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REGIONALISMO
Gabriela Mistral
Revista ESTUDIOS, número 125; junio de 1943, Santiago de Chile

Recopilación de Arturo Volantines


 



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Ya en el final de Atacama comienza la llamada “Zona de Transición”, que cubre Coquimbo, Valparaíso y Aconcagua.

Se la llama así porque en ella el desierto cede, con valles, todavía pequeños, pero ya muy fértiles, el de Huasco, el Elqui y de el Aconcagua. Se llama también “Zona de los Valles Trasversales”. La Cordillera manda hacia la costa estribaciones bajas y el suelo aparece a la vez montañoso y asequible y está sembrado de unas tierras limosas, bastante benévolas para el cultivo. Esta es mi región, y lo digo con particular mino, porque soy regionalista de mirada y de entendimiento, una enamorada de la “patria chiquita”, que sirve y aúpa a la grande. En geografía como amor el que no ama minuciosamente, virtud a virtud y facción a facción, el atolondrado que suele ser un vanidosillo, que mira conjuntos kilométricos y no conoce ni saborea detalles, ni ve, ni entiende, ni ama tampoco.

Para mí no existe la imagen infantil de la región como una de las vértebras o como uno de los miembros de la patria. Mejor me avengo, para dar metáfora al concepto, con aquello que los ocultistas de la Edad Media llamaban el microcosmos y el macrocosmos. La región contiene a la patria entera, y no es su muñón, su cola o su cintura. El problema en el país aunque parezca no interesar a tal punto, retumba en él; las actividades de los centros mayores, industriales o de cultura, y no digamos la política, alcanzan tarde o temprano a la región, con su bien o con su mal. El sentido de la segmentación del país en la forma de la tenia, que cortada vive como entera no convence.

Pero menos entiendo el patriotismo sin emoción regional. La patria como conjunto viene a ser una operación mental para quienes no la han recorrido legua a legua, una especulación más o menos lograda, pero no una realidad vivida si no por hombres superiores. La patria de la mayoría de los hombres, por lo tanto, no es otra cosa que una región conocida y poseída y cuando se piensa con simpatía el resto no se hace otra cosa que amarla como si fuese esto mismo que pisamos y tenemos. El hombre medio no tiene mente astronómica ni imaginación briosa y hay que aceptarle el regionalismo en cuanto a la operación que está a su alcance.

La pequeñez, la penuria, hasta las llagas de la región nada le importan. Él es un amante o un devoto y las cubre o las transmuta. O esconde o trasfigura.

Pequeñez, la de mi idea de infancia, me parece a mí la de la hostia que remece y ciega al creyente con su cerco angosto y blanco. Creemos que en la región, como en la hostia, está el todo; servimos a ese mínimo llamándolo el contenedor de todo, y esa amiga de l trigo anual que a otro hará sonreír o pasar rectamente, a nosotros nos echa sin rodilla.

He andado mucha tierra y estimado como poco los pueblos extraños. Pero escribiendo o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia; la comparación sin la cual no hay pensamiento sigue usando sonidos, visiones y hasta olores den la infancia, y soy rematadamente una criatura regional y creo que todo son lo mismo que yo.

Somos las gentes de esta zona de Elqui mineros y agricultores en el mismo tiempo. En mi valle, el hombre tomaba sobre sí la mina, porque la montaña nos cerca de todos lados y no hay modo de desentenderse de ella; la mujer labraba en el valle. Antes de los feminismos de asamblea y de reformas legales, cincuenta años antes, nosotros hemos tenido en unos tajos de la Cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la media noche en nuestras lunas claras, la viña y el huerto frutal; las he visto hacer totalmente la vendimia; he trabajado con ellas en la llamada “Pela del Durazno”, con anterioridad a la máquina deshuesadora; he hecho sus arropes, sus uvates y sus infinitos dulces llevados de la bonita industria familiar española.

El valle es casi un tajo en la montaña. Allí no queda sino hambrearse a trabajar todos, hombres, mujeres y niños: El abandono del suelo se ignora; esas tierras como de piel sarnosas de lo baldío o desperdiciado. Donde no hay roca viva que aúlla de aridez, donde se puede lograr un hebra de agua, allí está el huerto de durazno, de pera y granado; o está, lo más común, la viña crespa y latina, el viñedo romano y español, de cepa escogida y cuidada. El hambre no lo han conocido esas gentes acuciosas, que viven su día, podando, injertando o regando; buenos hijos de Ceres, más blancos que mestizos, sin dejadeces criollas, sabedoras de que el lote que le toco en suerte no da para mucho y cuando más da lo suficiente; casta sobria en el comedor, austera en el vestir, democrática por costumbre mejor que por idea política, ayudándose de la granja a la granja y de la aldea a la aldea. Y raza sana, de vivir la atmósfera y el arbolado, de comer y beber fruta, cereales, aceites y vinos propios, y de recibir las buenas carnes de Mendoza, que nos vienen en arreos frecuente de ganado. Nos han dicho avaros a los elquinos, sin que seamos más que mediamente ahorradores, y nos han dicho egoistones por nuestro sentido regional… Nos tienen por poco ininteligentes a causa de que la región  nos ha puesto a trabajar más con los brazos que la mente liberada. Pero los niños que de allí salimos, sabemos bien en la extranjería, qué linda vida emocional tuvimos en medio de nuestras montañas salvajes, qué ojo bebedor de luces y de formas y qué iodo recogedor de vientos y aguas sacamos de esas aldeas que trabajan el suelo amándolo cerradamente y se descansan el paisaje con una beatitud espiritual y corporal que no conocen las ciudades letradas y endurecida por le tráfago.

Cuatro ciudades son valiosas en la zona: Copiapó, al norte, antiguo centro minero; La Serena, fundada con ese nombre para honrar a Valdivia el extremeño, Valparaíso, el primer puerto del Pacifico después de San Francisco, ciudad de ayer, ya que el viejo nos lo destruyó un terremoto y San Felipe, sobre la línea del Trasandino y asentada en valle delicioso.



 



 

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