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Presentación de Cuentos & Autobiografías, de Gabriela Mistral
(Gladys González Editora) Ediciones del Cardo, 2017.

Por Macarena García Moggia
(Master en Estudios Comparados en Arte y Literatura por la Universidad Pompeu Fabra.
Docente del Instituto de Arte de la PUCV)


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No puedo hablar desde la perspectiva de una experta en Gabriela Mistral. Porque no lo soy, definitivamente, y porque solo puedo hacerlo desde la perspectiva de quien, cuando la lee, la lee siempre por primera vez.

Es algo que ocurre, en general, con la poesía: un poema se nos abre, cada vez, en su lectura. La memoria es gruesa y la trama entre un poema y la experiencia se modifica. Pero ocurre especialmente, creo, con Gabriela Mistral. Con su voz espesa y atascada. Con el virtuosismo de sus imágenes a menudo cargadas de un desmoronamiento inasible. Con su forma de trabajar el verso, abriendo y cerrándolo al mismo tiempo.

Cuando la leo, tengo la rara sensación de que el castellano alcanza, de que allí están las palabras, si no para nombrarlo todo, sí al menos para estampar en la retina un mundo, para volverlo reconocible y reconocible, al mismo tiempo, el hondo misterio de lo inasequible.

Con este libro me pasó eso, especialmente porque aquí, ese castellano se pone al servicio de lo que podrían llamarse “las cosas primeras”: las fantasías heredadas de la infancia; las preguntas curiosas por la naturaleza: cómo y por qué los árboles, las flores, los animales; el intento de construirse una biografía, de aprender a presentarnos, a narrarnos, a decir “quién soy”.

En todos los textos publicados en distintas fechas y medios de prensa que este libro reúne, lo que opera es, creo, una bella mezcla de memoria e imaginación, como si de la creación de mitos, de distintas formas de lo mítico se tratara, esto es, de un lenguaje que al imaginar un origen nos recuerda también un destino, o un porvenir.

Pienso por ejemplo, para ir en orden, en las adaptaciones que Mistral hace de algunos cuentos de hadas tradicionales como Caperucita Roja, La bella Durmiente, La Cenicienta o Blancanieves, difundidos en el siglo XVII por Charles Perrault y en el XIX por los hermanos Grimm. Con un imaginario por cierto anterior al moralismo salvaje que les imprimió Walt Disney, Mistral devuelve estos cuentos a la tradición oral a la que pertenecen, acunando sus contenidos, en ocasiones grotescos y desmesurados, en el vaivén de una musicalidad, de un ritmo sostenido por una mano firme y tierna a la vez, como firme y tierna puede ser únicamente la voz que no se imposta para hablarle a un niño, la voz que sabe –nos lo enseñó Gabriela Mistral- que el falsete meloso con el que a menudo los envolvemos no penetra, no cala hondo en la experiencia auditiva, que es, como se ha dicho tantas veces, la experiencia sensible que prepara la tierra para el enraizamiento del lenguaje, y del sentido. Sin temor a las emociones fuertes, sin proteger a la infancia de ellas, sin necesidad de edulcorar el mundo, lo que contiene es la voz: el ritmo del verso, la rima que en estos versos es acogedora y no centrífuga, como en tantos de sus poemas. Esa rima que Mistral supo, como nadie, hacer funcionar a la manera de un muro que impide la entrada, funciona aquí como una puerta abierta al universo de la fantasía.

El libro incluye también algunos cuentos con características de fábula, la mayoría, volcados especialmente a la observación de la naturaleza que nos rodea y que en la pluma de Mistral alegoriza, dicho sea de paso, distintos aspectos de la experiencia estética, y también de la sociedad. Ahí está, por ejemplo, la explicación de porqué las cañas son huecas: por caudillos, dice Gabriela, por conducir al apacible mundo de las plantas a la revolución social, a la aventura de luchar por la igualdad. Las cañas se quedaron huecas por revolucionarias y pecadoras. El resto de las plantas murieron pero volvieron a nacer tan bellas como eran antes de su aspiración niveladora. El poeta, en tanto, es un barbón que desde un comienzo supo y advirtió que la belleza nada tiene que ver con la uniformidad.

Son textos como este los que a uno le recuerdan, por ejemplo, la rosada presencia de Gabriela en el billete de cinco mil. Los que de alguna manera suman piezas al puzle que la quiere limpia de toda pretensión socialista. Entendemos, sin embargo, quizás hoy día más que antes, que su socialismo –si cabe llamarlo así- era otro, uno que pasaba menos por la idea de igualdad que por la idea de unión. Y de democracia. Una democracia total, como decía ella. La democracia de la diferencia y de la rebelión individual.

Es hermoso como aparece narrada esa rebelión suya, individual, en los escritos autobiográficos que este libro dispone hacia el final. Me conmovió saber, por ejemplo, de su secreto ímpetu de rebelión contra su madre y su querida hermana, que se empeñaron durante años en hacer de ella una buena ama de casa. “Yo no aprendería ni a lavar ropa, ni hacer la comida y ni siquiera creo que ayudaba a arreglar mi habitación”, cuenta. “Supe que si obedecía a esa voluntad de volverme criatura ama auxiliar de casa (…) estaba perdida”. “Mi rebelión”, agrega, “era una cosa confusa siendo en todo caso una rebelión en forma sin rezongo, sin hablar y sencillamente no obedecía”.

Me acordé de Virginia Woolf, cuando en años cercanos a los de estos textos pensaba en la inquietud que remece a hombres y mujeres por igual, y que remece sobre todo a los condenados a un destino tranquilo como el que la costumbre ha estimado necesario para el sexo femenino, fermentando secretas rebeliones silenciosas contra su suerte.

Del silencio de su rebelión, o de su rebeldía silenciosa, Mistral vuelve a hablarnos en estos textos a propósito, por ejemplo, de la injusta condena de ladrona que recibió de parte de sus empleadoras; de la falsa acusación de parte de quien fuera su prometido; de la negativa a ingresar como estudiante a la Escuela Normal por acusársele de pagana, de que “escribía unas composiciones paganas y que podría volverse en caudillo –precisamente- de las alumnas”. En ese tiempo ella no lo supo, pensó que se trataba de un fatalismo y recibió la noticia en silencio. Lo supo años más tarde, cuando ese silencio que en su juventud más temprana consideraba una timidez exagerada se le rebelara como el producto de una atrevida dignidad, de una soberbia denodada. Una riqueza: “Soy harto rica de silencio”, termina diciendo en el texto que cierra el libro en respuesta a alguien que al parecer habría publicado ciertas injurias “bienintencionadas” sobre aspectos de su biografía que estas notas aclaran.

Cuántos vínculos podrían hacerse entre ese silencio y su poesía. Cuántos, por lo pronto, entre su voz atascada y su rebeldía. En ese no silencioso, original, que no consiste ni en oponerse ni en aceptar sino en simplemente callar, radica acaso su modo de asirse a las palabras con dificultad, una dificultad tan consciente de la impotencia del lenguaje como de la proximidad del lenguaje con la experiencia de la muerte.

En fin. Pensaba a propósito de esto en la presencia de los árboles en este libro y también en tantos de sus poemas, especialmente en Lagar. Pensaba en el silencio de los árboles, las plantas, las flores, que identifica tantas veces con “el cuerpo de su voz”: “Mi último árbol no está en la tierra / no es de semilla ni de leño, / no se plantó, no tiene riegos. / Soy yo misma mi ciprés / mi sombreadura y mi ruedo, / mi sudario sin costuras, / y mi sueño que camina / árbol de humo y con ojos abiertos”.

Lo que ocurre en ese poema, Luto, con el ciprés, podría ocurrir en este libro con el cardo. Con esa planta que tiene espinas y es fea “como un malhechor”, según dice el lirio. Con ese arbusto polvoroso “que va siempre por las sendas sin reposo”. Con esa flor que “florece entre el polvo y alegra las miradas del febril caminante” que se detiene a otear en el viento “el aroma de las heridas de los hombres”.

Este cuento que Mistral le dedica al cardo se deja leer como una alegoría de la experiencia de la poesía, de su poesía hispida y pedregosa que vive a orillas del camino, “que conoce a cuantos pasan y a todos saluda con su cabeza cubierta de ceniza”, dice, su cabeza envuelta en una corana de espinas en las que de paso se enredan algunas hilachas de lo sagrado.

Y de esa experiencia de la poesía no es ajena, por cierto, tampoco esta editorial, Ediciones del Cardo, que en homenaje a Mistral lleva su nombre, y también su flor.

No me queda más que felicitarlas por este y por todo el trabajo realizado.


 

 

 

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