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Gabriela Mistral (una profunda amistad; un dulce recuerdo), de Arturo Torres Rioseco
Valencia, España, Editorial Castalia, 1962.

Por Raúl Silva Castro
Publicado en Revista Iberoamericana, N°55, enero-junio de 1963



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Este pequeño volumen sobre Gabriela Mistral contiene fragmentos de cartas intimas enviadas por la poetisa a su compatriota, trozos de carácter exclusivamente crítico, anécdotas familiares y muchos otros rasgos sueltos. Sin embargo, no le falta coherencia, puesto que es uno solo el tema, que el autor afronta a la vez por diversos lados, en un orden disperso que da agilidad al relato.

Hay en él datos obvios, como la biografía de la poetisa, escueto resumen de pocas líneas (p. 7), y algunos elogios que parecen justificarse en el Premio Nobel de Literatura, con el cual Gabriela Mistral fue colocada, en 1945, en posición cimera junto a los demás escritores americanos de lenguas española y portuguesa. Desde entonces, según es notorio, se publican centenares de libros todos los años para cantar una misma letra, con cortísimas variantes: la poetisa es declarada en ellos el summum de la perfección poética, y ante su obra ejemplar y única los autores de esos libros se prosternan, reverentes, en actitud sumisa, como el árabe se tira al suelo cuando suena, a lo lejos, la hora de las preces. De este ambiente dulzarrón, un tanto manido, quiere evadirse Arturo Torres Rioseco en este breve libro, y sin duda lo consigue.

En primer término, su reverencia general no excluye, en lo particular, algunas templadas observaciones. Como el crítico literario no duerme del todo en él, le oiremos decir: "Desolación, Tala y Lagar, son las tres torres de su ciudad poética. Torres humanamente barrocas y simbólicamente místicas, con básicos errores de estructura, pero construidas en pedernal y diamante. Su poesía era dura, como su rostro tallado en piedra; no tuvo el don supremo de la melodía, tan abundante en Darío, ni el de la gracia lírica, y por eso buscó siempre la gracia divina" (p. 24).

Otras observaciones ocurren: "traía un idioma pobre y tosco" (p. 25); "el influjo de su aldea natal le restó horizonte a su gran vuelo; su cultura primaria le prohibió acercarse a las grandes fuentes de la belleza intelectual" (p. 25); "La relación entre contenido y forma es inarmónica y desigual en el primer libro de Gabriela" (p. 12). "Se observa en Gabriela un afán constante de modernidad y de hermetismo en la metáfora estridente, en el movimiento inarmónico de su verso" (p. 17) dice Torres Rioseco ante Lagar, la última de las obras de Gabriela, y de todas ellas en conjunto: "hay en toda la obra una especie de indecisión rítmica, cierta aspereza de dicción" (p. 13).

A Torres Rioseco, en fin, como hombre de lecturas, que a lo largo de cincuenta años de labor cotidiana ha logrado acendrar una amplísima cultura humanística, la admiración por la poetisa y el tierno afecto que acertó a despertarle la mujer, sola siempre, sola por huraña y desconfiada, inquieta, animada de carácter difícil, con evidente delirio de persecución, inadaptable al medio, cualquiera fuese la nacionalidad de este, no le embaraza la visión crítica.

Por las informaciones que da el autor, aunque dispersas, puede también reconstituirse la amistad a la distancia que le unió a Gabriela Mistral, dentro de la cual llegaron a prodigarse, por escrito, elogios recíprocos, a los que por definición son muy sensibles los escritores. En sustancia, cuando Torres Rioseco salió de Chile, la primera vez, en 1918, ya era admirador de Gabriela, si bien jamás la había saludado. En Nueva York leyó poemas de ella a varios escritores (p. 36) por medio de quienes contagió en el interés a Federico de Onís, que fue, como se sabe, el editor de Desolación. En 1919 y 1920, varias cartas se habían cruzado desde Estados Unidos y Chile entre Gabriela y dos de sus amigos chilenos, Francisco Aguilera y Arturo Torres Rioseco (p. 36), quienes iban a cobrar, más adelante, activa intervención en los actos de homenaje que recibió la poetisa. Es digno de especial mención el artículo que Gabriela publicó en El Mercurio, de Santiago de Chile, sobre Torres Rioseco, al cual éste se refiere así: "Este ensayo es la visión más clara de mi poesía que existe hasta hoy, y tan de mi agrado, que lo usé como prólogo de mi libro de poemas Cautiverio" (p. 57).

Es, como se ve, una tierna amistad de espíritus afines la que en parte ha dictado las líneas de este libro, amistad que no ha enfriado la muerte, de modo que el poeta sobreviviente coloca ahora su coronita de siemprevivas en el túmulo ya cubierto de incontables ofrendas florales, algunas muy rumbosas: "No hubo poeta tropical que no le dedicara algún poema" (p. 43).

 

 



 

 

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Valencia, España, Editorial Castalia, 1962.
Por Raúl Silva Castro.
Publicado en Revista Iberoamericana, N°55, enero-junio de 1963