Lo del recambio generacional como motor de la historia es un cuento más viejo que andar de a pie. Tiene que ver, en primer término, con la aparición en la moderna civilización de Occidente de la conciencia del tiempo histórico y con la simultánea necesidad de explicar su funcionamiento. Agréguese a ello la decimonónica obsesión con el progreso, y la pregunta deviene no en una que interroga por cómo se mueve la historia, sino en una que aspira a saber de qué manera esta “avanza”. Y las respuestas abundan. Desde las que ponen el ojo en ciertos sujetos iluminados, conductores de pueblos, líderes mesiánicos que con su sola e incomparable musculatura empujan y mejoran el desplazamiento temporal, hasta los que, con fórmulas diferentes, hacen de ese suceso un quehacer colectivo, de una generación, de una clase, etc.
Muy favorecida, desde el romanticismo, es, por supuesto, la fórmula generacional. En la primera mitad del siglo XIX, surgieron en Europa las “jóvenes generaciones”, una invención de Giuseppe Mazzini. Este fundó en 1831 la Joven Italia y, no contento con eso, en 1834 dio origen a la Joven Europa. Su deseo era que la Joven Italia se hiciese cargo del logro de la unidad republicana de ese país y la Joven Europa de la transformación del continente en el mismo sentido hasta desembocar en su unificación. No le fue del todo mal, hay que reconocerlo. Si es verdad que no consiguió ver durante su vida el cumplimiento de ninguno de los dos objetivos que se había propuesto, no es menos verdad que esos objetivos eran válidos y que sus actuaciones pavimentaron el camino para su consecución posterior.
En América Latina, una “joven generación”, al estilo de las de Mazzini, aparece en la Argentina con el retorno de Esteban Echeverría a Buenos Aires después de sus cinco años parisienses. Echeverría, que se había embarcado en 1825 con un pasaporte que decía “comerciante”, regresa en 1830 con otro que dice “literato”. En París ha leído en los periódicos acerca de las batallas del romanticismo entonces en boga (y algo también acerca de la batallas del socialismo utópico también en boga) y descubierto a través de esas lecturas su propia identidad. De regreso en su país natal, lo encuentra escindido políticamente entre los viejos unitarios y los federales mazorquistas (los que le pedían a Rosas más horca), lo que lo persuade, con el fin de resolver esa penosa situación, a introducir la fuerza renovadora de los jóvenes. Entre 1837 y 1838, en Buenos Aires, en la librería de Marcos Sastre, acordándose de las proezas de Mazzini, Echeverría le da el vamos a la Joven Generación Argentina, rebautizada más tarde como Asociación de Mayo, la que, después de todo, no traía consigo ninguna alternativa a la política liberal de los viejos unitarios sino su continuación perfeccionada.
Ni corto ni perezoso, el siempre listo José Victorino Lastarria funda en Chile la Sociedad Literaria, en 1842, la que será el albergue de la Joven Generación local.
De ahí en adelante el chorro fue incontenible, en Francisco Bilbao y sus amigos en la Sociedad de la Igualdad, en la “Generación argentina del 80”, en la de los “científicos” del porfiriato mexicano, en la “Generación española del 98”, en los “Generación” de los “arielistas” rodonianos de principios del siglo XX, y habiéndolo recogido incluso el José Martí de “Nuestra América”, donde afirma que los jóvenes de América “entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear” y que “crear es la palabra de pase de esta generación”.
Y con esto nos movemos hasta fines del siglo XIX cuando el “tema” generacional va a dar al escritorio de los filósofos europeos: al de Dilthey, al de Mannheim, al de Pinder y al de Petersen, por ejemplo, hasta llegar al de José Ortega y Gasset, tal vez el más influyente en el mundo hispanoamericano, y que es quien se explaya acerca de unos sujetos que habría nacido surtos de una misma “sensibilidad vital” y de un mismo “sistema de preferencias”, que a la manera de los clásicos viven solo sesenta años (no habían aparecido aún los milagros de la geriatría), sesenta años que estarían divididos en porciones de quince --niñez, preparación, vigencia y vejez--, y que se enredan y polemizan con sus “contemporáneos” (con sus contemporáneos y no con sus “coetáneos”), según el estadio de evolución en que se encuentran unos y otros, o sea los que están en la fase de “preparación” con los que están en la de “vigencia”, etcétera, e infundiéndole así un impulso continuo al carro del tiempo. Ni falta que hace insistir en el éxito incendiario que tuvo la propuesta de Ortega, sobre todo en el campo de la literatura. Cuando yo era estudiante en el Pedagógico de la Universidad de Chile, a principios de los años sesenta, todo joven que se respetara tenía su nombre inscrito en los registros de alguna “generación” y su deber era actuar en consecuencia, en tanto que las “nuevas generaciones” aparecían en los periódicos de la plaza semana por medio de la misma manera en que aparecen los hongos después de la lluvia en el jardín. Entre los escritores chilenos de esos años, la más bulliciosa fue una a la que le decían la “Generación del 50” y que había sustituido a otra que se llamaba la “Generación del 38”.
He recordado el zafarrancho anterior a propósito del “recambio generacional”, que según me cuentan se está produciendo en la sensibilidad política chilena y con el que se pretende dar razón del deseo de transformaciones que en la actual coyuntura anima a la gran mayoría de los ciudadanos. Como se sabe, nuestro país se encuentra hoy en medio de una encrucijada histórica de ramificaciones innumerables, pero que consiste esencialmente en la pérdida de legitimidad del contrato de convivencia con el que hemos existido hasta la fecha, al menos desde el golpe de Estado de 1973. Basado en ciertas premisas económicas (el modelo del capitalismo neoliberal y sus ramificaciones nefastas) sociales (un país homogéneo, ello en términos de clase, raza y género. “Monolítico”, decía Pinochet), políticas (un Estado presidencialista, oligárquico recalcitrante y administrado por entero desde la ciudad capital), ecológicas (la naturaleza es un regalo que Dios le hizo al hombre para servirlo como a éste más le convenga) y culturales (una cultura que remeda en esta punta del globo lo que hacen las más poderosas del Occidente desarrollado), ese contrato de convivencia es lo que hoy se tambalea. Por lo mismo, los chilenos sentimos que nuestra obligación es, por lo menos para dar comienzo a un debate eficaz, pensar el país de nuevo y plasmar eso que habremos pensado en una constitución que reemplace a la obsoleta y vergonzante del dictador.
Y ello estaría ocurriendo porque ha entrado en escena una nueva generación de jóvenes contestatarios, empeñados en “arrumbar” y “sustituir” cuanto les sale al paso, es lo que nos dicen los zahoríes lectores de Ortega. La “sensibilidad” y las “preferencias” iconoclastas de esos muchachos y muchachas chocan con las añejas del statu quo y demandan su reemplazo. No están contentos los/las jóvenes chilenos/as de 2021 con lo que existe y se incorporan en el espacio público con unas ideas que según aseguran pueden cambiar todo lo que no está funcionando o funciona mal. Por ejemplo, el candidato más joven a la presidencia que Chile ha conocido enfrentó hace unos pocos días su preselección en un justa de primarias a partir de tres perspectivas transversales: descentralización, ecologismo y feminismo. Una perspectiva política, una ambiental y una sociocultural. O, dicho más precisamente, enfrentó su preselección como candidato proponiendo que cualquiera sea el asunto que él aborde con posterioridad a su victoria definitiva, la que anticipa que obtendrá entre noviembre y diciembre del presente año, ello lo hará poniéndolo en relación con alguna de esas tres variables. Ganó la preselección, y la ganó porque, si hemos de creerles a los zahoríes, el programa que propuso interpretaba mejor los anhelos de sus coetáneos. Patéticamente, algunos políticos viejos, operadores diestros en las cocinerías de la dictadura y la postdictadura, se han apurado en subirse en el carro para repetir la receta, pero es dudoso que, dadas sus credenciales nada impolutas, a ellos se les dé con la naturalidad con que se le dio a su joven contrincante. Este encarna a la “joven generación” y promete resolver, con esa “sensibilidad· y con esas “preferencias”, el desajuste entre lo que objetivamente existe y lo que debiera existir.
Por mi parte, pienso que esta plataforma puede ser útil e inclusive necesaria para los fines electorales a los que sirvió hace poco y a los que tendrá que servir más adelante, pero dificulto que baste para una explicación suficiente de lo que pasa en Chile en realidad.
En primer lugar, porque los problemas que tiene Chile en este momento no son sólo los problemas de Chile. Quien quiera que tenga una mediana información sobre el estado de cosas en el mundo sabe que la rueda del tiempo está ahí atascada desde hace ya un rato largo, que la economía rapaz e inequitativa del capitalismo tardío no da para más; que, por lo pronto, no sólo ha sido esa economía incapaz de enfrentar la pandemia del covid 19, sino que ha agudizado sus efectos, protegiendo a los ricos y descuidando a los pobres (me refiero a las poblaciones pobres de los países pobres y también a las poblaciones pobres de los países ricos. Leo en un informe de Amnistía Internacional que “si continúan las tendencias actuales, los países más pobres del mundo no vacunarán a su población hasta 2078. Mientras tanto, los países del G7 van camino de vacunar a su población antes de enero de 2022”), sino que tampoco le da de comer a un 10 por ciento de los habitantes del planeta, a 811 millones de personas, según un informe de la ONU del 21 de julio de este año, al mismo tiempo que, para salir de la crisis en que se sabe hundida hasta el cuello, fabrica armas cada vez más sofisticadas, emprende guerras atroces, depreda los recursos naturales y con todo ello amenaza con la extinción de la vida sobre la faz de la tierra. Entre tanto, sus administradores se llenan la boca con la democracia, mientras reprimen o cooptan (esto gracias al chipe libre de la cultura chatarra) cualquier desobediencia del “pueblo soberano”.
Por otro lado, y esta vez en Chile, esa misma economía hace que el 50 por ciento de los trabajadores gane menos de 401.000 pesos al mes, que los servicios públicos de educación, salud y demás sean un desastre, que “a diciembre de 2019, el 50% de los 984 mil jubilados que recibieron una pensión de vejez obtuvieron menos de $202 mil ($145 mil si no se incluyera el Aporte Previsional Solidario (APS) del Estado)”* y que a los que se manifiestan en contra de este flagelo la policía los deje ciegos o los mantenga por largos períodos cautivos, sin juicio, gozando en la cárcel de los placeres de la “prisión preventiva”.
Nada de esto es obra ni de la sensibilidad vital ni de las preferencias de la generación anterior, y tampoco lo van a solucionar ni la sensibilidad vital ni la preferencias de la generación de recambio, la que está entrando ahora en la fase de su vigencia, como les gusta decir a los orteguianos. Esto es así porque en Chile sigue en funciones una máquina económica que actúa natural e inevitablemente a favor de los menos y en detrimento de los más y cuyos dispositivos tendrían que ser extirpados de raíz. La centralización extrema, el abuso ecológico y las inequidades de género (y no sólo las de género, sino las concernientes a cualquier diversidad, racial, sexual, etc.) son repugnantes, qué duda cabe, y los jóvenes tienen toda la razón en denunciarlas y atacarlas, pero no son causas sino consecuencias. Ponerlas a ellas en el primer lugar de la lista es, como quien dice, tomar el rábano por las hojas.
Pero, como yo lo confesé alguna vez, aunque es verdad que no creo en la generaciones, no puedo negar que las hay. Siempre que se las entienda como lo que son, es decir, como unos grupos acotados de individuos que, por las causas que sean, de ordinario por causas de amistad, clase social y educación, comparten respecto de ciertas cosas ciertas perspectivas en común y las que en el caso de la cultura son sobre todo perspectivas ideológicas y estéticas. Tales individuos se nutren de un mismo repertorio de fuentes, padecen circunstancias biográficas análogas, escogen a los mismos héroes y protagonizan acciones animadas por objetivos que, aun cuando en el momento de consumarse nos parezcan contradictorios, vistos en retrospectiva nos resultarán armonizables. No es entonces que esos individuos hayan hecho su entrada en este mundo provistos de una "sensibilidad vital" que sabe Dios por qué razones debiera ser la misma en cada uno de ellos, sino que son ellos los que se olfatean, se reconocen y se agrupan porque sienten que coinciden en tales o cuales vertientes de sus experiencias de vida.
La movilización estudiantil de los pingüinos de 2006 y la universitaria de 2011 reunió en Chile a un grupo muchachos y muchachas con esas características. Varios, entre los que hoy se aprestan a competir por el poder o que ya lo han hecho y lo han ganado --son diputados, alcaldes y, más recientemente, gobernadores--, salieron de ese horno, entre ellos el precandidato al que me referí más arriba. Y, aunque no militen en un solo partido político o en ninguno, son más sus coincidencias que sus diferencias, y ello explica que se hayan convertido en líderes del cambio que los chilenos tenemos ad portas. Yo, que tengo ochenta años, confío en ellos, confío en que no con sus “sensibilidades”, sino con un empleo aplicado de su saber y su inteligencia convoquen al conjunto del pueblo y nos saquen así del atolladero en que nos metieron Pinochet, sus amigos y también sus enemigos de la postdictadura.
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GENERACIONES.
Por Grínor Rojo.
Publicado en Filosofía, U. de Chile. 27 de julio de 2021