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Jaime Quezada
GABRIELA MISTRAL EN EL SALÓN GABRIELA MISTRAL

 

Texto leído en la inauguración del Salón Gabriela Mistral.
Palacio de La Moneda.
Santiago de Chile, Lunes 13 de enero, y 2014.


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Aquí estoy si acaso me ven,
y lo mismo si no me vieran.
G. M.

Sí. Estuvo aquí en este mismo resplandeciente republicano salón un día de septiembre de 1954. Un miércoles 8, para ser más preciso, de ese mes patrio. Y era nada menos que el mismísimo Presidente de la República, Carlos Ibáñez del Campo, quien la recibía en gloria y majestad en un acto de bienvenida a Chile después de 16 años de ausencia del país natal. Y, a su vez, acaso en lo muy íntimo y en lo muy público, en un gesto de reconciliación mutua que honraba a la ilustre poeta y al venerable mandatario chileno:

“Yo agradezco profundamente a mi presidente Ibáñez el haberme acompañado hasta aquí. Es una honra y es además una alegría viva para mí”, dijo ella. Agregando, luego, que era “una chilena ausente pero no una ausentista”. Queriendo decirnos, por cierto, que a pesar  de sus muchos años de errancia o extranjería voluntaria, nunca estuvo lejos del Chile real, del Chile de su campesinería chilena, ella, heredera de hortelanos elquinos. Como tampoco nunca estaría lejos de aquel otro Chile real, el Chile geográfico y educacional que años ha se había vivido en sus tiempos de maestra  en aquellos  sus tantos ires y venires  por los nortes salitreros o por las patagonias australes, así sean sus coquimbos  o sus araucanías o sus valles aconcagüinos.

“No voy sino a los lugares donde puedo servir”, le había dicho epistolarmente a su grande y confidente amigo, Pedro Aguirre Cerda, muchos  años antes que el educador y político de Pocuro llegara a la Presidencia de la República. Y en ese recorrer el territorio nacional sirvió con la nobleza y la visionaria vocación de la maestra que por sobre todo  también  fue: “Esta simple y antigua maestra rural que soy”, como  se definió en aquella otra solemne y, a su vez, resuelta tarde en el Salón de Honor de nuestra U. de Chile al agradecer la distinción  Honoris Causa, distinción académica que la Casa de Bello otorgaba por  vez primera.

Anécdotas, sin duda, de trascendencia viva o de gestos nada de imaginarios que bien retratan ese ser y hacer que la autora de Desolación tuvo por el país natal, y que revelan su fervoroso y permanente acercamiento a su tierra nutricia. “A mí me gusta la historia de Chile como un oficio de creación de patria”, escribió en uno de sus muy admirativos y memorables recados. Así, ella misma también hizo de esa -su frase- el cartabón o el lema o el paradigma de su acción.   

No en vano, en Estocolmo, aquel también otro día ilustre de 1945, recibiendo de Su Alteza Real, el Rey de Suecia, el Premio Nobel de Literatura, se definiría como “una hija de la Democracia chilena”. Y pronuncia con énfasis la palabra Democracia o la escribe con D mayúscula o con D alta o D encapotada para que la escuche y la lea el mundo, ese  mundo que estaba ensombrecido aun por una grande mancha-nube atómica, ella ciudadana y pacifista de todos los Buenos días.

Autora de una “poesía lírica inspirada en poderosas emociones”, como fundamentó precisamente la Academia Sueca al otorgarle el universal galardón. Su poesía de Desolación (1922): el amor y el desamor en sus romanticismos y arrobamientos, celos y tragedia y su llamarada ardida de pasión y de fervor. Su poesía de Ternura (1924): tan en las albricias, jugarretas y cuenta-mundo y tan en las ternuras de la ronda infinita para el niño, niño, y para el niño que somos nosotros mismos en permanente crecimiento: “También los hombres necesitan una canción de cuna para que apacigüe su corazón”, dice la autora.  Su poesía de Tala (1938): en sus alucinaciones y descendimientos, sus materias y sus frutos y sus bultos tutelares de la América: santo maíz milenario ese maíz precolombino, o madre yacente esa cordillera de los Andes.  Libro hito en la poesía chilena e hispanoamericana, con toda una escritura de limpieza primitiva, y su verso certero y devoto que parece nuevo o como no visto o visto por vez primera  y que maravilla de gozo por su lengua cotidiana.

Desolación, Ternura, Tala, he ahí sus tres clásicos libros poemáticos hasta entonces (1945), y publicados en  Nueva York y en  Madrid y en  Buenos Aires, ciudades metrópolis  otras de la América o del  mundo, y no originalmente en su Chile natal. Aun así ese Chile natal iría con ella siempre más allá de su Poema de Chile (1967), ese póstumo libro que nos dejó –ella, descubridora y recreadora de los dones de su tierra- como legado para conocer y conocernos en las realidades y en los imaginarios gozosos del país que somos. Testimonio de acción de gracias o canto epifánico, si se quiere, por el país patrio.

En montañas me crié con tres docenas alzadas / parece que nunca, nunca / aunque me escuche la marcha, / las perdí, ni cuando es día / ni cuando es noche estrella. / Y aunque me  digan el mote / de ausente y de renegada, / me las tuve y me las tengo / todavía, todavía, / y me sigue su mirada (Montañas mías”).

“Mi pequeña obra literaria es un poco chilena por la sobriedad y la rudeza”, reconocía ella, con rudeza y sobriedad a la vez. Sin embargo, esa “pequeña obra” conlleva una profunda valoración de los sentimientos espirituales y humanos, un amor por los lugares natales y las riquezas vivas de los pueblos americanos.  Escritura, además, enriquecida de expresiones novedosas y originalísimas, lengua y gestos que le dio ya su valle de Elqui adentro o ya las hablas muy castizas de su  América: “En Puerto Rico me encontré con el español de Elqui, siglo XVI, y me dio gusto saber que hablo lo mío más legítimo y entrañable. Y, además, no me voy a quedar sin el Martín Fierro y sin el folclore criollo: Que vengo de una tierra en donde el alma eterna no perdía”.

Recuérdese que la Academia Sueca, a la fundamentación de una poesía lírica, agregaba además que la autora chilena “representaba un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el continente latinoamericano”. Continente que bien se conoció y recorrió de Arauco a Copán, de Montegrande al Mayab, en un solo mapa de unidad continental desde aquellos años 22, 23 de sus misiones pedagógicas por la meseta mexicana participando en los programas de alfabetización del ministro Vasconcelos. Y más tarde por los Caribes y las Antillas, deslumbrándose de un trópico radiante, bendito de cantar y valorar. O llamando, hacia los años finales de su vida, aquel diciembre de 1955, desde la Asamblea General de las Naciones Unidas, a los gobiernos y pueblos de la América y del mundo a respetar y  preservar los Derechos Humanos Básicos: “Yo sería feliz si ese triunfo fuese el mayor entre los alcanzados en nuestra época”, dijo, con su voz temblorosa y casi ya en eternidad.

No solo una lírica poesía, entonces, sino también, y estuviera en donde estuviera, un pensar y un sentir y un contar  las realidades y necesidades mismas del país en su  desarrollo republicano, democrático, ciudadano: “aquellos que conservamos una memoria despejada, tal vez por vivir lejos –escribe- tenemos presente nuestra reputación americana de patria justiciera”. Esa patria justiciera del país natal que ella, en sus ánimos y en sus sueños y en sus rezongos, veía y quería: “Yo veo al país en tres dimensiones: la geográfica, la económica y la moral. Cuando digo aquí moral, digo moral cívica”, señalaba enfáticamente.

Gabriela Mistral, que se vivió los años tónicos del país, lo que ella llamará el ritmo vital de Chile o el signo de la acción, en medio de un clima urgido de democracia y de vida republicana, veía en ese ritmo o acción, la fuente rumiadora de nuestra historia y de nuestra moral ciudadana; los pulsos nacionales, como bien dice, definiendo así  una voluntad de ser del chileno.

Caso singularísimo en la literatura de un país y de un continente la muy vasta labor creadora de una mujer como Gabriela Mistral, que no sólo escribió una poesía siempre sorprendente y reveladora en sus hallazgos y asombros (¿Será esto lo eternidad que aun estamos como estábamos?), sino, y de manera muy principal, una mujer chilena y latinoamericana del siglo veinte, que nos nace hacia las décadas finales del  diecinueve y que se nos proyecta con plenitud y vigencia en este veintiuno -tres siglos en ella entonces, y siempre tan hoy y tan contemporánea-, y que bien supo decir buenamente lo suyo, y en lo suyo lo de los otros, en los tantos esenciales temas que harán de su escritura un acercamiento al prójimo y una enseñanza cotidiana de vida. Contadora de patria como la más. Y, en definitiva, una Gabriela Mistral –“con virtudes y con mañas”- que miró tan familiarmente el mundo como si ella lo hubiese creado, y ¡por gracia!

Aquí estoy si acaso me ven,
y lo mismo si no me vieran.

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