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La otra Gabriela

Por Myriam Bustos Arratia
Publicado en La Nación, Costa Rica, 16 de marzo 1979


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Sus poemas estaban en todos los libros de lectura de mi infancia (me refiero, no a libros de cuentos, sino a los que usábamos, en el colegio, especialmente para el aprendizaje del castellano, y de ellos, más que nada al para mí inolvidable Manuel Guzmán Maturana, rey de reyes para seleccionar textos que llegaban plenamente hasta la sensibilidad infantil): "Piececitos". "Miedo" ("Yo no quiero que a mi niña / golondrina me la vuelvan / ...") y tantos más en los que aprendí que Gabriela era la poesía por excelencia. Más tarde, me estremecieron sus "Sonetos de la Muerte" y su "Ruego", elegía motivada por el suicidio de aquel a quien amó en su juventud, ese que, por aquella época y hasta hace muy poco, se creyó su único amor.

Tenía de ella la imagen ideal que de quienes nos hablan al corazón y a la sensibilidad con palabras excelsas nos forjamos casi siempre los ingenuos seres humanos.

Pensaba a una Gabriela dulce, serena, feliz en su función de maestra, llena de sentimientos nobles, acariciadora, espontánea; sólo que, además, dotada de esa maravilla de don que consiste en expresarlo todo con un lenguaje que nadie, sino ella, habría podido inventar, presente, incluso, en todas sus prosas, valoradas mucho después que su poesía pero en las cuales está, también, el genio de la Mistral en el plano de la expresión poética.

Más tarde escuché sobre ella palabras duras. Oí decir que era rencorosa y que ese perdón que con tan conmovedor y patético fervor había pedido a Dios para el suicida, no lo concedía ella tan fácilmente cuando se sentía dañada. Oí y leí mucho acerca de los aspectos negativos de su personalidad, los cuales, ya siendo yo una mujer, no me causaron mayor impresión, pues sé que el talento artístico no tiene por qué ir acompañado, (y, por lo general, no está nunca acompañado) de excelsitud humana: entre los artistas, las mezquindades, los egoísmos, las envidias y los rencores suelen ser aún más abundantes y repelentes que entre los seres comunes, y su grandeza espiritual no es más que un mito que nos forjamos sobre ellos quienes vemos, equivocadamente, en el arte, la manifestación de una condición superior que debe abarcar a todo el ser.

Mi madre, que cada año viene desde mi patria a estar conmigo en el verano, me trae siempre regalos materiales que me mantengan unida a mi país; hechos de tela chilena, de cuero chileno y por manos chilenas. Esta vez venían, entre ellos, las "Cartas de Amor de Gabriela Mistral", obra de Sergio Fernández Larraín, publicadas por la Editorial Andrés Bello, de Santiago de Chile, en 1978. Por cierto que la obra merece un detallado análisis y un entusiasta elogio. Pero no puedo hacerlo en estas líneas, cuyo fin es otro. Sólo pretendo contar brevemente cómo, a través de la lectura de las cartas que la humilde maestra de Monte Grande de Elqui escribió al que fuera también su apasionado amor —el poeta Manuel Magallanes Moure—, he conocido a una Gabriela que jamás hubiera imaginado. No a "la divina" —como ha sido nombrada por tantos—, sino a la humanísima e imperfectísima mujer que tenía un complejo de fealdad tan devastador, que sintió siempre que a ella, justamente por ser fea, nadie podría quererla jamás. He estado junto a una mujer que no vaciló en sincerarse impúdicamente con el hombre a quien amaba, hasta el punto de confesarle no sólo cada uno de sus desesperados ardores de enamorada suya, sino también las frustraciones y los dolores vividos durante el período en que se sintió subyugada por Romilio Ureta.

Gabriela, en estas cartas (joyas no sólo por el valor que poseen para conocer la vida y lo que había en su intelecto y en su afectividad, sino también como obras de un ser incapaz de expresar nada por escrito sin mostrar su capacidad lírica extraordinaria), se despoja de toda vanidad, de todo humano deseo de presentar al hombre amado una grata imagen de sí misma. No le basta con hablarle de lo mal que la dotó físicamente la naturaleza (característica que, está segura, hará imposible todo encuentro amoroso físico con el poeta), sino que le deja en claro que su lado espiritual negativo es el que mejor la define. Continuamente se refiere a su "ángel malo", que está siempre negándole la felicidad e impidiéndole su acercamiento verdadero a los otros humanos: "Yo nací mala —le dice—, dura de carácter, egoísta enormemente y la vida exacerbó esos vicios y me hizo diez veces dura y cruel". Sin embargo, todo su existir fue una lucha por derrotar esas tendencias nefastas que le parecían tan detestables, a ella, para quien la parte espiritual es lo más valioso del ser humano: "Siempre, siempre, hubo en mi un clamor por la fe y por la perfección, siempre me miré con disgusto y pedí volverme mejor".

Su mala condición moral, que la iguala a tanta gente a quien desprecia, constituye uno de sus más grandes dolores: "Veo todas mis lepras con una atroz claridad; me veo tan pequeña como los demás, escurriendo mis aguas fétidas de miseria por un mundo que es una carroña fofa. Sufro horriblemente". Esa dulzura que tantos sintieron o creyeron ver en ella, tampoco existe: Soy "una cuchilla repleta de sombra, abierta en una tierra agria... Mi dulzura, cuando la tengo, no es natural, es una cosa de fatiga, de exceso de dolor, o bien, es un poco de agua clara que a costa de flagelarme me he reunido en el hueco de la mano..." "¿Dulzura? —dice, más adelante— Pero si no la poseo. ¡Consolación! Si eres torpe y donde cae tu mano es para herir". Considera que en un ser tan tosco como era ella, en una persona cuya herencia era "cosa fatal", la cultura no pudo nada: "o porque estudié tarde o porque los temperamentos primitivos repelen la educación". Se define, incluso, como "la más desconcertante y triste mezcla de dulzura y dureza, de ternura y de grosería".

A primera ojeada, podría juzgarse a la poetisa como masoquista. Pero no hay nada de eso, y puede comprobarse leyendo una por una las cartas que dirigió a Magallanes Moure, en las que no acepta, sí, tener todos los defectos de la tierra. Se siente "salvajemente sincera" y honesta; carente por completo de farsantería y de afán de parecer lo que no es; "(de) nada (me) he cuidado más celosamente que de ser presuntuosa, y me he arrancado con pinzas calientes las pequeñas vanidades que me asomaban a flor de labios, y de ahí que me exaspere la palabra "farsante" más que otra cualquiera que me apliquen.

Leer estas cartas —y, por cierto, el excelente ensayo de Larraín que las precede— es bajar a las simas amargas, estrechas y oscuras del alma de esta mujer que buscó afanosamente, sin encontrarlo nunca, "un paréntesis de amor y de dicha", y que aseguró al poeta Magallanes que ella se iría de la vida sin que nadie la quisiera ni por un día tan sólo.

Sabato asegura que la biografía de todo escritor está en sus obras. Estas cartas son, también, obra de Gabriela. Es necesario conocerlas para saber que tras aquella serena imagen física que vemos en sus fotografías, hubo una perpetua lucha contra ese ángel malo tan poderoso en ella y al que, posiblemente, debamos mucho de su obra poética sin parangón.

 

 

 



 

 

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