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GABRIELA MISTRAL Y SU LIBRO TALA:
HISTORIA EPISTOLAR DE UN PRÓLOGO QUE NUNCA SE ESCRIBIÓ[*]

Jaime Quezada





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Un hito, sin duda, revelador en la obra poética mistraliana y en la poesía chilena e iberoamericana del siglo XX lo constituye Tala (Editorial Sur, Buenos Aires, 1938), uno de los libros fundamentales de Gabriela Mistral.  Ella misma consideraba que era su verdadera obra, sobre todo porque en sus páginas está la raíz de lo indoamericano. Libro de los ánimos espirituales y las materias corporales (pan, sal, agua), las ausencias, los nocturnos y las alucinaciones: el mundo y el ser. También  los asuntos soberbios de una América precolombina, ritual y ceremoniosa. Libro abierto a las vivencialidades humanas y geográficas de nuestro Continente. Y, por sobre todo, el libro de la fe, de la recreación religiosa del mundo, de la devota consumación del dolor, del descendimiento y la letanía. Verso certero y religioso, que parece nuevo o como no visto, y que maravilla de gozo por su lengua cotidiana. “No solo en la escritura sino también en mi habla, dejo por complacencia, mucha expresión arcaica, sin poner más condición al arcaísmo que la de que sea fácil y llano”[1].

Libro que Gabriela Mistral va escribiendo en sus largos años de errancia por países de América y de Europa (“pocos saben de mí desde que vivo errante”), lo cual significa vivir también en extrañeza de mundo. Saudade, diría ella, resumiendo en muy lengua portuguesa sus nostalgias, ausencias y soledades (“sin empacho encabezo una sección de mi libro, rematado en el dulce suelo y el dulce aire portugueses, con esta palabra Saudade. Ya sé que dan por equivalente de ella el soledades castellano”). Este mucho vagabundaje conlleva, a su vez, una pluralidad de lo humano y de reencuentro con otras patrias lejanas (Recuerdo gestos de criaturas y son gestos de darme el agua). No en vano han transcurrido redondamente 16 años entre su desolada Desolación (1922) y su perpetua Tala (1938), que no deja de ser en su título (cortar por el pie, talar un árbol, arrasar) y en muchos poemas, desolado, también. Solo que ahora una especie de nostalgia, de recuerdo permanente, otorga una atmósfera de memoria divina y evocadora: “Lleva este libro algún rezago de Desolación. Y el libro que le siga –si alguno sigue- llevará también un rezago de Tala”.

Si bien el 27 de abril de 1938, según el colofón editorial, marca fecha  y  publicación de Tala, un largo  y bien desconocido proceso de avatares y circunstancias precedieron a dicha definitiva edición, “empresa escabrosa de un libro al que tiene tan poca fe su dueña”. Algunos  años antes, una extensa correspondencia o “itinerario” epistolar entre Gabriela Mistral (1889-1957) y el escritor y diplomático ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide (1882-1965), deja resuelto testimonio de aquellos poemas escritos en lugares varios y destinados a un libro necesitado de prólogo, prólogo que la autora ha pedido “con el más leal cariño” al “pensado y querido” Zaldumbide” [2].

Desde la Universidad de Puerto Rico (junio de 1933), donde dicta conferencias y cursos sobre literatura hispanoamericana, Gabriela Mistral le  escribe: “Llevo unos tres meses de calamidad física que me echa a perder el ánimo, sobre todo para la corrección serena y fría de esos poemas que va usted a prologar. Traje conmigo los dos tercios del material, que dan unas ciento cincuenta páginas; pero este conjunto debía revisarlo porque hay en él un terrible abandono de la forma. La fisonomía del volumen, que comienzo a ver, me asusta bastante como un tipo de amargura árida y como una desnudez verbal que va a apenarlo a usted. Hay una sección que yo querría incluir al final, con intención de neutralizar en parte la quinina y la genciana del resto. Usted decida de esta eliminación o de esta inclusión…”

La referencia  a “la sección que yo querría incluir al final” bien corresponde a aquellos poemas que con el nombre de “Cartas líricas” o “Recados”, Gabriela Mistral escribía por ese entonces en una muy conversacional escritura, de marcado tono coloquial y dialogante, incluso casi festiva, y, según su expresión, “como materia en prosa rítmica con los versos separados por guiones”. De ahí su afán por quitarle esa quinina y esa genciana que se desprenden de los nocturnos y de los descendimientos en aquellos otros poemas del volumen: “no quiero remar ese libro en negrura y porque yo soy también esa comadre recadera, criolla y juguetona que está en esas Cartas”.

El nuevo futuro libro no tiene todavía un título definitivo. Le dice Gabriela Mistral a su destinatario: “Hay dos títulos en proyecto: 1. Alucinación (nombre de una de las secciones donde va El fantasma y El ángel).  2. Recados, nombre de la sección final, la de las cartas. Escoja usted”[3].

A su vez, Gonzalo Zaldumbide -que cumplía tareas diplomáticas de su país en Washington-  escribe, con elegante y efusiva retórica, su respuesta desde el barco que lo lleva a Europa (septiembre de 1933): “Ya no se ve tierra y el barco va rumbo a Cherburgo. No me detendré en París. Voy directamente a Berna, Ginebra o luego Roma… Aquí a bordo he leído su libro. A primera lectura quedé pasmado, como cruzado de relámpagos por tanto verso inesperado y tajante de belleza o de sus repercusiones. .. En el silencioso estruendo del mar, sin viento y tranquilo que llevamos, qué bien se oye su voz que clama en el desierto. Parece que eran como olas de fondo de que los versos no son sino la cresta, eran profundidades de alma y entraña que se confunden a lo lejos con la noche enorme y el mar insomne. Me siguen y me acompañan por el puente a la popa solitaria….”

Zaldumbide llama expresivamente “libro” a la carpeta de poemas aun manuscritos o dactilografiados que le ha enviado Gabriela Mistral: “¡Qué libro y qué pobre cosa yo! Deber terrible y casi sagrado de comprender. Me quemo la mano como dando vueltas a mi carne viva al querer agotar el sentido de ciertas Troyas vivientes. No limitable por ningún lado, el libro todo sobrepasa toda usual literatura, toda literatura. Ahí se está intensificándose solo. Pero qué amargura de cruz, qué tenebrosa ternura de carne no consentida y purgada, qué acto hebreo en la soledad. Ni qué consuelo espera para ese apetito de silicio, para esa desesperación rebanada de Jerusalem….”.

Luego, en materia prologal le expresa: “No puedo sino obedecer, aunque tiemblo como este barco inmerso y diminuto sobre el mar. Yo me atrevería a lo que usted me pide: que le diga lo que debiera o no debiera ir en este libro, sin timbres espirituales aunque ello sea juzgar por preferencias acaso ingratificadas, veré lo que mejor responda a la idea de conjunto que ha de dejar de usted este libro inacabable”.

Y Gabriela Mistral a vuelta de correo: “Su carta me ha dejado algo espantada. No que yo me vaya a creer los elogios locos del que cree en mí por encima de todo su buen juicio, sino que veo que hay poemas que lo han asustado por su… insolencia, aquel Nocturno. Le ha ido otro peor después. ¿Es que le sabe el libro a blasfemo?”

Mientras los poemas van y vienen en el “carterío” Mistral-Zaldumbide-Mistral (“en estos días le ha llegado o le llegará un manojo más de versos”) la autora chilena ha asumido funciones consulares en Madrid. Meses antes, en Nápoles, sin poder ejercer “por culpa de régimen fascista que impera en Italia”. Los días se le van en afanes consulares y oficinescos. En octubre de 1933, le dice a su epistolar prologuista: “Yo he recibido una oficina en estado de cesto de papeles, o cesto peor, y estoy atascada en el trabajo de poner al día un archivo de dieciocho años. Como no hay dinero, no hay empleado, y solo me hago ayudar en las mañanas; añada mi trabajo de periódicos, porque esto da muy poco, y añada la atención de la casa. Y visitas, y carterío… Por eso le va ese libro tan desmadejado. Ya sabe que se lo voy mandando por obligarme a mi misma a mandar el resto”.

La correspondencia, interrumpida a veces por meses y meses,   no solo viene a darnos luz sobre el lento, cuidadoso  y paciente proceso de escritura en relación a dicho libro, sino que muy notablemente, entre carta y carta,  va indicando temas y motivos y tratamientos -“mi desnudez verbal”, dice ella- en esa su alucinada y desvariadora poesía posterior a Desolación (1922). Se diría que se trata de un directo y espontáneo y muy  virtuoso adelanto en la manera de ir estructurando un nuevo libro en su forma y contenido, y en su génesis o proceso  inicial de Tala. E incluso, mucho de esta escritura epistolar  será después materia para aquellas singularísimas “excusas de unas notas” del libro en referencia.

Así, por ejemplo: “Yo quiero decirle, Gonzalo, solamente algunos puntos aclaratorios: la primera parte lleva el epígrafe de Muerte de mi madre. Son poemas salidos de una fuerte crisis religiosa, de la que ya he salido, pero no salgo como entré, naturalmente, siempre pasa lo mismo. Se me murió mi madre, y todo danzó en torno, y en mucho tiempo mi mundo fue un derrumbe casi de oír, y en el que nada quedó sin cuarteadora… Yo sé que el dato debe serle odioso, pero usted no entenderá algunos de esos poemas, como El fantasma, sin saber este dato, ni aquel otro que se llama El ángel. Yo me sé su desdén del desvarío místico…”

Al trasluz de la correspondencia quedan datos y detalles e indicaciones cronológicas tanto en la estructura y formalidad del nuevo libro como en la data de escritura misma de los poemas: “La última poesía que está en lo mandado se llama Pan, y es de aquí, de Madrid” (1934). También, aquella “rebanada de Jerusalem”, citada por Zaldumbide (1933),  y que pertenece al último verso del Nocturno de la consumación, viene, sin duda, a indicar que dicho extenso e intenso poema fue escrito por Gabriela Mistral (al igual que los otros Nocturnos) en fecha no muy posterior a la muerte de su madre (julio, 1929), que así lo indica en párrafo de carta anterior la propia autora, y años después (“no son ni buenos ni bellos los llamados frutos del dolor y a nadie se los deseo”) en sus Notas a Tala.

Es frecuente que Gabriela Mistral agregue alguna referencia o “comento breve” a los poemas que envía en sus cartas a Zaldumbide, importantes para la historia o anécdota vivencial y literaria del poema mismo. Así ocurre, por ejemplo, con La extranjera (“recuerdo de mi vida en una aldea de la Provenza entre viejos y viejas azoradas con  la espía rusa que era yo para ellos”); Todas íbamos a ser reinas (“es un recuerdo de mi infancia en la raíz de la Cordillera y del grupo de compañeras mías”); Nocturno del telar se llamaba De las lumbres maduras, esa es la idea”); Recados (“que yo llamo cartas líricas, y sobre las cuales he dudado mucho y aun dudo. Quisiera salvarlas. Está dado en estas cartas la Mistral comadre, mujer vieja y criolla; ese es su mal y su bien”).

El libro, “que ha andado años de años perdiendo partes aquí y allá” y siguiendo su derrotero epistolar, está prácticamente terminado. Solo faltaría para su presunta publicación el esperado prólogo que no llega pues, en el decir de Zaldumbide, “no he tenido sosiego de espíritu para responderle debidamente a pesar de haber andado con usted de arriba abajo con sus poemas”. A lo que Gabriela Mistral responderá (Madrid, mayo de 1934) con un “téngame mucha paciencia: no hay prisa alguna, es más: yo no podré ocuparme del libro en varios meses a causa de este famoso consulado. Cuando yo tengo horas libres el dolor de cabeza no me deja leer ni escribir. Aguilar, el editor, vino a pedirme todo lo que tuviera para publicarlo. No le di nada… Lo único que ahora me moverá a hacerlo es el trabajo de usted, que debo aprovechar pronto y lealmente”.

Aun así, y con paciencia muy suya, Gabriela Mistral muestra sus aprehensiones e inquietudes, y reflexiona en torno “a la publicación de este libro que va para largo”. En esta remirada críticamente se confiesa: “No espero mucho de ese libro. Me han dicho de Chile varias veces, y me lo han dicho también amigos de allá,  que el poeta se ha acabado  en mí, matado por el prosista y por una cosa que llaman mi cerebralismo. Ya me quisiera el lujo. En todo caso, me han dejado muy dudosa de ese libro, y mirándolo con cierto desabrimiento. El anterior (Desolación) me hace mal verlo y no tengo un solo ejemplar conmigo nunca. Por eso, para no verlo. El nuevo tendrá para mí la obligación de respeto de su prólogo. Le digo la verdad pura y exprimida. El libro ha andado años de años perdiendo partes aquí y allá, y no me ha importado publicarlo. Un buen día me vino el miedo de morirme, entre tanto ir y venir, y de que me le den con errores gruesos y en un gran desorden. Decidí entonces publicarlo y le pedí ese prólogo. Ahora, la obligación mía de hacerlo  regido, por entero, es que usted escriba su prólogo…”

Mientras tanto Gabriela Mistral, del ajetreo del consulado de Madrid –consulado honorario, sin sueldo alguno-, además de artículos que escribe para El Sol de Madrid, sale para Barcelona (“yo ando por las ramblas con la nostalgia de las ciudades viejas”); para Mallorca (“yo me siento mujer mallorquina, desde las faldas de las mujeres, hasta la torcedura del olivo”); para Málaga, hablando en una conferencia sobre Chile (“han dado a Chile los comentaristas la forma de un sable, por remarcar el carácter militar de la raza. Mejor sería darle forma de un remo. Buenos navegantes somos en país dotado de inmensa costa”); para Toledo, gratamente sorprendida de sus orfebres y artesanos. Y, en fin, entre recorrer a sus anchas territorio de España (“nada me rechaza, se me crea un acuerdo con las cosas, que casi es la dicha”) y la espera de un prólogo comprometido, se van los meses de 1934,  y, sin duda,  su santa paciencia también, aunque “yo no he pretendido santidades, ay, no, he buscado únicamente fuerza para vivir”.

En carta fechada en Madrid (octubre de 1934), Gabriela Mistral pareciera dar a Zaldumbide inequívocamente un epistolar y prudente “ultimátum” o algo así como un llamado de voces de alarma e inesperadas novedades: “Mi amigo pensado y querido: Vergüenza de tanto tiempo sin escribirle. Anda la vida muy salvaje, es decir, muy movida… Ahora esta novedad: Concha Espina[4] se ha metido en una curiosa empresa de encabezar un homenaje de las mujeres españolas para mí… He acabado por aceptar que me publiquen ellas, las mujeres de aquí, ese libro que usted tiene. Se han puesto con urgencia a la cosa, por saber que me voy a Barcelona y tal vez me quedo allá. He dicho a Concha Espina que usted hace el prólogo del libro y que yo no puedo apurarlo, porque se trata de persona que da ya demasiado con dar. Entonces se le ha ocurrido hacer ella el prólogo, si el suyo no viene. Y esta es la voz de alarma que le doy…”

Y luego, en relación al prólogo mismo, remata: “Usted sabe que yo quiero que este libro lleve su prólogo y que en buena parte ese prólogo me ha hecho juntar el libro, desperdigado por acá y por allá. Concha Espina no me aguardará el prólogo más de diez días, se me ocurre. Si usted no ha podido terminar su trabajo, mándeme lo que tenga, como lo tenga. Ojalá se pueda evitar la introducción de esta dama, muy llena de talentos y de léxico español, pero muy distante de esta poesía mía…”

Tan pronto Gonzalo Zaldumbide (que ahora cumple funciones diplomáticas en Ginebra) recibe dicha “sugerente” carta, responde con superlativa modestia y generosidad: “Mil gracias por su amistosa, su bondadosísima, su delicadísima carta. No ha agotado usted, mi querida Gabriela, en su larga espera, ni su paciencia ni su voluntad, que eran estímulo, y prologaban noblemente su magnanimidad inicial. Hace un año que llevo conmigo el encargo para mí sagrado por lo cordial… Desde que lo acepté me fue remordimiento: no era yo quien, como clásicamente se dice, para tamaño honor… Ahora, pudiera yo, en los diez días que le da de plazo Concha Espina, hacer ocho o diez cuartillas, puro estilo prólogo. Prólogo laudatorio tan fácil sobre tema tan abundante, desbordante, ni que estuviera yo manco y ciego, para no poder lograrlo tal cual. Pero no es eso, no son páginas jaculatorias las que le debo; nobleza obliga: lo que le debo y he pretendido, quizás alzándome al extremo de mis pocas fuerzas, es un estudio, amplio y sostenido, denso y tenso. Si me duele el no haber cumplido con usted cuanto antes, es tan solo porque al hacerlo habría evitado que usted haya estado, tal vez, echando a mala parte mi tardanza, involuntaria, o inconsciente”.

Y, luego, “entre mi vanidad, que de todas maneras se habría sentido halagada con prologar un libro de Gabriela, y mi deseo de que se honre a Gabriela del modo más eficaz”, Zaldumbide le pide “amistosamente renunciar al honor de escribir dicho prólogo, pero que no me deje renunciar a mi trabajo, a mi propósito de hacer algo sobre usted, hacer tranquilamente mi estudio que así estará más en mi carácter de total desinterés de la vanidad…Lo natural, lo lógico, lo normal, lo comprensible, era que un prólogo a su libro fuese una consagración”.  Y con sutil modestia hacia el cierre de la carta, le señala: “una página de doña Concha Espina significaría para España y aun para América, más, mucho más, muchísimo más que la mejor de las mías”.

En definitiva, entre las múltiples misiones por París o Ginebra o Roma del diplomático ecuatoriano y los años y avatares de una correspondencia en torno a un libro disperso y aventado, no hubo prólogo alguno al estilo Zaldumbide ni estudio otro sobre la autora chilena. Tampoco el ocasional e intempestivo prólogo ofrecido de Concha Espina, ni libro Mistral editado por las mujeres de España. El tiempo acumuló su tiempo y su ventarrón. Y  vino lo que vino para Gabriela Mistral (o mejor, en este caso, Lucila Godoy). Inesperados sucesos personales la obligarán a salir prontamente de España (noviembre, 1935), dejando su consulado de Madrid y al punto casi de ser declarada persona non grata por las autoridades  españolas.

La infidencia de una carta de la cónsul chilena y hecha pública en la prensa santiaguina de la época, bastó para iniciar el ventarrón. La colonia española residente la acusará de abrigar sentimientos antiespañoles,  y otro tanto hará la Cancillería de España. Será, ahora, Lisboa, y en buena y mejor circunstancia, su nuevo destino consular y su reencuentro prodigioso con el libro desperdigado por acá y por allá: “no tuve antes sosiego para juntar lo disperso y aventado. La paz de los Portugales no se la tuvo antes”.

El libro, “que había dejado para las Calendas por dejadez criolla”, en el decir o razón de Gabriela Mistral, vendrá a publicarse años después (y en Buenos Aires, 1938), libre de todo prólogo o nota introductoria, sin más que una dedicatoria inicial (A Palma Guillén, y en ella, a la piedad de la mujer mexicana) y unas notas epilogales que bien constituyen contenido, tema y  materia de escritura de su libro. Libro que conlleva, a su vez, su  amor y solidaridad hacia la sangre inocente de una España en guerra fratricida: “Ahora entrego este libro por no tener otra cosa que dar a los niños españoles dispersados a los cuatro vientos del mundo. Y se lave Tala de su miseria esencial por este ademán de servir” [5].

Santiago de Chile, noviembre, y 2015.

 

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Notas y Referencias:

[*] Mapocho. Revista de Humanidades. Nº 78. Segundo Semestre de 2015. Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (Dibam), Santiago. Biblioteca Nacional de Chile. Pp. 307-315.

[1] Gabriela Mistral: Tala, Editorial Sur, 286 pp. Buenos Aires, Argentina, 1938. Notas de la autora: Razón de este libro y Excusa de unas notas. (“Una cauda de notas finales no da énfasis a un escrito, sea verso o prosa. Ayudar al lector no es protegerlo, sería cuanto más saltarle al paso, como el duende, y acompañarle unos trechos de camino, desapareciendo en seguida”). Edición original, contiene las siguientes 13 secciones. Muerte de mi madre, Alucinación, Historias de loca, Materias, América, Saudade, La ola muerta, Criaturas, Canciones de cuna, La Cuenta-Mundo, Albricias, Dos cuentos, Recados.

[2] Gonzalo Zaldumbide: “Cartas 1933-1934”. Edición, prólogo y notas de Efraín Villacís y Gustavo Salazar. Consejo Nacional de Cultura del Ecuador. Quito, Ecuador, 2000. pp: 45-136.  Contraportada, además de una referencia biográfica del autor,  dice: “El libro reúne un total de 64 documentos inéditos entre el escritor quiteño e importantes escritores latinoamericanos de la época como: Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Jaime Torres Bodet, Francisco y Ventura García Calderón, Alberto Lamar Achweyer, Teresa de la Parra, Gonzalo Escudero”).

Gonzalo Zaldumbide (1882-1965). Escritor, ensayista y diplomático ecuatoriano. Escribió novelas, ensayos críticos y estudios sobre José Enrique Rodó, Juan Montalvo, y otros ilustres literatos de su tiempo. Gabriela Mistral le dedicará el poema “La muerte-niña” (Tala, 1938) en reconocimiento a una amistad iniciada en París, década de los años treinta, cuando ambos eran delegados de sus respectivos países en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual  (hoy UNESCO), organismo de la Sociedad de las Naciones.

[3] Solo como dato referencial y epistolar quedaría aquel proyecto inicial de título: Alucinación,  o aquel otro de Recados, a no ser en la identidad tipificadora de secciones interiores del libro mismo. La oficiosa y rigurosa Mistral tanto corrigió, revisó, aventó, taló en sus dispersas carpetas y páginas manuscritas que nombró, después de todo, suficientemente el libro con esta sola palabra: Tala. Título tan certero como revelador y sugerente y que conlleva en sí todo su portentoso contenido léxico y su iluminadora y prodigiosa  lengua.

Tala es nombre, además, de un apreciado y nativo árbol (celtis tala) de las llanuras, pampas y praderas de Argentina y Uruguay. Recuérdese que Gabriela Mistral había estado en Montevideo y Mar del Plata (enero de 1938) en lecturas y conferencias meses antes de la publicación de Tala (Buenos Aires, abril de 1938), y de larga visita en casa de Victoria Ocampo (1890-1979), la ilustre escritora argentina,  directora de la prestigiosa revista Sur. De ahí el dichoso “Recado a Victoria Ocampo en la Argentina” (Gracias por el sueño que me dio tu casa) con el cual la autora chilena cierra su libro, editado precisamente por Sur. No cabe duda que este Recado fue el último poema escrito por Gabriela Mistral e incorporado al final de la sección del mismo nombre cuando el libro estaba ya ad portas de su publicación; aunque en Razón de este libro la autora señale que el “Recado para la Residencia de Pedralbesen Cataluña”  sea el último poema de Tala. Y, así también, acaso no sea aventurado pensar que este nombre arbóreo haya surgido como título por esos meses mismos, cuando –según ella- “me devanaba el seso para hallar un nombre golpeador”.

[4] Concha Espina (1879-1955), destacada e ilustrada escritora española (autora de cuentos, novelas, ensayos, poesías) y una de las personalidades sociales y literarias más influyentes de la primera mitad del siglo XX en España. Vivió por algunos años -última década del siglo XIX- en  Valparaíso, Chile.

[5] Gabriela Mistral: “Razón de este libro”, en notas a Tala.



 



 

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Por Jaime Quezada