueso muerto y el tuétano vivo, entre papel sellado y honestidad”. En dicho contexto, la Declaración Universal de los Derechos Humanos será, a la vez, “un nacimiento pascual” y una “hazaña civil”. Al desarrollar esta idea de la moral política con centralidad humana, Gabriela vuelve una y otra vez a la dimensión económico-social de la democracia, vulnerada por “la rabiosa cultura individualista” que “quemó en los hombres la última brizna del sentido de convivencia” y se plasma en el privilegio y la discriminación, “dos cosas que rebajan y ofenden al hijo del hombre”. Esta situación, especialmente en el agro, da cuenta de esa “democracia manca que es la nuestra”, “la semi democracia chilena”.
En consecuencia, perfeccionar la democracia requiere para nuestro Premio Nobel “una economía de Estado llena de sentido moral, que vaya de la creación de la riqueza al reparto honesto”, “faena cívica” que supone “un Estado atento a la guardia de la salud; dar en la casa obrera dignidad al ciudadano (…) democratizar la cultura, llevando la biblioteca del pueblo como un río generoso, de un extremo a otro del país”, en fin, “humanizar el Estado”. Y, entonces, esta literata que “no entiende de política”, percibe en 1925 el advenimiento de la crisis del nitrato y llama a “impulsar con algo más que la protección al salitre la riqueza nacional”, pensando en los sectores modestos, “abriendo los bancos de pequeño crédito agrícola para que pueda sembrar cada campesino”, promoviendo “en la pequeña propiedad la emoción de la patria”.
Más aún, setenta años antes de la Convención de los Derechos del Niño, la Mistral elabora una declaración de contenido esencialmente social, pues su artículo primero proclama como principal el “derecho del niño a la salud plena, al vigor y la alegría. Lo cual significa el derecho a la casa, no solamente salubre, sino hermosa y completa; el derecho al vestido y a la alimentación mejores”. Y, en seguida, “el derecho a la tierra de todo niño que sea campesino, derecho natural”. En este relato, advirtiendo que “la raya del cristianismo es terriblemente recta”, la Mistral es dura, con los católicos. Comprende que “el católico, como cualquier hombre, busque el dinero, lo gane y fatalmente lo vuelva capital”, pero agrega “que no es cosa de hombre espiritual (…) que se ponga a pensar a través del dinero, como quien mira por un cedazo que le da todas las ideas marcadas por el duro colador de oro”. Y acusa a los “católicos ricos” de practicar “una religión de estética, es decir, esa mentirijilla que se parece a la paganía apolínea” (sin duda se refiere al concepto nietzscheano de lo apolíneo, que alude a la belleza engañosa cuya fachada oculta la real fealdad). Ellos, desde el poder, han falseado un cristianismo que “se divorció de la cuestión social, la ha desdeñado (…) y ha tenido paralizado o muerto el sentido de la justicia”, de modo que “el pueblo trabajador se ha visto abandonado a su suerte”. Su alegato “evangélico” alcanza a “los malos pastores” de la Iglesia, quienes “han dicho que no hay entre la búsqueda del reino de los cielos y la creación de un reino de la tierra alianza posible”, en circunstancias que la de Cristo es “una doctrina de igualdad entre los humanos, es decir, una norma de vida colectiva, una política (ennoblezcamos alguna vez la palabra)”.
La hija deElqui se siente hermana de los pueblos originarios. Aunque concibe “una chilenidad de cuerpo entero”, que surge “del vasco diligente, el extremeño tozudo y el araucano sin derrota”, lanza sus dardos sobre “el criollo americano que, en todas partes, continuó el aniquilamiento del aborigen con una felonía redonda que toma el contorno del perfecto matricidio (…) a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes y de nuestras iglesias consentidoras”. Y asume su propia culpa —“digo sin ningún reparo remordimiento”— porque “creo a pies juntillas en los pecados colectivos de los que somos tan responsables como de los otros. Cual más, cual menos, todos andamos con el nudo ciego de la pena araucana adentro”. Aquella imputación de “matricidio” es de honda inteligencia, pues el crimen se configura “en primer lugar, por el despojo de su tierra (…) que les pertenecía por el derecho más natural entre los derechos naturales”, toda vez que el mapuche “veía su territorio según debe mirarse siempre: como nuestro primer cuerpo”.
En íntima relación con su indigenismo, la Mistral, que se autodefine campesina, desde los años 20 levanta la bandera de la reforma agraria, “de la subdivisión de la propiedad agrícola”, no solo fundada en la justicia distributiva sino en su indignación por “la tragedia del campo chileno”, que se retrata en “el salario impío, el atropello cotidiano”. Reclama que “no hay un solo partido que tenga en su programa la cuestión agraria como cosa importante, en un país de latifundio medieval (…) un régimen bárbaro”, y postula, ¡en aquella época!, una “reforma verdadera (con ‘verdadera’ quiero decir de gran aliento, que sirva para cincuenta años y no para cinco)” y que debiese incluir “la distribución racional de las aguas”.
Por cierto, en estas admirables páginas, aparece la maestra de escuela y liceo que denuncia “las miserias de nuestra educación” y defiende a “esos pobres maestros llamados comunistas” que alzan su voz “con valor civil, con datos, con ganas de reformar de raíz”, por lo cual “se les desprestigia, se les echa fuera”. Sustanciando, manifiesta su abominación por “la educación en masa” y las “aglomeraciones brutales y brutalizantes de los internados en los cuarteles”, y postula, especialmente para la educación media y superior, la formación “semiautodidáctica, que debe ser facilitada y provocada por el Estado.” A cada paso surge, por fin, la mujer de esa primera mitad del siglo XX, con ambigüedades y afirmaciones que muchas feministas de hoy podrían rechazar, si no toman la necesaria distancia histórica. De partida, nuestra poeta nos sorprende cuando dice no ser militante feminista ni haber “escrito nunca elogio de este partido”, aunque al acercarse la segunda guerra mundial, sostenga que “hemos tardado cien años en agitar la cuestión feminista” y que “es pues, la hora de nuestras feministas”. Todo su discurso sobre la mujer está, igualmente, impregnado del sentido socio- laboral que arranca de su creencia en que lo más propio de aquella es la maternidad, incluida “la maternidad paternal frecuente en nuestro mujerío”, la cual, “más que en el amor al hombre, (…) pone sus esencias más fuertes” en la ayuda protectora, lo mismo “si no se trata del hijo sino del hermano menor; lo mismo del allegado”.
Dando un salto con sentido clasista, reclama que entre las sociedades femeninas, que “deben llegar a quinientas en el país” —“de beneficencia, escolares, gremiales, políticas, religiosas”— “falta la columna vertebral”, aquella de carácter universal en que destaquen “obreras, empleadas, maestras, médicas, católicas, liberales, socialistas, comunistas”, en la que “tomen parte las sociedades obreras”, para emprender “campañas mayores”, como “de la equiparación de salarios, de amplio servicio médico escolar, de enseñanza obligatoria de puericultura (…) aún la del sufragio”. De otro modo, dice, “el feminismo es una especie de tertulia que se desarrolla en varios barrios de la capital” y “llega a parecerme, a veces, en Chile, una expresión más del sentimentalismo mujeril, quejumbroso, blanducho, invertebrado”, con “más emoción que ideas, más lirismo malo que conceptos sociales”. E insiste en fortalecer en el mundo de la mujer la “cultura en materias sociales”, recuerda que a las obreras “insinuaba yo que abriesen un curso de conferencias sobre el laborismo, el fascismo, el sovietismo, etc.” y postula la fundación “de un órgano de divulgación muy fuerte”.
Por cierto, se suma al combate por el sufragio femenino, ya que el voto corresponde “al género humano”, de modo que “discutir sobre la extensión de este derecho no es serio y, cuando no prueba malicia, prueba estupidez”. Más allá del sufragio, anhela que las mujeres puedan “aportar algo de feminización a la democracia” y se pronuncia claramente por la paridad en los órganos de representación, recordando que “los delfines nadan capitaneados a turno por hembras y por machos: modelo de equipo y parlamento animal mejor confabulado que el humano”, de modo que “nuestro Senado tendrá mujeres también, palomas entre cóndores, aportando allí el zureo hogareño, la vocación de estabilidad doméstica”. Por último, profetiza que “algún día Chile elegirá a una mujer para la presidencia de la república”.
Al fin, surge la Mistral americanista. “Americana soy”, sentencia, y concibe América como “un continente de cristal o una campana mágica en la que podemos oírnos, con un medio hablar, con un soplo, gracias a la lengua común”. Asegura que su americanismo no la hace “una patriota ni una panamericanista que se endroga con las grandezas del continente”, porque, una vez más, salta y hiere sus ojos “la miseria de Centroamérica (…) como la del indio fueguino” y “la desnudez del negro, (…) la entrega de la riqueza de nuestros pueblos; el latifundio de puños cerrados que impide una decorosa y salvadora división del suelo; la escuela vieja que no da oficios al niño pobre y da al profesional a medias su especialidad”. Por ello, a “la paz, que es nuestro deber inmediato”, añade “la justicia económica y en una proporción que no sea de gramos”.
[*] Jaime Esponda. Abogado y docente universitario. Especializado en Derechos Humanos y Derecho Migratorio.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com GABRIELA MISTRAL Y LA POLÍTICA (I)
Por Jaime Esponda.
La Nueva Mirada.cl
Santiago, jueves 18 de abril de 2024.
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Gabriela Mistral, Escritos Políticos".
Selección, prólogo y notas de Jaime Quezada.
Santiago. Fondo de Cultura Económica, 2024; 365 páginas.