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Sobre un bello poema chileno
(A propósito de Réquiem de Humberto Díaz Casanueva)
Gabriela Mistral
Publicado en La Nación. 11 de febrero de 1953
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Maravillada me dejó hace años leer el Réquiem, magistral poema de Díaz Casanueva. Había perdido el rastro de su marcha y el de su alma. Queriéndolo siempre pensándole en el paisaje del valle central, donde he solido tener la devolución de mi gente esparcida, me faltaban los pulsos de su última obra para recobrarlo por entero. Y eso vino, vino.
Un día me llegó el bello, breve y mágico poema Réquiem, y recuerdo que lo leí de un sorbo y repasé tres veces. Supe de golpe, y sigo sabiendo, que tal libro era y es uno de los poemas de nuestra lengua que no serán disueltos ni por la roña del tiempo, ni por el atarantamiento de los críticos ni por la veleidad de los lectores. Libro es él de alta categoría, libro padecido y libro logrado de una vez por todas, como se logra el milagro, sea en religión, sea en literatura.
Pregunto a propios y a ajenos si lo conocen. Son muchos los que lo ignoran, y aunque me duele la respuesta, entiendo lo ocurrido: ocurre que los tirajes de las ediciones líricas resultan ser casi siempre cortos: los editores no creen que la obra en verso resulte materia de mucho consumo y merezca tirajes subidos; piensan ellos que sus lectores somos solamente los poetas y los aficionados...
Lo que pasa es otra cosa: es que la poesía se comenta poco, y hasta los críticos le regatean tiempo y fervor. Esta vez la cicatería ha resultado más que injusta, absurda, y ha dejado al gran público, ignorante de una obra de subido rango, de indudable categoría.
Varias veces he pensado, sin entender el hecho, en la ignorancia de libro tan entrañable de parte de nuestra gente. Pero un buen día atrapé el hecho: el hispanoamericano lee poco la tragedia griega, o la leyó una vez y no la repasa, y este producto prócer suelta el zumo cuando se le mastica diez veces o —¡ay!— cuando ella ha acuchillado nuestra casa y nos ha dejado su betún hirviente y marcador sobre el pecho.
De mí digo que las treinta y tres páginas de este Réquiem se me estamparon a fuego en la memoria, y que me regalaron en su autor a un hermano magistral, con quien se querría convivir muchas cosas: el paisaje acuchillado de nuestra cordillera magna, el patético de nuestros mares australes, la lectura de ciertas escrituras sacras, los salmos penitenciales de David por ejemplo... y los De Profundis de la Iglesia de San Pedro en Roma: todo lo aupador, todo lo noble y patético que está repartido por la faz del planeta, quisiera yo verlo y disfrutar con Díaz Casanueva y los demás de su orden y de su rango.
Maravilloso poema, momento de gracia pura, porque ciertos dolores, gracias son si revivimos su trance sin morir ni blasfemar, lúcida y humildemente y hasta sus topes.
He agradecido su canto a trechos cuajados de lágrimas anchas, a trechos balbucientes como el del niño herido. Pero no es un niño este cantador: es toda una conciencia viril que grita su dolor, logrando las alturas más empinadas del verbo poético.
Nunca es tarde para agradecer un don: pero debemos agradecer para volvernos dignos del don, y para dar a nuestra gente unas “señas” que digan: —“Venga usted, pare un momento y escuche”. De aquí sale una voz inédita y esta voz arcaica es de lo más digno que ha logrado nuestro pobre planeta, o sea, de la tragedia griega.
Ei griego no tenía un hijo en el lar nuestro. Ahora lo tiene, y tal asunto, aunque sea dolorido, merece el que acudamos, y haciendo corro celebremos. Poseíamos “otras nobles voces”, ésta no. Agradecíamos otros agudos logros, pero de éste parece que no nos habíamos dado cuenta.
Si leyeron y no se han dado cuenta cabal, vuelvan sobre él, y le darán la gratitud que se debe a unas páginas magistrales salidas de hombre nuestro.
Dicen los banales que la tragedia “empachó” a fuerza de exageración y... de gesticulación. No hay tal. Fui hace poco a oírme la Electra en Nápoles. Tanto disfruté de obra y actores, que acudiría allí tres veces más. ¡Qué fiesta era eso! y no para los meros sentidos, que era un sacudirse las raíces del espíritu. (Y no digo aquí “alma” porque la pobre anda estropeada de más en versitos y en la prosa epistolar). Misión tiene por cumplir sobre los otros ese género, y misión no sólo artística sino espiritual. Como que se trata aquí de la Persona más noble entre los géneros literarios. (Como bien sabemos la tragedia cumplía en Grecia la operación que el griego llamaba “la purgación del alma”)
Al acabar de leer por quinta vez su Réquiem vuelvo a decirle: ¡Gracias! y más: “Dios lo guarde para el ámbito latinoamericano hacia el cual usted condujo a la muy noble creatura olvidada que era la tragedia antigua. Creyó usted no hacer más que cantar a su madre muerta: pero ocurre que ha escrito todo un consumado poema trágico. Ahora le pedimos que nos allane de más en más la ruta y queme nuestros miedos y nuestras timideces. Había en nuestra literatura latinoamericana un hondón extraño, una lamentable ausencia, la del asunto y el tono trágicos. Esto nos creaba un vacío y denunciaba en nosotros cierta banalidad, pobreza e incapacidad para la zona enrarecida de un género que reclama la mayor excelencia espiritual. Usted ha llenado tal vacío. Deudores suyos somos”.
Génova, enero de 1953