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Gabriela Mistral
MONUMENTOS



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En este negocio, como pocos, andan mellizos el aturdimiento y la necedad del Viejo y del Nuevo Mundo. Tienen ambos una debilidad pareja de sus grandes hombres; otra ídem del mármol y el bronce, desperdiciados en esperpentos y una escasez extraña de genio escultórico contemporáneo.

La abundancia de estatuas corresponde exactamente, y aunque las naciones blancas y mestizas hagan grimace a la idolatría copiosa de los negros, alumbradora de una infinidad de dioses mínimos. El Egipto comenzó por Ammón e Isis, el sol y la luna, y siguió dando curso a su apetito de dioses hasta parar en el chacal y el escarabajo. El blanco levantó estatua a Leonardo en Milán, y en la ciudad de provincia al ricachón que abrió un asilo de viejos o de lisiados (¡cómo si valieran por hazañas civiles estas mediocres beneficencias ocasionales!). O hace el grupo escultórico soberano de Metrovich en gran ciudad yugoeslava y adjudica presente parecido al alcalde compadrero de una aldea. Hay que tener dioses y si faltan se halla cualquiera manoseando un matorral o alzando una piedra con musgo.

En esto los ayuntamientos dan el do de pecho de su bonhomía y su ruralidad de pañuelo de hierbas. Los buenos hombres ediles, o como los llamen, quieren honrar a su camarada de club o de café que hace falta en la luz familiar. Y, ¡chas!, salta en la aldea el monumento.

No hay escultores de tamaño, porque el género escasea y está en rotunda decadencia, o los hay nada desestimables en la capital del país o en la de otro más afortunado. Pero a los palurdos dadivosos del municipio no les da ninguna satisfacción esa gente de delantal embarrado y cinceles frenéticos que no quieren plasmar minuciosamente bigotazos, solapas, botines, hongos y bastón. Y buscan al escultor de arte de alpargata o de sombrero hongo (dos géneros), que para mayor contentamiento se encuentra en la región, que generalmente no vive bohemiadas y no lleva en los pulsos la calentura cubista. Para contratiempo de esa clientela escultórica de medio pelo (en Chile llamamos “medio pelo” a la clase media), el cubismo es la única escuela que ha entregado algunas obras válidas de escultura en los últimos veinte años. Su rabiosa voluntad de simplificación y su costumbre del símbolo le han valido y ayudado en este capítulo mucho mejor que en la pintura. Ahí van decreto, materiales y dineros y sale el aborto, o el esperpento, la industria apucherada, el cuadripedestre monumento regional.

Lo encontramos en todas partes, sea la Lombardía, la Provenza o la Castilla.

Los niños, desde que dan pasitos, echan sus ojos sobre el engendro; los turistas se detienen ante la legumbre en metal; el nieto del prócer, que ha salido de su patio y sabe alguna cosa, tiene vergüenza, pero revuelta con amor propio, y defiende el adefesio. Vienen con los años mejores alcaldes; el párroco y el maestro suelen saber algo del género mármol y tapan su risa cuando pasan por la plazuela o la fuente.

Nada, que eso queda plantado allí por condescendencia, por cierto recato civil, por fatiga o, lo más común, porque el monigote de alguna manera es ornato de la ciudad chiquita.

No vaya a creerse que las grandes estén exentas de la majadería: de ningún modo. Y aquí la tolerancia aguantadora es más extraordinaria. Por qué, aprovechando el desorden de una huelga, no los tiran, dejando allí un letrero que diga: “Con permiso del héroe (cuando hay héroe) y por decoro de él”. ¿O por qué no aprovechamos en noche normal el sueño espeso de los guardias municipales y se sale con una pica bajo el macfarlán o la manta o el poncho? ¿O por qué a lo menos no se inserta en un diario en cuadro de Inri permanente, dedicando a la autoridad una mofa variada e insistente: “el monumento tal ofende a los ojos urbanos”, o “la fuente cual debe quedarse en su puro tazón” o “el bajo relieve del tal sitio chochea y se cae?”.

Culto de héroes de décimo jalón y desfogadero de vanidades locales y providencia de escultores infelices.

Que los interesados los lleven a su jardín o al hall de sus casas. El paseo público es otra cosa, un lugar de reconciliación de las miradas sobre objetos de elemental agrado.

Voy pensando estas cosas mientras miro, ¡gracias a Dios!, las fotos de dos monumentos modernos: el de Concepción Arenal para Galicia, y el dedicado a la segunda victoria del Marne, en Francia.

La limpieza comienza, pero todavía remolona y a lo más valdrá para lo porvenir. Pero para lo viejo parece que no hay otro socorro que la apelación al martillo y a la azada. Son honestas herramientas; no solo sirven para majar clavo o sembrar trigo, y tiene su hora, que es la de la de la irritación que se cansa y la de la decisión que se endereza.

 


 

Lisboa, octubre de 1935.
“El Tiempo”, Bogotá, 17 de noviembre de 1935.
(Del archivo mistraliano de Jaime Quezada).



 

 

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