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Jaime Quezada | Autores |












ESCRITOS POLÍTICOS DE GABRIELA MISTRAL
Gabriela Mistral, Escritos Políticos. Fondo de Cultura Económica, Colección Tierra Firme.
Santiago de Chile, abril, 2024. Segunda edición.

Por Jaime Quezada

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Gabriela Mistral (1889-1957), que nos nace en una aldea cordillerana del valle de Elqui en pleno gobierno, en Chile, del Presidente Balmaceda —“ese hombre con afanes de limpieza republicana y el ídolo de una nación entera”— no estará ajena a los acontecimientos políticos, sociales, educacionales, mujeriles, agrarios e ideológicos que le tocó vivir tanto en sus años de permanencia en Chile como en los otros muchos de su errancia por el mundo.

Tales sucesos no la iban a dejar indiferente estuviera donde estuviera: en Santiago de Chile, en Ciudad de México, en Niza, en París, en Lisboa, en Nueva York. Se diría conciencia viva de una época que resume en sus recados y ensayos el ritmo vital de Chile, la faena de una América y la visión del mundo. Preocupada siempre del destino de Chile —“una república que cumple con el régimen democrático que se dio y juró”—, Gabriela Mistral siente nuestros pulsos nacionales como una tarea histórica, como una urgencia de los tiempos. Hay en ella un apego profundo por la voluntad de un Chile con sentido moral, que es su honra y su orgullo. “Yo, la insufrible demócrata”, se definió una vez, muchas veces, conversando con el escritor mexicano Alfonso Reyes en sus años consulares de Xalapa; así sea también declarándose “una hija de la Democracia chilena” (y escribe la palabra Democracia con mayúscula, con D encopetada) en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura (diciembre de 1945); en ese discurso frente a sus Altezas Reales no ocultará —honrada ella en uno de los muchos trabajadores de la cultura— su adhesión “al mirar con leal amor hacia los otros miembros del pueblo sueco: campesinos, artesanos y obreros”.

En un país como Chile, donde “la mayoría de los chilenos tiene el patriotismo quisquilloso”, Gabriela Mistral estaba lejos de aquellos patriotismos de orfeones y escarapelas. Su Menos cóndor y más huemul, por ejemplo, no deja de ser una desmitificadora parábola de la realidad del país. Ella confesaba su escaso amor por el cóndor que, al fin de cuentas, es solamente un hermoso buitre. Prefería al pobre huemul que bien mostraba la sensibilidad de una raza: “La predilección del cóndor sobre el huemul acaso nos haya hecho mucho daño. Algunos héroes nacionales pertenecen a lo que llamaríamos el orden del cóndor”. Es decir, el picotazo sobre el lomo, el ojo sanguinoso que domina solo desde arriba. Para nuestra Mistral sería bueno espigar en la historia de Chile los actos de hospitalidad, que son muchos; las acciones fraternas, que llenan páginas olvidadas.

Y no hay fábula ni alegoría alguna en esta zoológica desmitificación heráldica, como tampoco la habrá en la botánica página de La pobre ceiba, un artículo-recado con proyección al continente latinoamericano todo. Un denunciar al mundo el umbroso acuerdo de los delegados que asisten a la conferencia de La Habana (febrero 1928) para tratar la intervención norteamericana y el asunto de Sandino en Nicaragua: “Los delegados de la Conferencia plantan una ceiba como símbolo de la fraternidad del Nuevo Mundo. ¿Por qué una ceiba?, por ser el árbol más umbroso de la América. Y yo entiendo, un poco perversamente, el más espeso, para que cubra feas cosas… Yo tengo muchos deseos de que la ceiba se les seque”.

Los juicios de Gabriela Mistral tienen así la energía que da la sobriedad y la verdad de su lenguaje, amén de una notable belleza de escritura. Por sus recados y artículos va y viene la historia sin mito de nuestros pueblos totales. “Yo no tengo por mi pequeña obra literaria el interés quemante que me mueve por la suerte del pueblo. No hay en mí ansia de reivindicaciones populares, de aproximación a la política. No soy, por cierto, una sufragista. Hay en ello el corazón justiciero de la maestra que ha educado a los niños pobres y ha conocido la miseria obrera y campesina de nuestros países” (Discurso en la Unión Panamericana, Washington, agosto, 1932). De ahí, fiel a ese “interés quemante que me mueve por la suerte del pueblo”, hará del problema agrario, del asunto indígena, de la cuestión social sus temas fundamentales e importarán en ella decididamente durante toda su vida. Serán su materia y su rezongo, sus impaciencias motivadoras cotidianas.

Venida de una zona rural, de hortelanos y pequeños agricultores elquinos (“toda cultura debería comenzar por la tierra”, dice), conocerá desde muy joven la realidad del campo chileno. Ella misma consideraba que los campesinos eran su verdadera familia en cualesquier parte y constituían la raza chilena efectiva, la mayor y la mejor de nuestras clases sociales. En ese campesinado de Chile, o campesinería como le gustaba decir, ponía todo su amor y, también, toda su pasión. No extrañará, entonces, el afán juicioso y detallado que va a tener por la urgencia de una reforma agraria, sobre todo en un país como Chile con latifundio medieval. Consideraba que el suelo abandonado era lisa y llanamente una expresión de barbarie, “y sin hacer artículo de especialidad que no sé escribir, he dicho cada vez que he podido mi aborrecimiento de nuestro feudalismo”.

Será México el país que le revelará en su mayor intensidad otra de sus bravas pasiones: la masa indígena o las netas indianidades vueltas conciencia viva de la raza. Ella misma poniéndose sanguíneamente en diaguita-mazateca en la sierra aoxaqueña y en las campañas y misiones de alfabetización del ministro Vasconcelos. Este acercamiento a nuestros pueblos originarios, sin embargo, tendría su encuentro primero por 1919, en la región de su destierro magallánico: “allí había unos seres de etnografía poco descifrable, medio alacalufes, pero mejor vestidos que nuestros pobrecitos fueguinos. Eran el aborigen inédito, el hallazgo mejor para una indigenista de siempre”. Luego en Temuco, “aquella zona de la maravillosa rebeldía” —según su propia, certera y épica definición de ese ámbito territorial y geográfico—, conocerá sin prejuicio o mito alguno al pueblo mapuche, la formidable raza gris, como escribe en su elocuente recado Música araucana. Mirándoles vivir un tiempo entenderá —y en decires de ella— a esas indiadas aventadas y barbarizadas por el despojo de su tierra: “Nos manchan y nos llagan, creo yo, los delitos del matón rural que roba predios de indios, vapulea hombres y estupra mujeres sin defensa a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes y de nuestras iglesias consentidoras”. Recuérdese, además, que en Poema de Chile (1967) estos mismos asuntos serán materia poética para sus textos Reparto de tierra, Campesinos, Araucanos.

Y todo esto lo dice con palabras que arden y queman, sin perdonar nada, importándole grandemente la justicia social y el destino “del pueblo, que es el vidente mayor”, remarcado estas frases muchas veces y con énfasis definitivo: “Soy, antes que todo, obrerista y amiga de los campesinos; jamás he renegado de mi adhesión al pueblo y mi conciencia social es cada día más viva”, como deja testimonio en muchas páginas de su correspondencia. Pero no solo en sus relaciones epistolares dejaba constancia de este anhelo de justicia social y de esta adhesión al pueblo. Varios y muchos de sus recados ahondarán en estas materias, así resulte comunista para los conservadores de Monterrey, o beata para los radicales de Michoacán, según sus propias vivas expresiones en el medio mexicano que le tocó en gracia vivir. Y advirtiendo: “Tenemos que habituarnos al nuevo acento de las masas populares: hiere a los viejos oídos, un poco femeninos de puro delicados, mas tienen que oír esos oídos”. Es decir, estar con los tiempos y en la verdad de esos tiempos.

Gabriela Mistral, que durante toda su vida vio muy claro esto de la cuestión social, aconsejaba a sus amigos políticos —que los tuvo— que había que oír el mandato social de esta hora con el corazón y no solo con la inteligencia. “La política y el espíritu”, decía, apoyándose prologal y ensayísticamente en un libro del mismo nombre publicado por 1940. Comentando, y sin alegoría alguna, poniendo más bien el acento desnudo de nuestra historia en un saber mirar el ácido trance de nuestros pueblos, escribe estas relevantes frases: “Mucha consideración rodea entre nosotros un acta de independencia que, en verdad, independizó a un décimo de la población; mucha dignidad otorgamos a una Constitución que nos llama libres a todo trance y que nos ha echado sobre el cojín de pluma de la confianza, desde el cual no levantamos la cabeza para saber si seguimos siendo libres; mucha oda y mucho orfeón enderezamos en torno de nuestros héroes políticos”. (Conversando sobre la tierra, 1931).

De ahí el marcado interés de nuestra Mistral por la historia de Chile en su proceso de genuina tradición cívica y democrática. “A mí me gusta la historia de Chile como un oficio de creación de patria”, decía. Y en este oficio miró con desdén ciertas presidencias anodinas y celebró aquellas que mantuvieron el “compromiso subrayado de la constitucionalidad, línea tónica de nuestra historia”. Gabriela Mistral pondrá su tuétano y su sien en un Camilo Henríquez, el subversivo de 1810, como buenamente lo llama; en un José Manuel Balmaceda, a quien admirará con una pasión lúcida de porvenir. Consideraba que en la parva y seriota historia de Chile, Balmaceda ansiaba promover el país a nación moderna: “hombre de limpieza republicana y padre de su pueblo, solo el caudal de dineros de las viejas fortunas peluconas y la propaganda constitucionalista terminarían en una revolución con él”.

Así, la historia de Chile, en su oficio de creación de patria y en su trasvasijamiento de épocas y tiempos e hitos en estos devenires, va y viene en las motivaciones de una Mistral y en el rescate de estos “derroteros morales nuestros”, en los albores del siglo veinte, que no descuida aquellas décadas urgidoras de democracia del XIX y que entra en lo medular del Chile siglo XX. Mucha historia y mucha vida del país patrio quedará entonces en los temas escriturales y pensantes de una Mistral chilena y chilenísima: “Quiera oír a su compatriota que nunca ha mentido”, le dice a su gran amigo, y guía, y único protector de su carrera, el radical y demócrata Pedro Aguirre Cerda. Y si este le había dedicado su libro El problema agrario (1929) —“a usted que lo ha inspirado”—, mucho antes Gabriela Mistral ya había hecho lo mismo en la página inicial de Desolación (1922), su primera obra, agradeciéndole “la hora de paz que vivo”.

De ahí también, y en estas materias, va surgiendo el Chile, nada de romántico ni utópico, que nuestra Mistral ansiaba promover a nación moderna que se interesa en el bienestar de los humildes, en la educación nacional y en toda una democracia genuina. Proyecto, si se quiere entonces, que bien representa cabalmente las circunstancias, los sueños, los destinos y las realidades de un país, en su vivir o desvivir, en su pensar o repensar, y que dejan al descubierto un mirar o remirar aquellas pretéritas décadas fundacionales de la República y, por sobre todo, el cuerpo y el alma de un Chile siglo XX en su proyección de presente y de porvenir. “El cuerpo moral de un país”, como ella dice, destacando esa limpieza republicana. O con más énfasis: “los pulsos nacionales”, definiendo así un ritmo de acción o una voluntad de ser del chileno.

A estas preocupaciones sociales, agrarias, indigenistas y ciudadanas, deben agregarse otras tantas que tuvo Gabriela Mistral. Tampoco los asuntos mujeriles —sin ser ella una rematada feminista— le iban a ser ajenos, al igual también que los problemas educacionales. Y aunque ella reconocía no tener manía política ni genio político, en la realidad tales asuntos fueron además sus motivaciones. Sobre todo en tiempos de tanto tradicionalismo y de tanta sociabilidad dorada, u “ociosidad dorada”, como la llamó, con nombre más legítimo, la misma Mistral. La mujer de la época mistraliana, llámese maestra, artista, escritora, o simplemente la que llamamos la mujer de su casa (salvando las intencionalidades peyorativas en beneficio de tener la casa como universo o forma de vida noble para la mujer), será una motivación entusiasta y vitalizadora en la escritura y en el ajetreo cotidiano de la autora de Tala.

En este mujerío —palabra tan única y tan plural, tan suya y tan muchedumbre— Gabriela Mistral revelaba su permanente apego y su admirativa actitud por la ilustración y la dignidad y la participación de la mujer en la sociedad chilena de su tiempo, por el oficio cumplido, e incluso por las tareas del hogar. Es interesante destacar a esta altura de los tiempos (y de las circunstancias), y en un anhelo de aportar “algo de feminización a la democracia”, según su frase, lo que nuestra Mistral escribía por los años iniciales de la década del treinta, pidiendo el derecho de la mujer chilena al sufragio universal, marginada ella —la mujer chilena— de ese, el voto femenino: “Pertrechadas en grande, iremos a las elecciones, no en mero papel de votantes sino además de candidatas. Si votamos, pero solo por hombres, seguiremos relegadas, sin cobrar verdadero agarre sobre el timón de mando… Nuestro Senado tendrá mujeres también, palomas entre cóndores”.

Gabriela Mistral, que se consideró modestamente una tradicionalista fue, sin embargo, una mujer de su tiempo y una adelantada, en muchos casos a ese tiempo. Su Chile, en su genuina tradición cívica y democrática, “línea tónica de nuestra historia”. Preocupada siempre del destino de Chile —“una república que cumple con el régimen democrático que se dio y juró”—, Gabriela Mistral siente nuestros pulsos nacionales como una tarea histórica, como una urgencia de los tiempos. Circunstancias nada de antojadizas o meramente ocasionales, sino que obedecen a las permanentes preocupaciones que siempre, en todo momento y lugar, tuvo nuestra autora por las cuestiones inmediatas y quemantes de su Chile natal, país civilísimo —como lo llama—, del civis político y del civis social. No hay aquí otra Gabriela Mistral. Es la única y la siempre: conciencia viva de una voluntad de ser sin atadura posible. De la hondura y belleza de artículos, recados y ensayos que forman este libro político —político en el desvivir y en el hacer la historia crítica y ciudadana de una época— surge, sin leyenda alguna, una insufrible demócrata llamada Gabriela Mistral. Hija de la Democracia chilena, la única —la democracia y ella— en su honra y en su verdad.

Santiago de Chile, abril de 1994.
Santa Sofía de Lo Cañas, abril, y 2024.

 





 

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