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Neruda, Pacheco, Gelman, Belli y la tradición de la poesía latinoamericana moderna

Por Grinor Rojo
Revista de Libros, El Mercurio. 15 abril de 2007

 

 

 

 

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El mexicano José Emilio Pacheco, el argentino Juan Gelman y el peruano Carlos Germán Belli —ganadores del Premio iberoamericano de Poesía 2004, 2005 y 2006, respectivamente— han sido objeto de sendas antologías publicadas recientemente por Lom Ediciones: La fábula del tiempo, Fulgor del arte y Los versos, los años son sus títulos (y esperamos que lo mismo ocurra pronto con Fina García Marruz, quien gano el premio este año y que no obstante su gran valor es entre nosotros la más desconocida de los cuatro).

Poetas a quienes separan de Neruda una o dos generaciones, cada uno de los ya antologados es dueño de una personalidad poderosa y responde por lo tanto a incitaciones que pueden ser y son en efecto muy diferentes a las del chileno. Pacheco, por ejemplo, es un poeta cuya obra se sitúa estilísticamente en el vecindario del conversacionalismo de Parra, Sabines, Cardenal o Lihn, si bien poseído de un conocimiento profundo del oficio y de una actitud ética entre ecológica y reminiscente de los moralistas del siglo XVIII que los otros no tienen, lo que lo distancia además tanto del espontaneísmo como de la ética más bien política de Neruda. Gelman es, por su parte, una suerte de experimentalista tardío, poeta urbano, sentimental aunque no por eso menos ácido, estéticamente cercano a Vallejo y politicamente a los movimientos de liberación nacional. Belli, por su parte, es, como yo mismo lo señalé en otra ocasión, un contemporáneo nuestro al que le encantan "los folios, las estrofas, las armonías aliterantes, los heptasílabos y los endecasílabos a la manera de las baladas y sextinas de Petrarca y de los sonetos de los españoles del quinientos y el seiscientos", pero sin que nada de eso lo obligue a hacerle el quite a la hibridación de su palabra con el lenguaje popular de las calles limeñas o incluso con el de las tecnologías de la información y la comunicación. Como vemos, se trata de cuerdas que parecieran tener muy poco en común con la de Pablo Neruda y poco también entre ellas, pero que sin embargo convergen subterráneamente, se dan la mano por detrás de la puerta, se saludan y hasta se homenajean.

En este contexto, yo quiero creer que es por una afinidad real, y no por simple buena educación, que Pacheco, Gelman y Belli muestran, y a veces hasta declaran, su deuda con Neruda. Pacheco, al manifestar que "No existe otro poeta que me haya acompañado como él a todo lo largo de la vida" y que Neruda "es la cumbre de la lengua española en el siglo XX"; Gelman, cuando cuenta que se peleó políticamente con el vate en los años sesenta, pero que eso no lo inhibe para reconocer que éste fue "un hombre que nunca olvidó a nuestra América 'violada y abandonada', a nuestros pueblos 'sin alfabeto', a los mineros, a los indios pobres, pedacitos rotos de 'hombre inconcluso, de águila vacía'"; y Belli, al observar, con evidente agudeza, que la poesía "oceánica" de Neruda es un "oportuno escudo para el alicaído Parnaso" de hoy.

En el fondo, yo me doy cuenta de que Pacheco, Gelman y Belli están actuando con respecto a Neruda de la misma manera en que Neruda lo hizo con respecto a Darío. Los grandes poetas de la América Latina (y, a lo mejor, por qué no, los de "Iberoamérica" en su conjunto) saben perfectamente que al menos desde los tiempos de Rubén ha echado raíces en estas tierras una tradición poética firme y fecunda, cuya gravitación ya no resulta soslayable, esto es, una carrera de postas en la que los viejos entregan a los jóvenes un cargado mandato, lo que involucra retenciones y renovaciones, ajustes y reajustes en la totalidad del sistema. Como escribió T.S. Eliot en unas frases que muchos críticos sabemos de memoria: "Lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte es algo que les ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron... El orden existente está completo antes de que llegue la nueva obra; para que el orden persista después de sobrevenir la novedad, el total del orden existente debe ser, aunque sea muy ligeramente, alterado; y así las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto al todo se reajustan; y esto es conformidad entre lo viejo y lo nuevo". José Emilio Pacheco, crítico él mismo, no tiene empacho en hacerse parte de la doctrina eliotesca y en aplicarla domésticamente. Escribe, por eso: "Sin Darío no hay Neruda. Sin Neruda no hay poesía ni narrativa hispanoamericana del siglo veinte".

Reconforta leer estas palabras en tiempos en que no escasean en el gremio los descubridores de la pólvora, los presurosos que quieren partir de cero, los que creen que todo lo que existe empezó ayer. Eso es lo que aún sigue vivo del adanismo vanguardista, del culto ignaro por lo nuevo como si se tratara de un valor en sí mismo, en circunstancias de que, para citar de nuevo a Eliot, bien pudiera ser que "no sólo las mejores, sino las partes más individuales del trabajo poético sean aquellas en que los poetas muertos, los antepasados, afirman más vigorosamente su inmortalidad".



 

 

 

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