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Gabriela Mistral, Poesía Religiosa
Orden franciscana de Chile, Fundación Procultura, Revista Mensaje, Stgo, 2013, 186 págs.


Por Juan Cristóbal Romero
Publicado en Revista Mensaje, N°617, marzo/abril 2013


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Toda poesía, independiente de su tema y de la función que la sociedad le asigne, es una sola. Corresponde en esencia a un fenómeno estético producido por palabras cargadas de sentido a su máximo nivel, mediante las cuales se da forma a emociones y pensamientos. Es importante tener en cuenta que la poesía, por más confesional, inspirada o mística que pueda llegar a presentarse, nunca deja de ser una obra de arte, una pieza de literatura. Su contenido está subordinado a la capacidad que tenga el poema de generar en el lector un goce estético. Tampoco se escribe poesía para consolar ni hacer mejores a los hombres. Que un poema lo logre es un feliz azar. La poesía religiosa de Gabriela Mistral es uno de esos raros azares. Junto con obedecer a la indispensable condición de excelencia poética a fuerza de comprensión austera y sonoridad dura, en aquellos momentos en que sus versos sondean los secretos de la divinidad, la Mistral cumple con creces aquello que Ezra Pound destacó al justificar su preferencia por ella: a diferencia de Neruda, la maestra de Vicuña “sabía algo que no tenían que decírselo”. En esa dificultad para expresar cosas que no sabe el resto, en ese intento de nombrar algo indecible, parece radicar la extrañeza que provocan sus versos, su originalidad y su vigencia.

La independencia exhibida por Mistral en cada uno de sus ámbitos vitales no hace la excepción en materia teológica. Sus poemas religiosos, sean estos rogativas, acciones de gracia, bendiciones o cual fuese el designio bajo el cual toman forma, hacen gala de una miríada de imágenes y emociones cuya fuente no parece ser otra que su propia y particular experiencia; dicho de manera menos condescendiente, está enraizada en una sabiduría que criba las influencias cristianas, budistas y teosóficas, a través del tamiz de su encuentro personal y único con el misterio. En efecto, para enunciar la particularidad de sus ideas y sentimientos, son contados los pasajes donde necesita recurrir a la clásica retórica religiosa, tan abundante en ríos, vides, pastores y demás lugares comunes que, en sentido contrario a lo intuido por Pound, tienen el aire de cosas ya sabidas. La Mistral parece vivir y expresar su fe según su propia visión; menos ritualista que espiritual. Así se lo sugiere a su amiga Matilde Ladrón de Guevara cuando le escribe: “Soy cristiana, pero tengo una concepción muy personal sobre la religión. No se debe hablar de esto. Solo sé decirle que no soy dogmática y que le rezo a Dios, es decir, le hablo a Dios muy a mi manera”. Tal independencia es posible apreciarla en gran parte de sus poemas religiosos. En “El ruego”, por ejemplo, la humilde plegaria inicial con que solicita a Dios perdone a su amante suicida, se transforma hacia el final del poema en una exigencia explícita rayana a la insolencia: “¡Di el perdón, dilo al fin!”. Hay también cierta tendencia panteísta a divinizar las cosas y los seres, como en el caso de “El Dios triste” en el que celebra al “Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto”. Pero donde se constata más claramente su independencia frente a las convenciones religiosas es en los “Sonetos de las muerte”. Estos tres poemas están lejos de semejar una plegaria misericordiosa y devota. No siempre claros, lo cierto es que inspiran deseos opuestos al generoso amor cristiano. Cumplen con aquello que la Mistral testimonia a Matilde en la carta arriba citada: “A mí me gustan las hechicerías y no las liturgias”. Lejos de ser una oración piadosa y clemente, “Los sonetos de la muerte” se acercan más bien a lo que podríamos llamar un conjuro de magia negra, los pasos de un maleficio por medio del cual la poeta solicita a Dios la muerte de su amante, quien le fuera robado por “malas manos”. Algunos de sus versos podrían perfectamente haber salido de boca de las brujas de Macbeth.

Si fue una persona más mística que religiosa; si sus poemas tienen raíces cristianas o budistas, si su encuentro con la teosofía de José Vasconcelos influyó o no sobre sus creencias, son disyuntivas que dan poca o ninguna luz sobre el secreto de la poesía religiosa de Gabriela Mistral, cuyas fuentes, asociaciones y alusiones escaparán siempre a nuestra comprensión total. Lo cierto acaso es que Gabriela Mistral aceptó el riesgo de adentrarse en el atributo del misterio, cuya cercanía suele producir un movimiento desde la trascendencia a través de la fe y las obras, hacia una trascendencia a través del vacío y las sensaciones; desde una búsqueda por lo trascendente hacia otra por lo inmanente; un movimiento, en el fondo, desde cualquier religión hacia la religión de la poesía.


 

 



 

 

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Publicado en Revista Mensaje, N°617, marzo/abril 2013