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Apuntes para una presentación de «La vida cotidiana», de Guillermo Riedemann
Ediciones Inubicalistas, 2019

Por Camilo Brodsky



.. .. .. .. ..

Más bien proclama pronto entre mis huestes
que a quien no tenga estómago para este combate,
lo dejen partir. Que le den su pasaporte
y le pongan coronas en la bolsa para el viaje.
No querríamos morir en compañía de ese hombre
que teme morir como nuestro compañero.
(...) nosotros
estos pocos, felices pocos, nuestra banda de hermanos.
Porque quien hoy derrame su sangre conmigo
será mi hermano; por muy ruin que sea,
este día habrá de ennoblecerlo.
Y los caballeros de Inglaterra que están ahora en sus camas
se considerarán malditos por no haber estado aquí.

W. Shakespeare. Enrique V. Acto IV, Escena III

 

I

Nos dice Guillermo Riedemann —en este libro de fragmentos que es varios textos y que podría también ser más de un libro— que A veces los muertos no se parecen a sí mismos. Y quizás podríamos agregar, sin demasiado miedo a equivocarnos, que tampoco los vivos se parecen siempre a sí mismos, que atraviesan en ocasiones páramos que los cambian de manera sutil pero definitiva, que hay experiencias que modifican para siempre una existencia, individual o colectiva, de manera brutal o leve, cotidiana siempre, si aceptamos que acá el adjetivo nada tiene de liviano.

Porque son esas señas de la experiencia, esas evidencias —a veces bestiales por lo objetivo de la masacre—, las marcas que se van develando en los textos de este libro como trazos o manchas. Todo libro es en alguna medida como un leopardo o una cebra, atravesado por patrones que encubren otros patrones, por líneas que van dibujando el diseño nunca definitivo de una escritura. Y acá son distinguibles, o creo yo poder distinguir, la línea gruesa, a veces aplastante, de la derrota y su impronta sobre el devenir del derrotado.

Y quizás no es casual que, mientras tenía que hacerme cargo de la escritura de este texto, me haya tocado paralelamente estar transcribiendo entrevistas a exmilitantes socialistas, en particular una a Rafael Ruiz Moscatelli, donde resonaba como un eco de lo que vendría su experiencia política previa al Golpe, que sigue siendo el hecho cardinal que mantiene a todo un país amoratado y cuyas consecuencias reverberan en casi cada página de De la vida cotidiana, como marcas que han condicionado una experiencia. E imagino que tampoco es solo azar —no puede serlo, no quiero creer que lo sea— el que este libro vea la luz en un contexto de 84 días de insubordinación colectiva permanente contra esas mismas consecuencias, que no son otra cosa, en alguna medida, que una insubordinación contra la derrota, una historización de esta como momento, y su —esperamos— consecuente superación como condición.

Y como al menos a mí se me hace improbable la lectura de un texto sin que en él retumben mis propias experiencias, fantasmas, obsesiones y coyunturas, a De la vida cotidiana, entonces, entraré a rastrear los signos de esas derrotas —pues son varias, de distinto carácter y espesor, vivas en distintos planos y niveles—, sus codeterminaciones, sus síntomas.

Desde un principio podemos atisbar, aún sin saber a qué adjudicarlas, las huellas de una especie de agobio naturalizado. El peso o el cansancio resignado transmitido por los textos (En el cielo raso, en los zapatos/ usados la noche del jueves. “Viernes”), que en mi caso se agudiza, en estos versos, por una sensación que suele invadirme ante la imagen de la ropa en poesía, que me remite generalmente a cierta vejez, a un algo ajado, al paso del tiempo, del descuido y el abandono. Una especie de laissez faire ante la inevitabilidad asumida de la Historia, frente a la que aun siendo partícipe se asiste desde una distancia ajena, que no reconoce del todo los propios actos, que no les asigna direccionalidad (No delató a nadie,/ no sabe si por mérito propio/ o porque nunca lo pusieron/ en la situación. “Méritos”; Y no habló,/ no mencionó un solo nombre,/ no entregó a nadie,/ no respondió ninguna pregunta./ (...) No fue un acto de heroísmo./ Nunca supo qué fue,/ por qué lo hizo, para demostrar qué,/ a quiénes, pero lo hizo. “Anuncios del horror”). Se es testigo de la escena que se protagoniza, convirtiendo la experiencia en la de un voyeur/flaneur de la propia tragedia, de la que se es hasta cierto punto ajeno, de la que se está exiliado y que es vista a través de una vitrina o a la que parece se asiste como a un loop de secuencias en un televisor estático o un imposible proyector de imágenes de la memoria sobre un muro de cal blanca (El rojo intenso de la sangre/ que resbala a la deriva,/ desde la vereda a la calzada,/ apenas disparadas las armas. “Viernes”).

Tal vez la expresión de la propia vida como una sucesión de negligencias, si nos remitimos a la cita a Los inocentes de Hermann Broch, que abre la última sección del libro y que opera también como una posible poética de este (La poesía, ¿para qué? Para informar de todas nuestras negligencias).  Negligencias de las que acaso se tiene absoluta conciencia, pero ante las que se haya ya rendido (a veces, solo y a veces, se dice/ -debería poner más en esto. “Deberes”), con una disposición, insisto en esto, naturalizada hacia el desgano ante el devenir de la propia vida, sea por devastación o porque el presente nunca tendrá el sentido ni a intensidad del pasado y sus pasiones.

Este voyeur/flaneur de sí mismo es un testigo/actor que se ha despojado de su vitalidad, de su ánimus; o que bien ha acabado por despojarse de manera cansina de lo que le ha sido anteriormente arrebatado de manera brutal. Asiste a la sucesión de sus días sin convicción, observándose como desdoblado en la sala de espera de la muerte, quizás. Sin drama, sin estridencias, despojado de una humanidad activa que parece haberse diluido en la propia derrota y en los años que se fueron en la guerra, tanto interna como material y objetiva, de la que al parecer logró sobrevivir. De la vida cotidiana parece a ratos un compendio de anotaciones de un soldado que vuelve del frente de batalla cargando consigo la adicción embotante del opio, adquirida como costumbre analgésica ante el dolor de unas heridas que no han sabido ni podido cicatrizar. Un veterano que de alguna manera se acostumbró a oír el diagnóstico social sobre sí, y que por lo mismo ha decidido abandonarse antes que reconocerse protagonista concreto de esta(s) derrota(s).

(...) Que padecía delirios de persecución, que lo suyo era consecuencia de los años bajo asedio enemigo, que el peligro, que el hambre, que el miedo, que ver morir a sus amigos; que lo suyo era lo que muchos años después llamarían estrés postraumático (en su caso, estrés traumático); que lo suyo era lo que muchos años después llamarían neurosis de guerra, trastorno obsesivo compulsivo. Que el problema estaba en él, dentro suyo, él era el problema para la moral del grupo; que se lo tomara con calma, que fuese más vigilante, que no flaqueara.

“(017-15)”

 

II

Esta tarde, durante una salida, vi venir hacia mí o cruzarse
en mi camino, a pocos pasos de distancia, a miembros puramente
imaginarios de la comisión que me habían dado tanto miedo por la mañana.

F.  Kafka. Diarios.

Una digresión. Aunque quizás no tanto como lo parece. Este sustrato, esta situación que parece de arribo, se ramifica también en otras derrotas, de muy distinto signo, en apariencia. Porque si bien De la vida cotidiana es, en gran medida, un libro de muerte y de muertes - la muerte como cotidiano y lo cotidiano como muertes, por decirlo de alguna manera-, o de sobrevida, es también un registro de la nostalgia amorosa en muchos pasajes, expresión en este caso de la derrota que encierra el desamor, desatada, en parte, precisamente por la naturalización relativa de la derrota original.

Son los efectos de esta en la vida cotidiana que, como la primera pieza de dominó que desata la caída sucesiva del resto, proyecta su anomia sobre cada aspecto del despliegue vital del individuo. Volviendo a la cita de Broch como poética, podemos también leer el texto como un compendio de negligencias nacidas de la derrota y derrotas nacidas de la negligencia y, a la vez, de nuevas derrotas -amorosas esta vez- que surgen de esta dinámica, y que podemos rastrear a partir de “Semejanzas” y de otros textos, referidos en su mayoría a “la mujer de los ríos”, en que parece patente el tránsito desde la idealización amorosa, romántica, instalada en el escaparate de una cierta forma de añorar y de nostalgia, hacia la inevitable caída a tierra de toda idealización (pues la derrota originaria, la política, y sus consecuencias, son también la desintegración de un ideal, aunque debido a una violencia real, concreta: la de la derrota material del amor colectivo, en oposición a la derrota individual del amor romántico).

El hilo de continuidad lo da, en gran medida, la manera en que se enfrentan estas derrotas de distinta índole, naturalizando de alguna manera una cierta inevitabilidad de estas (Pero no había cómo impedir/ la llegada de ese día. “Hervir el agua”), aun cuando pareciera que la capacidad para tomar distancia, para asumir el rol de voyeur/flaneur ante la derrota amorosa, es menos drástica que ante la otra. Quizás porque, podemos aventurar, la derrota individual que surge de la derrota colectiva es inmensamente más irremontable que la derrota amorosa, o así lo parece. Y esto sea, posiblemente, porque en tanto pasiones, las colectivas requieren de un involucramiento concreto del otro, mientras que las individuales pueden perfectamente radicarse en nuestras propias pulsiones sin más, pues no es necesario que nos amen para amar, pero sí es necesario el accionar del otro para las transformaciones colectivas. La pasión colectiva no puede incubarse solo en uno para ser efectiva, y esta tensión es también la vida cotidiana de Riedemann, al menos una cierta vida cotidiana: la que transita estas derrotas, estos desamores, que no son otra cosa que escombros que son solo posibles cuando han existido amores/pasiones -políticos, carnales, románticos- de una intensidad abrasadora. La distancia y el abandono como respuesta surgen entonces ante la experiencia, como una exigencia de autodefensa del Yo para permanecer en la temporalidad de la vida presente, a la que, por la intensidad de la vida pasada, cuesta darle credenciales más que de  sobrevida, pues la cotidianidad que se construye tras la pasión y la entrega extrema, irracional incluso, se parece demasiado al vacío, y muchas veces solo podemos quedar atrapados en él o levantar placebos con los que intentamos dilatar ese pasado de pasión, casi siempre con horribles resultados  (el televisor encendido en la sala/ y el frenético zapping de la mujer de los ríos/ o de alguien que la suplantaba/ pero seguía siendo ella. “Monotonía de la vida cotidiana”).


Final de historia

El nudo es la sección “El cuerpo de los hechos”. Ahí está la guerra, están los cuerpos, está la sangre por las calles. La explicación, casi documental, de ese individuo encerrado en una soledad que va más allá de lo físico, que habita en el ensimismamiento de la experiencia y la soledad intransferible de la derrota y la culpa del sobreviviente. Se descorre el velo, y tras la cortina aparecen las heridas que han generado esa distancia y esa derrota. Se alternan los nombres de las víctimas con el relato de una guerra permanente, de continuo movimiento de tropas entre cadáveres, sobre un fondo de conflicto proyectado sobre los días de manera periódica, asumido como tal, sin cierre visible (Iban a transcurrir muchos años para que una de las fuerzas en conflicto intentara romper el inmóvil estado de cosas impuesto por la pestilencia de la carne en descomposición. (...) Pero aquel invierno se prolongó más allá de lo que marcan los calendarios -no hubo primavera ese año, afirman los cronistas-, y el ataque hubo de ser pospuesto semana tras semana, por décadas y décadas. “07-11”).

Se alternan con los pasajes de este escenario apocalíptico sin estridencias las fichas casi técnicas de los muertos, sus casos, su neutralidad jurídica, siempre inviable cuando los caídos son de tu campo.

Campesinos, doctores, estudiantes, profesoras, pequeños comerciantes. Un muro de cuerpos entre el pasado y la posibilidad de salir de él y su derrota, que todo lo absorbe o asimila (Un día fue tal la acumulación de cuerpos sin vida en el foso, que se dispuso sacarlos y ordenar su traslado y depósito lejos de la zanja... “02-29”). Son esos cuerpos, esas fichas, esos casos -sus fichas, sus casos-, la imposibilidad tajante de cierre para una derrota y una guerra que siguen abiertas, permanentes, que tienen más de herida que de correlación de fuerzas, y que al no tener final hacen imposible levantar cabeza y retornar de manera total a la vida. Se construye así esa otra vida cotidiana, esa actitud de duelo sin funeral que lo abroche y permita continuar, mal que bien, suponiendo que hay algo después de la batalla, ganada o perdida, de la Historia. Historia que, esperamos, comience nuevamente a cambiar y nos permita, ahora sí, otra vida cotidiana, distinta de esta que, demasiado a menudo, sabe más a sentencia que a otra cosa, y en que las formas de enfrentarla han sido también nuestras condenas, aunque sean asimismo los documentos de identidad que permiten, en algún grado, seguir aún aquí. Y es que, a pesar de estar malditos -y de esto es de lo que da testimonio a fin de cuentas también Riedemann-, no lo estamos por no haber estado aquí, como los nobles ingleses de Enrique V en Agincourt.

Stgo., 9 de enero, 2019.



 

 

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