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Conversación con Gabriela Mistral

Por Eduardo Mendoza Varela
Publicado en Revista de la Universidad de México, Vol. III, N°29. Mayo de 1949




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Cuando después de mucho tiempo nos hallamos cualquier día ante la presencia del mar, revivimos una experiencia que, no por conocida, es menos emocional y nueva. Se disfruta de un ilimitado placer, borroso y difuso, que resuena como si abandonándolo todo, desprendiéndonos de todo retornáramos a la vacía desnudez de la caracola. La presencia del mar, para las gentes de la cordillera, tiene una significación insospechada y da pábulo a desconocidas experiencias.

Ningún ambiente más propicio que este de Veracruz, sobre la playa de Mocambo, para platicar con Gabriela Mistral. Porque tal vez nadie como ella simboliza este mundo nuestro, este sentido complejo y prolífico de América India. Gabriela Mistral es, en realidad, una fiel definición de nuestro continente, que expresa su dimensión lírica, su sentido humano y poético. En la terraza de su residencia que mira al mar, a la que llego exactamente a la. hora convenida, su secretaria particular me espera desde hace algún momento. Sobre el escritorio, en el salón, está desplegada aún la carta con la cual el Embajador de Colombia, Nieto Caballero, hizo la presentación de rigor. La casa, sobre un pequeño alcor que domina al paisaje, está dispuesta con discreción y sencillez, elegancia y buen gusto. Todo contribuía, pues, a hacer más perdurable el recuerdo de esta entrevista. Porque no se borra fácilmente la impresión que produce una mujer como Gabriela Mistral. En toda su persona, en cualquiera de sus ademanes, está viva la mística, él sentido, la verdad racial, espiritual e intelectual, de nuestro continente.

Cuando apareció en el hall vi aquella figura serena, casi dolorosa, que había conocido a través de dibujos y fotografías. Gabriela Mistral se insinúa como una vaga aparición, algo majestuosa, algo sencilla, plácida y adusta a la vez. Una serenidad casi intangible, el andar pausado y la sonrisa que dibuja una placidez, no son sino la aparente y tierna superficie, que encubre un mundo más complejo y angustioso.

A medida que la conversación se hace más fácil, se advierte en su espíritu un hondo residuo de misterio, un depósito de amargas experiencias que sólo por momentos aflora a la conversación. Es, en verdad, un misterio que sólo se hace tangible fugazmente, pero que provoca una reacción de temor, casi me atrevería a decir que de sobrecogimiento, porque se advierte que surge de un mundo de angustia y soledad que la poetisa no desentraña del todo. Cuando Gabriela Mistral, insospechadamente, abre un resquicio a través del muro amable de su bondad, un vaho de angustia se escapa por él y se adivina que algo tremendo se consume y arde en su interior. Porque ella vive, como todo poeta verdadero, en la angustia, sustentándose con su vida, vivificándola con su soledad irremediable. En ciudades y mares, en su valle de Elqui o cerca de las altas mesetas, Gabriela ha vivido siempre en trance de nómada y el contacto con las gentes de opuestas latitudes sólo ha contribuido a hacer más vigente y angustiosa su soledad.

Cuando en la ciudad de México expuse a un célebre escritor mi propósito de ver a Gabriela, no me exageró, en realidad, su elegancia. Gabriela, pasados los sesenta años, lleva una hermosa melena gris que peina cuidadosamente hacia atrás. Su indumentaria es simple, el traje suelto, el cuello y las manos sin alhajas. Habla con extrema lentitud, haciendo repentinas pausas, buscando las palabras e incluso las ideas, pero con una persuasión y una originalidad absolutas. Hablamos, extensamente, de la situación internacional. Por los ventanales mirábamos al mar. Hacia la caída de la tarde me dijo:

—Antes de salir de California escribí unos tres artículos de propaganda pro paz. Creo que los escritores deberían ponerse de cabeza a hacer propaganda al servicio de la paz. Bien sabe usted que además de los horrores de la guerra —como este de la bomba atómica—, hay un problema más grande, el de la postguerra. He mirado a Europa de cerca y me he dado cuenta cabal de que lo peor no está en la guerra misma. Los vencedores quedan como los vencidos. Y nos deja, por lo demás, un mal sobrenatural irremediable: las almas envenenadas. Nosotros los escritores tenemos la obligación de orientar, de decir y de hacer todo lo que se pueda por la paz.

Dice algunas cosas más, y termina:

—El poeta no puede ser una persona que no sienta el mundo donde se restrega, que no sienta lo próximo.

Apenas iniciada, Gabriela, sin advertirlo, sitúa nuestra conversación en un tema apasionante:

—Me parece —le digo— que no podemos desligar este problema de la guerra y de la paz de los factores sociales que nos llevan de la una a la otra. Si luchamos por la. paz tenemos que actuar forzosamente sobre lo social y económico y, sin vacilaciones, desde una posición definida. Esto me parece apenas lo justo. Y, en la literatura, ningún medio más eficaz que la novela, el teatro, el ensayo. En cuanto a la poesía social...

Gabriela me mira y, súbitamente, interrumpe mi frase:

—La poesía social —me dice—, en cierta forma está bien. Está bien en cuanto es poesía primeramente y sobre todo cuando no es de proselitismo político. Creo en cierto modo que esta modalidad poética tiene el derecho de existir porque no podemos quedarnos con el ojo pegado y no ver lo que pasa a nuestro alrededor. Muchos prosistas y novelistas de América española, han tratado admirablemente estos temas. Los poetas hemos hecho menos y sería mejor que hiciéramos más. Es menester llegar hasta la población rural aunque para ello, como usted lo anota, hay que escribir en prosa. A la poesía no le toman muy en serio y a pesar de eso creo que tal debe ser también el sentido de la poesía nueva. Nuestros países son esencialmente urbanos, toda población se agolpa en las ciudades y centros de progreso relativo. En el campo, por el contrario, el progreso es notoriamente deficiente. Son puntos aislados. Nosotros tenemos que crear una especie de civilización rural porque, antes que nada, somos gentes del campo.

Insisto, entonces, en hablarle de una poesía de cariz puramente social. Le cito algunos nombres.

—La poesía —me dice con largas pausas— no debe estar propiamente al servicio de la justicia, pues se transformaría en una, especie de poesía de monopolio social y político. Yo creo que la gente debe compenetrarse de que este concepto es un falso punto de partida. El poeta, como todo hombre, es incitado por cosas bien diversas: la primera garra que lo coge es la naturaleza. El poeta es contemplativo. También lo seduce el amor, luego el hombre mismo y, a veces, por último, la obra social. Pero es menester que todo esto sea sincero, profundo. Así, cuando un hombre siente mucho lo social, no puede sustraerse a ello. Lo malo está en hacerse poeta social o político queriendo de ese modo, por ese camino, incorporarse a la obra social. Hay que tomar en cuenta que el hombre es ante todo humano.

Observa, un momento, el revolotear de los pelícanos en la playa, y, luego, inclinándose hacia mí:

—Vea usted. Yo pertenezco a una generación un poco indolente, un poco sorda respecto a la justicia social. Acaso nos hemos recargado de literatísmo, por un propósito excesivo, pero bien intencionado, de enriquecer y abrillantar la desabrida y magra lengua que recibimos. Yo he tenido siempre el afán de desnudar algunas llagas como la miseria del hombre del campo, pero poco me cayó el verbo social, como ya lo he dicho en otra ocasión. Algo he hecho por incitar la piedad y el amor hacia el niño. Otros, los que vienen, lo harán mejor. Y es que no tengo mucha pasta de luchadora. Soy lenta y no me avengo con ese menester febril y apasionado.

Un gran silencio; y luego, con un poco más de animación; continúa:

—A mí me apasiona ahora la cuestión agraria y verdaderamente me gusta esta forma en que lo ha hecho México, repartiendo la tierra en parcelas, o como aquí llaman, en ejidos. Creo que se está formando una conciencia precisa de la necesidad y urgencia de la reforma. Debernos elevar al campesino que ha sido tan humillado, ofendido y olvidado. Creo ciegamente en los beneficios de la reforma agraria y no veo el fantasma como lo pintan. El campesino, que muchas veces es nuestro indio mismo, es lo más nuestro, lo más americano que tenemos. Hace poco escribí, aquí en México, como tantas veces lo he hecho, sobre él. El indio es lo nuestro, es nuestro estilo propio, porque tiene un estilo en el vestir, como en el caminar, como en el hablar, como en el baile. Y un estilo representa cierto expurgo que el caballero antiguo celaba, pero que el burgués recién venido no quiere cumplir en su ser, para desgracia suya. Indio e india han escupido, más por repugnancia que por miseria, nuestra cargazón de ropas. Nuestro indígena es personalidad. Dice bien cuando necesita decir, y, por rebose, se expresa con gracia, poniendo así la especiería del ingenio sobre el hueso de la mera necesidad. Mire usted: él pronuncia ablandando el cuero duro del castellano y, además, habla del ritmo, porque rítmica tiene la vida entera. Grato es de oír como de ver el indio americano. Y, por ejemplo, esta condición del habla que no golpea, ni chirría, esto que se resuelve en dulzura hasta para el aire que le lleva la voz, significa algo muy valorizable como documento del alma indígena.

Ocasionalmente, tras algunas frases más, Gabriela quiere escuchar de mí algunas noticias sobre la literatura colombiana. Después de algunos momentos, por alguna circunstancia, hablo de Neruda. Me interrumpe:

—Dígame, ¿sabe usted por suerte dónde se encuentra ahora Neruda? Estas palabras, dichas al vuelo, evidentemente me sorprendieron. Pude entender que Gabriela Mistral, por una u otra circunstancia, no mantenía correspondencia con el poeta de Residencia en la tierra. Entonces, al descuido:

—A propósito...

Me mira, abre una hermosa edición de sus poemas, y mientras escribe en ella una dedicatoria:

—Amigo mío, usted sabe que Neruda es un poeta admirable. Y él ha hecho muchos poemas sobre la naturaleza. Tiene un sentido de la tierra como ninguno. Lo llena de un verdadero amor. Por eso tiene una avalancha de imitadores. El nos ha pagado bien a nosotros: tiene un extenso poema sobre Chile. En él canta nuestra realidad. Creo que Neruda tiene derecho, después de esto, a hacer poesía política, porque también ha hecho verdadera poesía amatoria, poesía de la naturaleza. Neruda ha hecho un tipo de poesía que no es el ritornelo, amatorio de antes, y no se le puede exigir que deje de hacer poesía social o política. Yo, no obstante, pienso que no debería hacer tanta poesía de este tipo. Me duele, en verdad, que haga tanta poesía política.

Que se escriba menos poesía política, sin dejar de hacerla. Que se escriba siempre que esta actitud y esta influencia no elimine el resto. He leído algunos cantos que Neruda hace sobre El leñador y me gusta ver una evolución que hay en ellos. Es una poesía social verdaderamente buena, muy humana, muy tierna, muy franca. Y no es sin embargo un poema de puro juego. Me gusta mucho ver eso. Neruda es muy fuerte y esa fortaleza es el corazón de su obra. Es curioso que se halle tan aislado. A Neruda hay que defenderlo de sí mismo.

Pero lo que nos interesa, por cierto, es el destino de la poesía de Neruda en el futuro. Y lo que podemos conseguir es que no abandone esa maravillosa poesía de la tierra que es lo mejor de su mensaje poético. En ningún caso quiero que mi opinión vaya a rebanar en la obra de este poeta el aspecto social. Porque está el mundo lleno de una actualidad de lo social. De las teorías sociales. Así como a mí me obsesiona el problema agrario, a él le seduce el del obrero. Vive entre ellos. Tiene muchos amigos entre ellos. Esta es una cosa que no podemos decidir nosotros. Yo, por ejemplo, tengo una especie de clientela de pedagogos, enorme. Los niños también me importan, mucho, pero no puedo entregarme sólo a eso. Escribo sobre muy distintas cosas, entre ellas sobre los problemas que a los niños atañen. Lo hago ahora en prosa porque considero que llega más fácilmente a la gente común. Cuando ella lee en verso hace menos caso que cuando lee en prosa. Luego, poniendo en mis manos su libro:

—Ahora me doy cuenta —me dice— de que mi primer libro está cargado de temas personales, de dolor; es de esos libros que hacen daño. Yo veo ahora esas páginas con un dolor egotista. Ese dolor que yo viví en un país cuyo nombre no quiero decir, donde perdí el ser más querido de mí familia. Ese dolor está ahí, en varios poemas. Mejor dicho, es el motivo general del libro. Reconozco que hay cosas de dolor que es "necesario escribirlas. Y para escribir un verso hay que ser demasiado humano. Es muy bueno ser humano. Así que yo no puedo tirar la piedra a Neruda porque actualmente se dedique a la poesía social en lugar de hacer una poesía más íntima.

Nos levantamos y vamos a la terraza. Hablamos de México, de Colombia, de América toda. El mar, azul profundo, se apaga poco a poco.

—Me ha llamado la atención —me dice de pronto— verlos a ustedes, al Ecuador, a Colombia, a Venezuela, metidos en ese problema de la Gran Colombia, con la idea de juntar a los países nuestros. Que jamás abandonen ustedes ese bello propósito que puede fortalecerse día a día hasta llegar a formar un núcleo que incluya los demás países del Pacífico y del Caribe. Hace muchos años que la sombra de Bolívar ha alcanzado mi corazón con su doctrina. Es una idea que importa mucho a ustedes y a mí me entusiasma.

Nuestra conversación vuelve ahora sobre temas muy distintos. Me dice que viajará a Puerto Rico. Le insinúo, reiteradamente, una visita a Colombia. No responde directamente, pero deteniéndome, exclama:

—Es escandaloso el encierro en que viven los libros colombianos: Yo he conocido pocos. Entre ellos, algunos de ese maravilloso novelista que fué Tomás Carrasquilla. Hay mucha gente, por culpa de ustedes mismos, que no ha leído en América a un escritor de este tamaño. Ustedes viven en un cultivo frenético de las letras, pero no les importa nada, no les interesa nada la expansión. Ustedes levantan barreras, hacen todo lo posible para que no se les conozca.


 

 

 



 

 

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