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MISTRAL Y FALABELLA
Por Grínor Rojo
Universidad de Chile
Publicado en Revista Iberoamericana, Vol. LXXI, Núm. 211, Abril-Junio 2005
Presentación, del libro de Soledad Falabella. ¿Qué será de Chile en el cielo? Poema de Chile de Gabriela Mistral.
Santiago de Chile. LOM, 2003.
14 de abril de 2004
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Cosa curiosa, este libro de Soledad Falabella sobre el Poema de Chile puede leerse como ella misma propone que se lea la gran obra inconclusa de Mistral, como un “texto en marcha”, escrito y reescrito a lo largo de varios años y que sobre una misma base operativa, sobre una misma intención original incluso, va incorporando modulaciones diferentes que tienen que ver con las circunstancias vitales de la autora. Mistral da comienzo al Poema de Chile en 1922, según han podido comprobarlo las investigaciones que hizo Falabella en los cuadernos que quedaron inéditos a la muerte de la poeta, éste experimenta un nuevo impulso alrededor de 1938 y otro no menos significativo en la segunda mitad de los cuarenta y en los cincuenta hasta su desaparecimiento. Falabella misma inicia su entrevero con el texto mistraliano en 1993, a propósito de la escritura de su tesis para optar al grado de Licenciada en Humanidades con mención en Lengua y Literatura en la Universidad de Chile, lo reanuda en la Universidad de California, Berkeley, adonde va en 1995 a realizar estudios doctorales, los que remata en el 2001 con una tesis sobre el mismo asunto, y sigue trabajando en el proyecto con posterioridad a su retorno a nuestro país ese último año. Todo ello hasta hoy, cuando, a diferencia de Mistral, Falabella parece estarnos colocando frente a la versión definitiva (¿definitiva?) de sus esfuerzos en la materia.
QUIERO EXPLORAR EN LO QUE SIGUE ESTA INTERESANTE COINCIDENCIA.
Falabella tiene razón: el Poema de Chile es un “texto en marcha”. Cuando en 1922 Mistral parte a México y echa a andar su libro, ella lo hace porque escribirlo le llena un hueco cierto, el que en su sensibilidad y su conciencia crea el alejamiento de la tierra del origen. Las circunstancias las conocemos todos. Mistral se va de un país al que regresará después sólo tres veces y en cada una de ellas por un lapso menor: unos cuantos meses en 1925, algunas semanas en 1938 y unos pocos días en 1954. La anotación que acabo de hacer acerca del tiempo decreciente de estas visitas de la escritora a su patria no es superflua en tanto nos descubre el proceso de una perdida o antes bien, el de una pérdida en proceso. A Mistral se le va perdiendo Chile de a poco, eso es lo que le ocurre en definitiva. Pero no por eso deja Chile de pesarle. Por una parte, como raíz, como naturaleza (sobre todo “huertera”, que es la que a ella le gustaba más), como dulzura y dicha infantiles. Por otra parte, como soledad, como marginación (social, política, genérica, profesional, de todo eso hubo y sobre todo eso existe la debida constancia), como la herida y el dolor que le dejaron en la memoria los duros golpes que debió soportar en nuestro país durante la adolescencia y primera madurez. El Poema de Chile parte de este modo, se diría que con una doble conciencia, y así es como crece durante los quince o más años que median entre el 22 y el 38. No sé yo cuales serán las secciones que Mistral escribió en esos años y el libro de Falabella no termina de aclarármelo. Con todo, me atrevo a asegurarles que la doble corriente que identifiqué más arriba es la que los nutre de punta a rabo. Es el amor y es la bronca: es la nostalgia de la niña que se va lejos de su casa y es el resentimiento de la mujer adulta que siente que la echaron de ella de una mala manera.
No es insólito que Gabriela vuelva a Chile en mayo del 38. No sólo por su entrada por el sur del país, y por lo notables poemas que el paisaje sureño le inspira (“Volcán Osorno” y “Salto del Laja”, por ejemplo. Estos dos pasarán después a formar parte de la tercera edición de Tala, la de 1958, que también contiene una sección de “Trozos del ‘Poema de Chile’”, integrada por “Cuatro tiempos del huemul”, “Selva austral” y “Bíobío”. Extrañamente, Doris Dana no incluyó en el libro del 67 “Cuatro tiempos del huemul”, a mi juicio uno de los grandes poemas de Mistral), también por la visita posterior que hace al Elqui y porque durante su estadía en Santiago asiste a la proclamación de la candidatura a la presidencia de su ex-colega y amigo Pedro Aguirre Cerda, sino, de mucho más valor que todo ello, porque los tiempos han empezado a ser por aquel entonces de proposiciones y Mistral lo sabe bien ya que lo ha visto y sentido en varios lugares de América (y no sólo de América Latina, pues habría que tener también en cuenta lo que significó para nosotros, en la cuarta década del siglo, la presidencia de Franklin Delano Roosvelt en Estados Unidos). La misma candidatura de Pedro Aguirre Cerda a la presidencia nuestra, encabezando a las bulliciosas muchedumbres del Frente Popular, y su triunfo posterior, constituyen un síntoma claro de este espíritu de cambio. Vientos nuevos soplan sobre el continente, una prolongación más generosa y más potente de los que hicieran triunfar a Irigoyen en la Argentina en 1916, que Mistral conoció a través de su contacto con la postrevolución mexicana desde el 22, que de algún modo llegaron a nuestro país en el 25 pero que sólo fueron asumidos cabalmente a partir del 38.
Esos vientos nuevos hablan de identidad e independencia: de una suerte de mayoría de edad regional. Constituyen el telón de fondo de la segunda gran etapa del poema mistraliano y el de la puesta en marcha chilena del Canto general de Neruda. Yo me he referido a estos dos momentos capitales en la historia de nuestra literatura en otra ocasión observando que “Los años veinte, treinta y hasta fines de los cuarenta se caracterizan en América Latina por su nacionalismo –aquel nacionalismo terrícola del que habla Mistral en su bella reseña de Chile o una loca geografía de Benjamín Subercaseaux–, que un tanto contradictoriamente, a la vez que informa al mundo sobre la plétora y excelencia de nuestros recursos naturales, apuesta cuanto tiene a las posibilidades de éxito de un capitalismo autárquico, con participación del Estado en el manejo del aparato productivo y financiero de cualquiera sea el país de que se trate (el México de Cárdenas, el Chile de Aguirre Cerda, el Brasil de Vargas, la Argentina de Perón) y en el que mágicamente acabarán por converger los intereses de la empresa privada con las demandas de justicia social.
La clave técnica del nuevo modelo económico fue la industrialización y las respuestas ideológicas fluctuaron entre el respaldo casi sin restricciones que le brindaban las capas medias y el sector moderno de la oligarquía, un apoyo más bien suspicaz de parte del proletariado y el rechazo a veces iracundo y en otras solamente melancólico que se deja percibir entre los dueños de la tierra. Una novela como Don Segundo Sombra, por ejemplo, representa con claridad la postura de la oligarquía estanciera argentina de los años veinte y treinta, en la medida en que su retrato del gaucho es menos la defensa de aquella legendaria ‘cifra del Sur’, como escribió Borges en 1953 –y que es una cifra que en efecto había hecho mutis de las llanuras pampinas en las últimas décadas del siglo XIX–, que la apologética de un modo de vida que esa oligarquía siente amenazado por el advenimiento de una nueva perspectiva para encarar y resolver los problemas nacionales. La venezolana Doña Bárbara, en cambio, con su menosprecio de aldea y alabanza de corte o, en otras palabras, con su propaganda sin tapujos de la función civilizadora de la metrópoli laboriosa y culta por oposición al campo palurdo e indócil, nos suministra la punta clasemediera del mismo espectro.
He ahí pues el espacio ideológico y estético amplio en el que Mistral y Neruda instalan en esos años sus poemas respectivos. En ellos se aloja un sentimiento de amor a la patria del que no puede dudarse, que es ancho y es hondo, pero que no por eso deja de ser crítico. Las secciones del Poema de Chile en que Mistral habla de una reforma agraria que entonces no se había producido, la que permitirá que Juan Labrador labre “huerto suyo”, y donde habla también de unos indios a los que “por mestizos banales,/ por fábula los contamos”, o los poemas que Neruda dedica a los mineros, a los pescadores, a los obreros del salitre y en general a los pobres de Chile, a esos que emiten “un lamento y otro y otro lamento y otro” y cuyas voces el poeta escucha dondequiera que esté, no son nada complacientes. La mirada desde y sobre la patria, como escribe Neruda en “Melancolía cerca de Orizaba”, es de “cristal y tiniebla”. Indirectamente, en el caso de Mistral, y directa y furiosamente en el de Neruda, la patria chilena a la que ellos tanto aman es también el motivo de un “enorme dolor”.
¿Cómo se explica, sin este vuelco identitario, entrañable y acerbo a la vez, la política mistraliana de esos años y más tarde? ¿Cómo se explica el switch que ella hace desde el panamericanismo blando de la década del veinte al latinoamericanismo fervoroso y no pocas veces rabioso de las del cuarenta y cincuenta? En Estados Unidos la trataron bien, ahí se publicó su primer libro y para allá viajó en 1924 y de nuevo en 1930. Pero ya a fines de los veinte escribe contra la intervención norteamericana en Nicaragua y es partidaria abierta de la rebelión de Augusto César Sandino hasta el asesinato del héroe en 1934. Por otro lado, se multiplican en esos años sus escritos sobre Martí y con posterioridad a la segunda guerra mundial, en los comienzos de la guerra fría, no vacila en sumarse a la vasta campaña en favor de la paz. En cuanto a la cosa chilena, de principios de los treinta son algunas de sus conferencias sobre nuestro país, entre ellas, en el 34, su “Elogios de la tierra de Chile” y su “Breve descripción de Chile”. También empieza entonces a disparar sus “recados” y a interesarse en el folklore nacional. Esto hasta llegar al 38, cuando se produce la gran eclosión: su conferencia “Algunos elementos del folklore chileno” en Montevideo, la publicación de Tala en Buenos Aires (que contiene, recordemos, la sección “América” y, dentro de ella, un poema de tanta importancia para los chilenos como es “Cordillera”), el viaje a Chile que comentamos más arriba y la conferencia sobre O’Higgins en Lima. Un año después, en la Unión Panamericana de Washington, da a conocer el que quizás sea el mejor escrito en prosa acerca del país de sus “niñeces”, su “Geografía humana de Chile” (también conocido, por algunos especialistas, como “Gabriela Mistral sigue hablando de Chile”. En esa misma ocasión lee y comenta “Salto del Laja” y “Volcán Osorno”).
Todo eso repercute en el Poema de Chile. La nostalgia y el rencor de la primera hora no desaparecen con posterioridad al 38 ni mucho menos, pero le hacen sitio además a un ademán propositivo. Mistral va elaborar entonces, también ella y obedeciendo al fuerte acicate de los tiempos, una propuesta de país. Este dato es importantísimo porque es el que separa la primera de la segunda etapas dentro de la composición “en marcha” del Poema de Chile. Pero, ¿en qué consiste esa propuesta suya? Ciertas coincidencias entre su “Breve descripción de Chile”, de un costado, y el Poema de Chile, del otro, nos dan algunas pistas. El texto en prosa, a pesar de su título y del hecho de ser un documento de cultura pública, por así decirlo, da cuenta del escaso aprecio que Mistral siente por el Norte Grande y el Valle Central del país y de su aún más escasa simpatía por las ciudades, en particular por Santiago, a la que poco es lo que le falta para pasarla de largo. Posee Santiago “lo que las capitales aventajadas de América del Sur”, les cuenta a sus oyentes españoles, “en templos, edificios públicos, paseos e instituciones científicas y humanistas de cualquier clase”. Y por ahí se le acaba lo que tiene que decir sobre la ciudad capital del país. “Su” región, en cambio, y así es como la identifica expresamente, es el tramo que se extiende entre el río Huasco, por el norte, y el Aconcagua, por el sur. Y sobre ella, y especialmente sobre el Elqui, sí que se explaya con largueza. Cito en extenso porque no puedo evitarlo:
Pequeñez, la de mi aldea de infancia, me parece a mí la de la hostia que remece y ciega al creyente con su cerco angosto y blanco. Creemos que en la región, como en la hostia, está el Todo; servimos a ese mínimo llamándolo el contenedor de todo, y esa miga del trigo anual que a otro hará sonreír o pasar rectamente, a nosotros nos echa de rodillas.
He andado mucha tierra y estimado como pocos los pueblos extraños. Pero escribiendo, o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia; la comparación, sin la cual no hay pensamiento, sigue usando sonidos, visiones y hasta olores de infancia, y soy rematadamente una criatura regional y creo que todos son lo mismo que yo.
Somos las gentes de esa zona de Elqui mineros y agricultores en el mismo tiempo. En mi valle el hombre tomaba sobre sí la mina, porque la montaña nos cerca de todos lados y no hay modo de desentenderse de ella; la mujer labraba en el valle. Antes de los feminismos de asamblea y de reformas legales, cincuenta años antes, nosotros hemos tenido allá en unos tajos de la Cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche, en nuestras lunas claras, la viña y el huerto frutal; las he visto hacer totalmente la vendimia; he trabajado con ellas en la llamada “pela del durazno”, con anterioridad a la máquina deshuesadora; he hecho sus arropes, sus uvates y sus infinitos dulces.
En “Geografía humana de Chile”, el artículo del 39, que es algo así como la continuación perfeccionada de la conferencia del 34, Mistral habla de la otra parte del país chileno que a ella le gustaba, aunque esta vez por razones de distinta naturaleza. Me refiero al Sur extremo, del que quedan huellas nada menos que en dieciocho de los poemas de Desolación, según las cuentas que saca Roque Esteban Scarpa. La unidad del hombre con el medio, que a Gabriela le costó ver en el Norte Grande, que cree poco menos que en extinción en las ciudades del Valle Central y que sí descubre entre el Huasco y el Aconcagua y con especial delectación en su propio Valle, vuelve a reencontrarla, si bien en condiciones de increíble dificultad, en su repaso de la zona magallánica:
En estas soledades de la Patagonia, sólo un elemento trágico recuerda al habitante su tremenda ubicación austral: el viento, capataz de las tempestades, recorre las extensiones abiertas como una divinidad nórdica, castigando los restos de los bosques australes, sacudiendo la ciudad de Magallanes, clavada en medio del Estrecho, y aullando con una cabalgata que tarda en pasar días y semanas. Los árboles de la floresta castigada del Dante allí me los encontré, en largas procesiones de cuerpos arrodillados o a medio alzar y me cortaron la marcha en su paso de gigantes en una penitencia sobrenatural. El viento no tolera en su reinado patagón sino la humillación inacabable de la hierba; su guerra con cuanto se levanta deseando prosperar en el aire, es guerra ganada; sólo se le resisten la ciudad bien nombrada del navegante y las aldeas de pescadores refugiadas en el fondo de los fiordos…
Cuanto acabo de reseñar es algo que a Mistral le acontece, como vemos, en el curso de los años treinta, que alcanza una especie de clímax en el 38 y se prolonga más allá. El resultado es una visión personal del país chileno. Escribí hace algún tiempo en el artículo ya citado: “Apenas hay ciudades en ese Chile de Mistral, no hay héroes ni símbolos patrios, no hay instituciones, ni siquiera hay individualidades, sólo algunos campesinos aquí y allá, a los que ella llama ‘mi gente’ y a quienes les aplaude ‘los ademanes’ y ‘los gestos’. Pero lo que sí hay es naturaleza en abundancia, aunque principalmente naturaleza modesta. La pequeña propiedad, la que es objeto del trabajo familiar y que une al atributo de una extensión razonable la utilidad y la hermosura, constituye para ella una forma natural humanizada sobre la que deposita un aprecio sin reservas. No es raro así que sean las flores, las hierbas, los animales pequeños, los pájaros y los insectos los que forman el repertorio favorito de estos versos. Es que no obstante el asombro que en su juventud le causaron los paisajes de la Patagonia, el corazón del medio chileno al que Mistral le otorga preferencia en el Poema de Chile no hay que buscarlo en la monumentalidad de El Norte o de El Sur, ni siquiera en el muy entrañable patagónico, sino en el minimalismo de Elqui, en el de ese rajón de tierra al que flanquean ‘tres docenas’ de cerros, con un río en el centro y junto a él las casas lugareñas cada una provista de su huerto respectivo. Si a Mistral le hubieran preguntado por su ‘patria’, pillándola desprevenida, ahí es donde la hubiese puesto con seguridad”.
Pero Mistral siguió escribiendo su Poema de Chile en las décadas del cuarenta y cincuenta, después del suicidio de Yin, después de “eso del premio” (como decía ella), después de su atroz tercer viaje a Chile, el de 1954, cuando la recibió en uniforme de presidente el mismo general que veinticinco años antes le había “rebanado el sueldo” y desplegando para ello su autoridad de dictador. Con el ahora presidente Ibáñez se asomó al balcón de La Moneda en esos días y le dio las gracias cumplidamente por una reforma agraria que éste no había hecho ni tenía intenciones de hacer. Algunos dicen que la cabeza de Mistral no estaba muy firme, que ya no sabía bien lo que decía. Otros piensan que eso que dijo lo dijo de adrede, de traviesa que era, para ver si de esa manera motivaba al generalote para que éste se comprometiera a impulsar un desarrollo económico y social que ella sabía necesario y que esperaba que se produjera a corto plazo en el país. Yo creo, en cambio, que lo que ahí estaba sucediendo era otra cosa, que lo que estaba tocando a su fin, lo que había entrado ya en la recta final de su temible desarrollo, era el proceso de la pérdida mistraliana de Chile. Más precisamente: el proceso de su reemplazo de este Chile, el que era y es producto de todo lo que ella detestaba, de lo que no podía tolerar y que por eso dejó afuera de su Poema de Chile, por un Chile soñado, el Chile con el que ella había estado fantaseando desde los años treinta y que es un país en el que el hombre no domina a la naturaleza ni la naturaleza al hombre, sino que juntos colaboran para provecho y perpetuación de la especie. En ese Chile, no el Chile que era y que todavía es sino el que ella quería que fuese y que nosotros también queremos que sea alguna vez, vivió Gabriela durante los años que siguen a la muerte de Yin. No tenía a esas alturas un país real al que pudiese llamar suyo, ni adentro ni afuera, ni en Chile ni fuera de Chile. Tuvo pues que inventárselo y en esa invención residió hasta esa madrugada del 10 de enero de 1957 cuando en un hospital de Long Island se entregó en los que ella creía que eran los brazos del Señor.
Vuelvo al libro de Soledad Falabella y a la condición que éste tiene también de “texto en marcha”. Como señalé más arriba, los orígenes de la obra crítica que hoy les presento se remontan, hasta donde he podido averiguarlo, a una atrevida tesis de licenciatura que fue escrita hace más de diez años. Era entonces la joven perpetradora de ese escrito una alumna brillante de la Universidad de Chile, discípula de la profesora Ana María Cuneo, mistralista de fuste ella misma, y de su mano, guiada por ella, le entró el diente por primera vez al Poema de Chile. Se dio cuenta entonces de lo que no podía escapársele a su fina inteligencia: que la edición con que contaba para hacer el trabajo que se había propuesto era precaria por decir lo menos. En el 67, Doris Dana había editado y publicado en España un florilegio al que o descuidada o púdicamente ella tituló con el plural Poemas de Chile. Con ese propósito, Dana se metió a saco en los cuadernos que Gabriela dejó inéditos, ejerció sus derechos de albacea a troche y moche, incluyó y excluyó. Y lo hizo descuidadamente, si es que en realidad no fue capaz de percatarse de que el concebido por Mistral era un libro unitario. Y púdicamente, si es que lo que quiso significar con eso era que sus actividades de editora no habían sido mucho más que el despliegue de un homenaje ingenuo. Como a mí no me gusta pensar mal, prefiero creer lo segundo.
El hecho es que la joven Soledad Falabella supo desde el comienzo que si quería escribir sobre el Poema de Chile con propiedad tenía que volver a las fuentes. E hizo entonces lo que pocos habían hecho hasta entonces y menos aún han hecho después. Leyó los microfilms que se guardaban en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y que desde hace algún tiempo se encuentran también en nuestra Biblioteca Nacional, dejó los ojos en esos manuscritos que ya eran borrosos de suyo y que habían sido reproducidos con una tecnología primaria (si lo sabremos todos los que hemos andado más de una vez en tales trámites). Porque leer los manuscritos póstumos de Mistral no es cosa fácil. Y hacer que ellos nos entreguen la cuota de maravilla que guardan es menos fácil todavía. Pero hay que intentarlo, y desde luego porque en esos manuscritos están enterrados algunos de los textos mayores de Gabriela: los que aparecieron en Lagar II (también hay una fuerte controversia entre los especialistas respecto de esa edición del 91, dicho sea de paso), poemas sueltos, prosas sueltas y, como no, el Poema de Chile, al menos hasta donde Gabriela lo dejó escrito, porque la verdad de las cosas es que se trata de un texto interminable. ¿Cuándo tendremos ediciones críticas cuidadas y serias de estos materiales? ¿Cuándo podremos disponer de una edición de las obras completas de Gabriela Mistral, una edición que haya sido hecha con conocimiento, con sensibilidad, con diligencia? ¿Podría ser esa la próxima tarea de Soledad Falabella?
Pero ya lo decía yo, el libro que Soledad nos entrega ahora es también un “texto en marcha”. La segunda etapa de su desplazamiento tiene lugar en Berkeley, cuando Falabella va ahí a obtener su doctorado y lo que encuentra, que no se le había dado en Chile aún o no se le había dado enteramente, es un vasto programa de renovación de la crítica. Ha tenido lugar desde hace una década o más, en el centro del mundo, el salto del estructuralismo al postestructuralismo y los nombres que más brillan en el circuito académico son ahora los de Derrida, Foucault, Deleuze y Guattari y algunos otros (la línea Lacan>Kristeva, por ejemplo). Prometen más de lo que entregan, creo yo. Pero atraen a los estudiantes imaginativos (y Falabella lo es), y los libros de literatura que ellos analizan en sus clases y seminarios parecieran decir cosas nuevas cuando cae sobre ellos la luz de esos focos. Otras adquisiciones que hace Soledad durante sus años de Berkeley, todas ellas dignas de mención a mi juicio, son el feminismo, desde Irigaray a Judith Butler, pasando por las feministas-latinoamericanistas gringas, Jean Franco, Francine Masiello, Doris Sommer; la teoría crítica latinoamericana contemporánea (el maestro Antonio Cornejo Polar no se ha muerto todavía, pero además Soledad lee a Angel Rama y tiene en el barrio a Julio Ramos); y una suerte de re-visión de la historia política y cultural de América Latina influida, entre otros, por libros de tan buena prensa como el de Benedict Anderson sobre la cuestión nacional. No he leído su tesis de doctorado, lo confieso, pero no me extrañaría que en esa tesis contenga, de una u otra manera, cada uno de los ingredientes que ahora anoto y también algunos más.
La última etapa es la del regreso: Soledad Falabella vuelve a Chile en el 2001 e inicia un gradual hacerse cargo de lo que la investigación chilena había ido produciendo sobre y en torno a Gabriela Mistral. El trabajo de las feministas locales, en primer término: Olga Grau, Sonia Montecino, Kemy Oyarzún, Eliana Ortega, Raquel Olea, Carola Agliati y Claudia Montero. Pero también el de los críticos de literatura: Naín Nómez, Ana Pizarro, Patricia Rubio, Adriana Valdés, Soledad Bianchi, un poco del libro mío del 97 y también algo de la edición especial que armé para Nomadías en 1998. En el fondo de este (re)encuentro, uno divisa las ávidas lecturas de Soledad sobre historia de Chile, hechas en los estudios de Gabriel Salazar o bien solo o bien en compañía de Julio Pinto. En Chile la sorprende, además, la polémica sobre el presunto lesbianismo de Gabriela, que hacía rato venía quitándole el sueño a Licia Filol-Matta y que desembocó finalmente en su opúsculo de 2002: A Queer Mother for the Nation. The State and Gabriela Mistral. Falabella recoge este último guante con la delicadeza que Filol-Matta no tiene. Escribe: “El libro [el de Filol-Matta] borra la tensión que existe en torno a la identidad sexual de la autora, colapsando la riqueza del espacio de dudas y contradicciones y fijando una versión ‘oficial’ a priori, esta vez en nombre de los estudios queer”. Y concluye: “no proporciona ningún tipo de discusión acerca de la sexualidad de Mistral y de los hechos que le permiten afirmar aquello que le da sentido a todo su argumento”. Me parece que la respuesta de Falabella a Filol-Matta está clara por demás y que no vale la pena darle aquí más vueltas.
Termino estas notas con un juicio de conjunto: sigo pensando en la necesidad de que se haga una edición crítica del Poema de Chile y, aún más allá, en la necesidad de que se haga una edición crítica de las obras completas de Gabriela Mistral. El libro de Soledad Falabella contiene un trabajo sólido, ciertamente celebrable, una obra de sabiduría, respeto, amor y gran agudeza perceptiva. Pero deja irresuelta la otra gran labor que es preciso emprender respecto del acervo mistraliano y que todos los que algo sabemos sobre el tema echamos de menos: la labor que debiera hacerles patente a Chile y al mundo que Gabriela Mistral es más, muchísimo más, de lo que se dice por ahí.