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A propósito de la reedición de
La miseria del hombre, de Gonzalo Rojas

Marcelo Pellegrini


 

Hoy, 20 de diciembre, Gonzalo Rojas cumple nada menos que 93 años. Él y su amigo-enemigo Nicanor Parra (nacido en 1914), agregan a sus pergaminos ser hasta ahora los autores más longevos de la breve pero variadísima tradición poética nacional. Algo de justicia poética hay en ello, y también, por qué no decirlo, algo de ironía, esa que nunca está ausente a la hora de las recopilaciones y los recuentos, las sumas y las restas, de la trayectoria de los que me atrevo a decir son los dos poetas chilenos vivos más importantes de hoy. Podemos elegir entre uno y otro (al menos esa era la misión de los lectores cuando yo comencé a leerlos) o decidir, salomónicamente, que ambos son importantes y que representan dos tendencias en ocasiones opuestas pero siempre, de una u otra manera, complementarias. Los lectores más jóvenes, esos que recién se familiarizan con estas obras, decidirán qué hacer; lo cierto es que si optan por evitar la lectura de ambos, o de uno de ellos, estarán condenados a una semi ceguera que les impedirá explorar en profundidad la poesía chilena del último medio siglo. Quién sabe, sin embargo, si ello es grave o no; para eso tenemos que dejar que el tiempo sea, como siempre en estos casos, el juez último, y el más justo.

La longevidad de ambos poetas (y esta es una de sus características más fascinantes) no impide que sigan activos y publicando. Mientras en España se prepara el segundo volumen de las obras completas parrianas, acá en Chile se celebra la aparición de una curiosa reedición de La miseria del hombre, el primer libro rojiano, publicado en Valparaíso el año 1948, en una tirada modestísima de quinientos ejemplares. El adjetivo “curiosa” que utilizo para calificar esta reedición (a cargo de Ediciones Universidad Diego Portales) se debe a varios motivos que intentaré dejar en claro en estos breves apuntes. Dejo constancia de que me siento en cierta posición para aclarar algunas cosas debido a que en 1995 colaboré con Marcelo Coddou (el primer estudioso que publicó un libro entero sobre Rojas) en la edición crítica de La miseria del hombre, publicada también en Valparaíso, esta vez bajo los auspicios de la Editorial Puntángeles de la Universidad de Playa Ancha.

Reeditar este libro ofrece una serie de problemas que me atrevo a decir se complican todavía más con lo hecho por la UDP. Tratándose de un poeta que hasta los 60 años no había publicado sino tres libros, hubiera sido conveniente dejar en claro hasta qué punto La miseria del hombre ha sido la piedra fundacional de su poesía; por cierto, el poeta ha insistido mucho en ello. Lo que hizo la edición crítica de Coddou fue explicitar la forma en que Rojas llevó a cabo ese proceso: extrayendo fragmentos, versos, estrofas enteras de ese libro primero, y redistribuyendo esos materiales para formar nuevos poemas, muchos de ellos con nuevos títulos, que pasarían a formar parte de los libros posteriores, adonde se unirían a los nuevos que iba produciendo. Rojas se releyó a sí mismo, y pudo pasar así de ser un poeta amigo del énfasis y de las grandes expansiones verbales, a ser más amigo del silencio y de la reticencia. Quien lea La miseria del hombre se dará cuenta de inmediato que entre ese libro y la segunda entrega rojiana (Contra la muerte, de 1964) hay un cambio sustancial en su lenguaje, que se intensificaría aun más en 1977, cuando aparece en Caracas Oscuro, su tercer libro que lo consagró a nivel latinoamericano. Como ha dicho Coddou en más de una ocasión, Rojas pasó de una estética “expresionista” de origen rokhiano a una poesía no menos intensa, pero sí más austera. La negativa de Rojas para que se republicara su primer libro, que mantuvo durante décadas, era parte de un proceso de ocultamiento de su expresión. ¿Cómo explicar esos cambios? La única solución era hacerlo con una edición crítica, y el momento de hacerlo llegó en 1995.

Pero Rojas, poeta de muchas astucias, verdadero mago a la hora de construir su persona poética, se demoraría en autorizar esa edición porque ya había inventado una historia ejemplar para explicar esos ocultamientos, historia que, con variantes, sigue vigente hasta hoy. Esa historia tiene al menos un título: Cuaderno secreto, conjunto de poemas que, por ser precisamente secretos, nadie ha visto, salvo por unos cuantos poemas sueltos que el poeta ha fechado entre 1935 y 1938. Uno de esos poemas es “La litera de arriba”, y dice así:

Total me leí el libro de Joaquín
Cifuentes Sepúlveda: “El adolescente
Sensual”, a una semana
de “El Artista Adolescente”;
                                               cuánto espejo
en el oleaje de Talcahuano a Iquique con las gaviotas
inmóviles como cuerdas en el arpa del cielo
amenazante.
                       Más y más Dédalo
me recojo en el mío.

Se trata de un texto preñado de alusiones literarias hechas en apretada síntesis (James Joyce, Joaquín Cifuentes Sepúlveda y la mitología griega son los protagonistas aquí), con una sintaxis enérgica y segura, cuyo “Total” del comienzo es un divertido guiño al habla coloquial chilena, una especie de equivalente a la expresiones “a fin de cuentas” y “después de todo”. El poema tiene, a modo de epígrafe, una pequeña nota explicativa que dice: “A bordo de la nave Fresia, / de la Compañía Sudamericana de / Vapores. Abril 1935”. Un muy joven Rojas de 18 años estaba escribiendo un poema que ya anunciaba su lenguaje lúdico y dramático a la vez, ágil en sus inteligentes alusiones culturales. Tan importante ha sido este poema para él, que en la antología Concierto, publicada en España por Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores (misma editorial responsable por las obras completas de Parra), el poeta agregó a la información sobre el año y el lugar de su escritura una nota definitiva y definitoria: “Primer poema del autor”.

Sin embargo, si comparamos ese poema con algunos de La miseria del hombre, veremos que hay diferencias demasiado evidentes como para no comenzar a sospechar sobre las fechas de composición dadas por Rojas. Veamos las dos primeras estrofas de “La libertad”, del libro del 48:

Todos los que se mueren en este instante no hacen un número
                                                                               [siquiera,
no hacen una palabra,
pues toda su agonía, dentro de unos minutos, reventará en
                                                                               [estiércol,
y toda su ilusión estallará en un sueño putrefacto.

Así mi pensamiento es una sucesión
de estallidos sin causa y sin efecto
como ese coro eterno de murientes llorosos
que luchan por pasar desde el atardecer hasta la aurora,
que muerden en las rocas los restos del placer
con su boca sangrienta. Pobre reino animal
que va a parar al reino mineral de la muerte.

¿Se trata del mismo autor que a los 17 años estaba escribiendo “La litera de arriba”? Si aceptamos sin cuestionar las fechas dadas por el poeta, tenemos que a los 31 años (o 29, porque La miseria del hombre fue terminado en 1946) estaba escribiendo poemas donde abundan adjetivaciones que matan, sueños putrefactos y estiércol donde revientan todos los que se mueren “en este instante”, mientras que a los 17 componía ya poemas que anunciaban al poeta que se consagraría a base de silencio y rigor. La pregunta, pues, se impone sola: ¿por qué Gonzalo Rojas decidió dejar de lado los poemas de su adolescencia y dar a conocer en su primer libro poemas evidentemente inferiores? Mi hipótesis puede sonar un poco extrema, pero me atrevo a decirla: porque en realidad Rojas nunca escribió esos poemas de Cuaderno secreto en la década del 30 del siglo pasado. La persona poética rojiana se inventó un antecedente expresivo en torno de un libro o un conjunto de poemas que escribió no en 1935 o 1936, sino mucho después, siendo ya un poeta maduro. Ese libro existe sólo en la ficción de sí mismo que Rojas ha construido con el propósito de explicar el paso del lenguaje enfático de su primer libro al más acerado de su obra posterior. Me atrevo, incluso, a ir más allá: Rojas tenía que inventarse ese cuaderno para explicarle a sus lectores y, sobre todo, a sus críticos y comentaristas, el en apariencia inusitado cambio de un lenguaje enfático y exagerado a uno más escueto y elegante. La única solución que vio el poeta fue decir que ese lenguaje que lo consagró como uno de los grandes de la lengua castellana ya estaba presente en él desde su adolescencia. La miseria del hombre, entonces, sería un espasmo, una especie de hipo verbal cuyo origen se encuentra en una serie de pasiones amorosas terribles que terminaron, como toda pasión que se precie de tal, en la muerte.

La edición crítica de La miseria del hombre mostró que eso no es así. Por el contrario, dio a entender de manera definitiva que el proceso de escritura de ese libro no fue de cinco o seis meses “torrenciales”, como dice la nota preliminar (no reproducida en la edición de la UDP), sino que duró al menos diez años, comenzando precisamente en 1936. Al identificar los fragmentos extraídos por el poeta para formar nuevos poemas, Coddou rastreó al mismo tiempo las fechas de composición de los textos. Esto, que parece el trabajo de un forense poético, en realidad fue una tarea muy fácil, porque el propio Rojas fue dando esas fechas, que se extienden desde los años 30 a los 40 del siglo pasado. Como en los buenos cuentos policiales de Poe o Chesterton, la evidencia estaba ahí, a vista y paciencia de todos; lo que había que hacer era identificarla, ordenarla y sistematizarla (es decir: leerla) para, haciendo las sumas y las restas, concluir que los poemas de La miseria del hombre fueron el resultado de un trabajo lento y dificultoso. A ello hay que agregar algo que esa edición crítica no menciona: la serie de poemas que Rojas publicó entre 1939 y 1941 en la revista del grupo Mandrágora, colectivo surrealista chileno al que perteneció por un tiempo, y los que publicó en la revista Multitud, de Pablo de Rokha, en 1942. Son poemas que van de un surrealismo avant la lettre a un tremendismo erótico que ya anuncia los poemas de La miseria del hombre. Ni un solo rastro de los poemas juveniles que él dice que escribió por esos mismos años, e incluso un poco antes. No niego, por cierto, que esos textos puedan existir; tampoco niego que la precocidad haya podido tocar las playas del verbo rojiano (y la precocidad es uno de los temas de su poesía, como en el notable poema “Rimbaud”, que comienza: “No tenemos talento, es que / no tenemos talento, lo que nos pasa / es que no tenemos talento”) pero, hasta que no veamos ese libro secreto publicado, hasta que no tengamos acceso a todo el conjunto, y ojalá a su manuscrito (otra edición crítica haría falta en ese caso) mantendré mi hipótesis como la he planteado acá.

Todas esta larga explicación tiene el propósito de contextualizar un poco el trabajo que ha hecho la UDP con La miseria del hombre, y las consecuencias que puede tener. Como dije líneas atrás, la complicada maraña de las fechas rojianas merecía una explicación, así sea breve, de la importancia de ese libro, pero los editores consideraron que al parecer no era necesaria. Ese es, a mi juicio, una falta grave. Pero lo más importante, sin embargo, radica en un hecho crucial: que el libro publicado por la UDP no es, en rigor, el libro primero de Rojas. Una rápida mirada al índice revela que, con respecto a las ediciones de 1948 y 1995, hay tres poemas que han sido agregados al conjunto. El libro de la UDP comienza con “El cofre”, agrega en su segunda parte otro titulado “Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres”, y finaliza con “Al silencio”. El primero es una elegía a propósito de la muerte de María McKenzie, primera esposa del poeta, madre de Rodrigo Tomás, el primogénito inmortalizado en La miseria del hombre con un largo poema llamado “Crecimiento de Rodrigo Tomás”; el segundo es un texto escrito en homenaje a Jorge Cáceres, poeta y artista mandragórico muerto prematuramente en 1949; y el tercero, por último, es el poema que inaugura Contra la muerte, segundo libro de Rojas. Agregados sin explicación alguna, esta edición nos da a entender que esos poemas fueron siempre parte de La miseria del hombre. Cualquier lector rojiano atento sabrá, por supuesto, que no es así, pero los lectores que no están familiarizados con ese libro, los que se acercan por primera vez a él, pensarán que el libro fue concebido con esos poemas. Sospecho que se trata de una decisión autorial, seguida sin cuestionamiento por los editores de la UDP. Podríamos, con cierta buena voluntad, encontrar justificación al agregado de esos poemas: pertenecen, de cierta manera, al mundo que concibió La miseria del hombre, es decir, aluden a la musa inspiradora de varios de los poemas de ese libro (María, que es para el poeta “la hija del fuego” y “el éxtasis del fuego”), a un poeta y artista que Rojas admiró en los años en que componía los poemas de su primer libro, y a una experiencia metafísica que Rojas dice que vivió en Valparaíso, ciudad que, como para Darío, es el locus donde encontramos parte importante del origen de su poesía. Pero eso es obra de las buenas intenciones de un lector que, como yo, admira al poeta; en rigor, incluirlos es un error y una falta a mi juicio gravísima, porque representan un equívoco descomunal y, sobre todo, una variante muy poco feliz de la ficción de la persona poética rojiana. Uno de esos poemas (“El cofre”) es muy lejano en el tiempo respecto de la composición de los poemas del libro, y otro (“Al silencio”) nada menos que inaugura su segunda publicación. El único poema temporal y espiritualmente cercano a La miseria del hombre es “Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres”, pero se trata de un texto claramente escrito cuando ese proyecto ya estaba más que concluido.

Con todo lo que hay que celebrar la aparición de este libro, y con todo lo que hay que alabar de la labor que la UDP viene realizando con otros autores señeros de nuestra tradición, pienso que esta nueva edición de La miseria del hombre representa un verdadero retroceso en las lecturas de la poesía de Gonzalo Rojas. Sí, de nuevo están los poemas para disfrutarlos, pero, más que editados, tengo la impresión de que fueron lanzados ciegamente al aire, sin mucho pensarlo, agregando poemas que no corresponden, sin ningún aparato crítico (las ediciones de la UDP, siempre acompañadas de prólogos o notas explicativas, no incluyó nada de eso esta vez) y transformando un libro de manera casi irresponsable en una especie de híbrido editorial que, por el afán de su autor de situarlo como legítimo primogénito, le agregó unas prótesis que lo afean irremediablemente.


 

 

 

 

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