En sus Escritos Políticos, a lo largo de más de tres décadas del siglo XX, Gabriela Mistral extiende desde otros países una mirada vehemente sobre la historia de Chile. Obligado a seleccionar entre tanta riqueza intelectual lo que me parece más sugestivo, prefiero colocar en primera plana el texto mistraliano antes que remedarlo con mis palabras. En ese trayecto, emergen motivaciones recurrentes, que abarcan desde la Colonia hasta el siglo XX.
Mistral está persuadida, en primer lugar, de que el “pueblo araucano”, como ella denomina a los habitantes originarios, sufrió desde la llegada de los españoles una opresión que operó mediante “el despojo de su tierra” y se vio favorecida por el acallamiento. Así, el pueblo “menos averiguado de todos, el más aplastado por el silencio”, pese a su “empecinamiento”, sufrió una discriminación que se mantiene durante la República, de modo que “semejantes no son todavía las millonadas de nuestros indios”. Gabriela extiende tal discrimen a todo “el mestizaje de campesinos”, ligándolo a la existencia del latifundio que nace de aquel despojo territorial, y sostiene que esta causa “no hemos salido de la Colonia”. Avanzado 1946, como maestra, se detiene particularmente en la materialización de aquella discriminación en la escuela básica, “óptima en las ciudades y deficiente en el campo”.
Otra idea-fuerza que atraviesa su vida y sus escritos se refiere a la situación de la mujer. Ya en 1932, con indignada implacabilidad, sostiene que “toda la vida criolla está saturada de ideas patriarcales”. Mas, su aproximación a nuestra historia es amorosamente patriótica. Dice: “a mí me gusta la historia de Chile (…) me agranda los ojos (…) como un oficio de creación de patria”. Juzga que tan “embriagante” como “los espectáculos de la naturaleza” lo es “una gesta larga de hombres entregados a preparar y ofrecer esa soberana producción” llamada patria e imagina la gesta de la Independencia como una “linda fiesta que a mí me gustaría haber gozado”.
Pero, tal como lo hace Neruda en su Canto General, Mistral se aleja del patrioterismo y, con criterio ecuánime, agradece a los españoles habernos traído a Ercilla y les declara que el suyo es “un patriotismo bebido en libro vuestro, en el poema de Ercilla (…) que creó un sentido de chilenidad en pueblo a medio hacer”. Por esta misma razón manifiesta su desacuerdo con que los héroes recordados de la emancipación sean aquellos que “cargan tributo a la espada”, mientras se olvida la “Pascua del primer número de La Aurora corriendo mano a mano”; y más que la figura de un sable que remarca “el carácter militar”, prefiere dar a Chile “la forma de un remo”. No obstante, esta predilección pacifista, su espíritu americano eleva reiteradamente a la categoría de gesta histórica mayor la Escuadra Libertadora del Perú, que valoriza como una empresa por la “unidad sudamericana”.
El suceso que para nuestra Premio Nobel sigue en envergadura a la Independencia es la guerra civil de 1891, pero ahora su juicio es lapidario, tanto respecto de las motivaciones cuanto de los resultados de ese conflicto. Quienes se alzaron contra el presidente Balmaceda, dice, estaban imbuidos de “una cólera disfrazada de legalismo” y manifestaban “el rencor de una vieja clase dirigente contra las clases populares”, a las cuales veían llegar “como presa suelta a la nueva administración”. El legado de la guerra sería, según la poeta, “un parlamentarismo antojadizo” y “relajador de la administración”, que retrata cabalmente como “la puja por los empleos públicos” característica de la plutocracia, con “tres presidencias de tipo pacato y lento”, tanto que la Ley de Educación Primaria Obligatoria, que ella saluda con mesura, tardó todo ese periodo de treinta años en ser promulgada.
Cuanto más coetánea es de los sucesos históricos, más visionario se torna su juicio. Así, a medio camino del primer gobierno de Alessandri Palma “que significa la promoción de la clase media”, el mismo año en que se promulga la primera ley sobre impuesto a la renta, resistida y algo deformada por los conservadores, Gabriela avizora que, pese a adelantos de esta índole, “la aristocracia y la clase media reunidas, acaso pueden equilibrar numéricamente sus fuerzas con las del pueblo, y por lo tanto, su criterio puede sobreponerse por muchos años a las peticiones radicales de la masa trabajadora”.
Con todo, para Mistral es destacable que, al fin, mediando el ruido de sables de 1924 que precipitó algunas leyes laborales, el general Ibáñez haya promulgado el primer Código del Trabajo aprobado por su “Congreso termal”, que ella define como una primera “legislación social de cuerpo entero (…) que cubre y ampara a la red de trabajadores”. Y juzga esta legislación social como más importante “que la ambiciosa transformación arquitectónica” de esos años, materializada en el inicio del barrio cívico de Santiago, la construcción del palacio presidencial, el Teatro Municipal de Viña del Mar y decenas de piscinas a lo largo del país.
Revelando esa especial inquietud por el agro que la acompañó siempre, le impresiona que, en ese año 1928, “comienza a hablarse en Chile de la subdivisión de la propiedad agrícola (…) reclamada por un pueblo rural” y cómo “la dictadura del general Ibáñez (…) inició con esta finalidad la subdivisión del abandonado territorio de Aysén”[1]. Luego, cuando adviene la República Socialista de los doce días, no destaca de esta experiencia revolucionaria de Grove y Matte las incipientes medidas de control económico industrial y financiero, sino “la parcelación de la zona central”. E insiste, “el obrero ha sido escuchado; ahora hay que mirar hacia el campo”.
Así y todo, ante el proceso de industrialización tanteado por el gobierno de Ibáñez e impulsado por el Frente Popular, cuyo programa, según Gabriela, pretendía que el país “evolucionaría con la misma rapidez que en Europa hacia un socialismo de tipo francés”, junto con reconocer que “las instituciones fiscales y particulares de crédito han aumentado sus operaciones en gran escala”, destaca que solo una “democracia económica” permite hablar de “una democracia real” y, entonces, aplaude aquella fase transformadora que “nos dejó habilitados para el propio abastecimiento y para un comercio orgánico con los países de la costa pacífica”.
Al hacer el balance de los gobiernos de Aguirre Cerda y Ríos, destaca que la “vida libre y normal de los partidos políticos parece haber llegado a su madurez” y “la organización sindical avanza a base de cierta lucidez en la masa obrera”, aunque “la campesina le sigue a la distancia”. También, aprueba que “el legalismo de la política chilena”, pilar del Estado de Derecho, “va volviéndose para la derecha como para la izquierda una honra común y un tesoro de guardia (…) indispensable a la una y la otra”. En cuanto a los derechos cívicos, junto con ponderar que se haya otorgado a las mujeres “el derecho masculino a votar, que yo siempre consideré que era nuestro… por zoología”, celebra “el descenso del cohecho electoral de la década”, que vendría a extinguirse con la cédula única del segundo gobierno de Ibáñez.
Sin embargo, en medio de este proceso de hace ochenta años, no se da por satisfecha con la “labor efectiva, aunque todavía manca, en la rama de la salubridad pública”; y aunque encarece que “los salarios de los trabajadores industriales y mineros han subido verticalmente en las ciudades mayores y en las empresas mineras que rinden grandes lucros”, le disgusta ver que “subsisten los malos salarios en las minas de baja ley y en el campo creando miseria”, y reclama que la enseñanza básica “no puede ser cabal todavía en el campo”, donde le escandaliza “el trabajo de los menores”.
La sensibilidad mujeril de Gabriela Mistral se hace patente, en su recorrido por la historia republicana de Chile, al contemplar con especial interés las personalidades de carne y sangre que encabezaron los sucesos y procesos que sellaron el curso de tal devenir.Resume su selección protagónica en “un simple triángulo escaleno”, es decir con sus tres lados desiguales, como desigual fue la confinidad mistraliana con cada personaje, “que tiene su vértice mayor en Portales, el cual mira los otros dos, que serían Balmaceda y Alessandri, en apariencia sus opuestos y, en verdad, sus semejantes. Ambos han peleado cosas que parecieron antagónicas y que ya no lo son en estos tiempos: la democracia nutrida de autoridad”.
Con Portales es parca y breve: lo observa “purgado de romanticismos, realista de marca mayor”, falto de credenciales democráticas y artífice de una “dictadura”. En cambio, sin esquivar la crítica, es a Balmaceda que, en su magistral semblanza, tributa el mayor afecto. “No se ha cortado el amor a Balmaceda en los que vivimos después”. Este cortejo es tributario del sentimiento popular por ese presidente cuyo “retrato estaba en todas las casas”, lo que según Mistral se explica porque “el pueblo entendió esa mirada buena” y aunque “sabe poco de algunos señores de piedra de la Alameda y de otros lo que sabe no le interesa gran cosa”, “de Balmaceda él sabe, por el seso, el corazón y la herencia, lo cual es saber entrañablemente”.
Esta debilidad de Gabriela por Balmaceda se manifiesta asiduamente, al hablar del “ídolo de una nación entera”, “el demócrata brioso”, “una marejada” que recordaba a Portales, pero “ahora bajo signos democráticos”. Tampoco omite elogios al hombre de Estado y su nacionalismo moderno, en razón del cual “tomó el país y lo vio como un largo patio de La Moneda”, de modo que en vez de encerrarse en palacio “atravesó el país, caminando en una oleada de difusión popular”. “Había en él -dice- un ansia de promover a Chile a nación moderna y lo trabajaba una especie de angustia por nuestra feudalidad”. Por ello, destaca, “llevó el riel hasta los límites de la Araucanía (…) dispuso varias otras vías del centro hacia las costas”, “quiso hacer el gran presuroso y planeó el ferrocarril longitudinal que atravesaría el desierto del norte”. Añade que en el “capítulo de la Justicia “lo mejor que hizo fue dar un nuevo Código Penal y reemplazar unas cárceles cainitas por otras humanísimas en su salubridad y su régimen”.
A pesar de todo, en sus escritos, no elude la reprensión benévola hacia quien se le aparece como “una sensibilidad nueva y hasta un poco extranjera entre nosotros”, “por romántico” que “no entendió la malicia ni amó la paciencia, ni supo ‘jugar’ ni esperar”. A su juicio, fue ese “romanticismo” el que “nos malogró a este hombre nuestro, que nos habría servido, aunque fuese en un orden distinto, lo mismo que las vigas fundadoras de los Portales y los Montt”.
Sumado todo, dice nuestra Premio Nobel, su presidencia “alborotó muchísimo a su propia clase, que había gobernado a Chile cincuenta años”, hasta el punto de que “una porción resentida” de la oligarquía, que identifica como “los portalistas ‘de ojos con escamas’”, “se enderezó contra él en el Congreso” y promovió la insurrección de la Escuadra. Al fin, tanto el suicidio como el legado de Balmaceda la impulsan al encomio, aunque sea “desatino llamando cristiano a uno que acabó con suicidio” y que “a pesar de sus yerros, nos enriqueció y nos dejó distintos”.
Enfrentada a Arturo Alessandri Palma, si bien recuerda que su “extremada flexibilidad” ha causado que “en muchas ocasiones su perfil ideológico no aparezca claro y neto”, Gabriela lo conceptúa como “el sucesor tardío pero directo de Balmaceda”. Aunque esto lo escribe en 1935, es evidente que en la ciudadana elquina aún late el personaje político de los años veinte, “el de la larga guerrilla liberal, el de la separación de Iglesia y Estado”. Lo mismo que en 1936, cuando sostiene que “Alessandri logró frenar el parlamentarismo desbocado y aumentar las prerrogativas del Ejecutivo, con un claro beneficio para la marcha de los negocios públicos”, en “una época urgidora de democracia”.
De otro lado, se equivoca Mistral con esta notable figura de nuestra historia, porque le atribuye tanto la promulgación del Código del Trabajo que, ya vimos, firmó Ibáñez, como “dar remate, voluntariosamente”, a “la Paz de Chile y Perú”, que también fue suscrita por el militar.
Todo esto lo escribe ella entre Lisboa y Guatemala, cuando en el segundo gobierno de El León había sido beneficiada por una Ley que la designó Cónsul de Elección, con carácter vitalicio. Esto podría abonar la cumplida ingenuidad con que da credibilidad total al “panegírico” pronunciado por el presidente, con motivo de su incorporación a la Academia Chilena, plagado de indistintos elogios a Lastarria, de quien destaca su “condición vidente de americano”, y a Bilbao, cuya “cabeza brava y nerviosa (…) le recuerda la de León Gambetta”, personajes que, por cierto, no habrían aprobado la feroz política represiva del segundo Alessandri. Pero años más tarde, Gabriela admitirá que, en ese segundo gobierno, “el presidente Alessandri hizo -o pareció hacer- un viraje hacia las derechas” y “su popularidad bajó bruscamente”, de modo que “cerca del fin del período, el pueblo, mal perceptor de matices, vería al régimen como una franca reacción”.
Del resto de los mandatarios, Mistral destaca, en primer lugar, a Pedro Aguirre Cerda, sobre cuyo intercambio epistolar se han escrito compilaciones. Recién electo presidente, lo contrasta con su contendor Gustavo Ross -“personalidad curiosa y un poco desplazada del medio chileno (…) a los ojos del público común, un político intruso recién llegado y antipático por inflexible”- y no escatima elogios a su amigo, “el piloto que hemos escogido”, en quien “no hay vicios cívicos ni individuales”, caracterizándole “el sentido de responsabilidad, que es por excelencia cualidad viril”, “capacidad en vez de picardía y la idea del lucimiento (que) no asoma a la mente”. Pero, quizá acicateada por la transacción que condujo a don Pedro a permutar su proyecto agrícola por la Corfo, Gabriela no oculta su frustración porque este maestro, que “pudo ser el presidente de los labradores” y “el organizador del agro chileno”, fue “cercado con un cinto de ahogo” por “su clase, su partido y ciertos aliados electorales”, que daban “la batalla púbica por los empleos públicos”.
En contraste, sobre Juan Antonio Ríos, sucesor de “don Tinto”, la escritora no cala hondo. Como al recorrer su vida política observa que Ríos “lo ha sido todo: soldado raso y capitán, jefe aclamado y jefe perseguido, ejecutor y consejero, conductor o seguidor de las corrientes de opinión”, concluye que “llega a la presidencia como a un menester total ensayado por años en oficios parciales”, para aplicar un programa “parco, parvo y hasta seco”.
En cambio, con Gabriel González Videla es casi tan elogiosa como lo fue Neruda, pero ello ocurre cuatro años antes de que el político radical fuese elegido presidente, cuando la poeta era cónsul en Petrópolis y aquel “demócrata chileno” llega como embajador a Brasil. La desborda su simpatía y ve en él “una bondad tan genuina” que “atrae a individuos y pueblos”, de modo que “en veinte años se ha vuelto el ídolo de su región” y en Petrópolis “celebramos sus talentos como su alegría de vivir”. Entonces, aún podía decir Gabriela que “amigos y adversarios alaban en el señor González Videla estas virtudes másculas: la veracidad, la honradez y una cerrada fidelidad a los principios democráticos”. Desde esos días, en 1942, no habrá más escritos sobre este personaje, salvo, al pasar, cuando en 1947 es acusada de “comunistoide” y recuerda al jefe de Estado que él “sabe más y mejor que cualquiera otra persona que yo soy ‘el fenómeno de una mujer sin partido político’”.
Se ha dicho que, con Carlos Ibáñez, Mistral tuvo una relación distante. Con razón tildó a su primer gobierno de dictadura, aunque consideró esta “mucho menos brutal que las de usos en los países tropicales”. Con todo, como hemos dicho, elogió el inicio de la subdivisión de Aysén y, por último, fue el general quien, en 1954, la recibió con honores en La Moneda, como huésped oficial.
Desayuno en La Moneda. Gabriela Mistral y el Presidente Carlos Ibáñez.
Septiembre, 1954. (Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional).
Otros tres chilenos que merecen especial reconocimiento de Gabriela Mistral, en sus Escritos Políticos, son Camilo Henríquez, a quien equipara con O’Higgins aunque“muy olvidado se le tiene entre los padres de la Patria”; el doctor Eduardo Cruz Coke, “personalidad extraordinaria en cuanto a profesional y hasta político”, al que, conjetura, se le habría llamado “médico del litro de leche para los niños” si su cargo ministerial hubiese durado más tiempo; y, por último, el joven falangista Eduardo Frei Montalva, cuyo libro Política y Espíritu la fascinó como una “de las mejores cosas que a lo largo de los años se haya publicado en el género del ensayo social en América del Sur” y abrió paso a una amistad mutua.
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Nota
[1] Cuando Gabriela Mistral visitó Chile en 1954, como invitada oficial del Presidente Ibáñez, en su segundo Gobierno, ella lo elogió por haber realizado “la reforma agraria”. Esta afirmación, que extrañó a muchos, con seguridad aludía a la subdivisión agrícola de Aysén.
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Jaime Esponda. Abogado y docente universitario, especializado en Derechos Humanos y Derecho Migratorio.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com GABRIELA MISTRAL Y LA POLÍTICA (II).
Por Jaime Esponda. La Nueva Mirada.cl Santiago, jueves 18 de abril de 2024.
"Gabriela Mistral, Escritos Políticos".
Selección, prólogo y notas de Jaime Quezada.
Stgo. Fondo de Cultura Económica, 2024; 365 páginas.