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Escritura del cardo. Gabriela Mistral, cuentos y autobiografías

Por Alejandra Castillo
filósofa feminista
Publicado en https://cuerpoyescritura.wordpress.com/


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Un cardo es una flor. Para muchos no es más que una planta. Agreste, dura y espinosa, pero también bella coronada por tupidos pétalos color lila.  El cardo crece solitario, silvestre en las orillas de los caminos, en lo alto de montes en los que el sol no deja de alumbrar. Se ha habituado el cardo a estas tierras sin serles propias. A veces, el cardo es bueno y cura el cuerpo, pero también en su exceso lo puede envenenar. Como la dureza, la belleza y el exceso del cardo parece ser la escritura de Gabriela Mistral.

Una doble adjetivación, siempre contradictoria y problemática, acompaña uno a uno los poemas y relatos que dan cuerpo a Cuentos & autobiografías de Gabriela Mistral editado por la poeta Gladys González Solís (Ediciones del Cardo, 2017). Poemas y relatos narrados entre la alucinación de la infancia y el terror de lo inesperado-siniestro. Dos emociones entrelazadas en la misma figura como en el relato El cardo o el poema Caperucita roja que da inicio a esta edición. Ahí se lee: “He arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos el cuerpecito trémulo, suave como un vellón, y ha molido las carnes y ha molido los huesos y ha exprimido como una cereza el corazón”[1]. Como un cardo, la escritura de Mistral es sutil y feroz a la vez.

No sólo la escritura del cardo florece en los poemas/cuentos aquí recopilados sino que también en la propia narración que Gabriela Mistral hace de sí. Autobiografías que al igual que el cardo oscilan entre lo bello y lo feo, lo propio, lo impropio, la rudeza de la escritura de acá, tan cercano como las tierras de vicuña, y la elegancia de las historias, mitos y genealogías de un allá, tan lejano como la Grecia de la teodicea. En este oscilar hogareño y monstruoso, Mistral refiere a su escritura como una “pequeña obra literaria, un poco chilena por la sobriedad y la rudeza. Nunca ha sido un fin de mi vida: lo que he hecho es enseñar y vivir entre mis niñas. Trabajo en un libro sobre san Francisco y en unas biografías de los grandes varones del Espíritu: Tolstoi, R. Rolland, Donatello, A. Negri, José Martí, Las casas, Tagore, etc. Quiero descansar de mis clases y vivir en el campo leyendo y escribiendo. Vengo de campesinos y soy uno de ellos”[2].

No creo en la verdad de la escritura de si de Mistral,  me parece más bien un mecanismo o un aparato en que se vuelve borrosa la distinción entre verdad y artificio. Si lo que cuenta como vida es lo que es posible de ser narrado, y esta narración implica “el después en el antes”, la verdad inscrita en el sentido de los hechos que cuentan como vida no es otra cosa que ficciones que habilitan la narración de sí. Siguiendo esta idea, podríamos afirmar que no hay vida por fuera del aparato de la letra que la narra. Esta letra gusta plantearse doble entre lo bello y lo siniestro, la autoctonía y el cosmopolitismo: escritura como “hija sin madre”.

La escritura como un exceso de lo inesperado. Esta particular lógica del exceso que esta letra mistraliana porta parece estar destinada a hacernos detener para mirar tras el haz luminoso que deja luego de ser hilada en una u otra formulación deslumbrante. Tan conocida La cenicienta, pero tan inquietante la que nos cuenta Mistral: “hija de ninguna madre, desnudita de Dios…”[3]. Detención de lo paterno, sin duda, pero también de lo materno. No habría que dejar pasar la ocasión de mencionar, a pesar de la digresión, que este giro de la letra hacia la luminosidad describe un especial heliotropismo, el movimiento de las flores como el cardo. Un exceso que no deja de denotar un sobrante, lo que resta, lo que deja. Volvamos a aquello de “hija de ninguna madre”.

La madre ha vuelto su rostro y ya no mira. Hija sin madre, sustracción de la sombra, quizás la de un árbol, que ya no cubre. Mujer, madre, cobijo y, tal vez, árbol. No olvidemos, sin embargo, que la mujer nunca es árbol nos advierte en otro lugar Gabriela Mistral[4]. Tal vez una flor. Casi en un desnivel, en una caída en lo que aun-no-es pero ya ahí, la mujer-flor, en minoría Y también, tal vez, menos que flor habría que decir. Solo un cardo. Un menos del menos, menos que rosa, menos que flor. Mistral es hábil en el ejercicio de la sustracción. Recordemos ese otro poema “La pajita”, ahí escribe: “Ésta que era una niña de cera; pero no era una niña de cera, era una gavilla parada en la era. Pero no era una gavilla sino la flor tiesa de la maravilla. Tampoco era la flor sino que era/un rayito del sol pegado a la vidriera/no era un rayito de sol siquiera:/una pajita dentro de mis ojos era”[5].

También ahí, hija sin madre. ¿Cómo aferrase en la sustracción? El cuerpo de la mujer/hija se resiste a la identificación, más bien se constituye en el desplazamiento continuo. La madre es el reflejo de la ley del padre parece querer decir Mistral. Solo en la relación del dos impuesta por la ley paterna, la madre se constituye en alegoría y metáfora de la pérdida y retirada. La mujer-madre no es otra cosa que la proyección del orden paterno. Mujer menos que madre, hija más parecida al cardo agreste y solitario que a las rondas de brazos maternos. Hija de hija como la misma mistral se describe así misma: “Me crié en las poblaciones rurales de Elqui, región de montaña y de naturaleza casi tropical. Recibí la única instrucción que se me dio mi hermana, maestra también”[6].

Aquí en el mismo orden de lo excesivo y lo inesperado la filiación no tiene esa dirección única va cual flecha desde la madre  a hija. Distinto a ello encontramos una hija sin madre. Si lo que define a la madre es el “amor”, la filia en este sentido siempre designaría una “relación”, pero también nombre de la dependencia, estar atada a otro. Y por sobre todo la filia es el nombre de la consanguineidad y la familia. Es en esa línea donde se despliega el deber ser de las mujeres, su verdad. Una hija sin amor, sin afecto, sin dependencia, sin familia, es lo que Mistral llama una “hija sin madre”. En este sentido, las filias (amor, dependencia, familia) no sería sino el complemento necesario a la ordenación reproductiva que exige de los cuerpos ser entendidos en el dos de la diferencia sexual. Escapar de la traza que une un punto con otro en la figuración lineal de la filia para posicionarse en el desvío, en el retorno. Este desvío y retorno en la escritura de Gabriela Mistral es la escritura, la letra por hermana enseñada.

He ahí la única filiación posible para Mistral. He ahí el amor. “Mis grandes amores, sostiene Mistral, son mi fe, la tierra, la poesía”. Aquí la filia (el amor, la relación) no es solo una (filial, sanguínea) y no se describe en la rectitud de la línea. La filia en esta distancia es, por un lado, detención del mandato patriarcal de la heteronorma (no olvidemos aquello de “desnudita de Dios”), pero también es la detención de la madre complemento, sangre y lazo. La filia, así, retorno, exceso, escritura. La escritura como el cardo flor, planta, suave y agreste, propia e impropia, al unísono y a la vez.

 

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 Notas

[1] Gabriela Mistral, “Caperucita roja”, Cuentos & autobiografías, ibíd., p. 9
[2] Ibíd., p. 90
[3] Ibid., 26
[4] Gabriela Mistral, “Himno árbol”.
[5] Gabriela Mistral, “La pajita”, Ternura, Madrid, Editorial Saturnino Calleja,  1924.
[6] Ibid., p. 90


 

 

 

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