Salvador Allende fue elegido presidente de la República de Chile el 4 de
septiembre de 1970 y en octubre de ese mismo año estaba yo enseñando en
Valdivia, en el Departamento de Literatura de la Universidad Austral. Cuando
aún no terminaba mis estudios doctorales en Iowa City, próximo a graduarme,
me había escrito Gastón Gaínza, que era el decano de Humanidades en la
Austral, preguntándome si quería irme a esa ciudad a trabajar con ellos. Y,
como los Rojo Vega habíamos vivido durante los últimos años en una ciudad
universitaria estadounidense y la experiencia había sido satisfactoria, se nos
ocurrió que podíamos replicarla en lo más parecido a eso que existía entonces en Chile. Así es como fuimos a dar al sur de nuestro país, donde no habíamos
vivido antes y vivimos entre 1970 y 1973, es decir, justo en los años que duró
el Gobierno Popular.
Recién llegado a Valdivia, en la tarde del 22 de octubre de 1970, en el bar
del Hotel Schuster, en compañía de algunos de mis nuevos colegas, escuché
la noticia del asesinato del hasta entonces comandante en jefe de las Fuerzas
Armadas, el General René Schneider, un militar democrático, obediente a
los preceptos de la Constitución. El asesinato lo llevó a cabo una pandilla
liderada por un antiguo conspirador, al que el Ejército había dado de baja por
insubordinación, el ex general Roberto Viaux, y que estaba constituida por
miembros del grupo fascista Patria y Libertad con el apoyo expreso del diario El Mercurio, que atribuyó el hecho cínicamente a una conjura de la izquierda,
todo eso más la fraternal y solícita colaboración de la embajada de Nixon y
Kissinger. Ello a fin de impedir la confirmación de Allende como presidente
por el Congreso, según lo estipulaba la Carta Magna de 1925 en aquellos
casos en que no se hubiese logrado una mayoría absoluta.
Con todo, más allá de ese fin inmediato, el asesinato de Schneider fue
una lúgubre advertencia. Hacia adelante, la tensión entre los militares
constitucionalistas y los golpistas iría en aumento. Por fin, la ganaron los
golpistas, como bien (o mal) se sabe. Después de cometidos los asesinatos
de varios oficiales de alto rango, a los que inculparon de traición (al general
Alberto Bachelet, padre de la futura presidenta) o que por su rango o por
su prestigio habrían podido disputarle a Pinochet su liderazgo (el general
Óscar Bonilla, que era golpista pero no un torturador ni un asesino), el
último en ser sacrificado fue el ex comandante en jefe del Ejército y ex
ministro de Allende, el general Carlos Prats González, cuyo homicidio
se produjo durante el comienzo de su exilio, en Buenos Aires, el 30 de
septiembre de 1974.
Valdivianos de adopción, los Rojo Vega habíamos alquilado entre tanto una
casa en la calle Aníbal Pinto, no muy lejos del centro de Valdivia, habíamos
comprado leña para calefaccionarla y la habíamos pintado de blanco. Anotaré,
más adelante, algunas de los sucesos que ocurrieron en aquel domicilio.
Ahora bien, en las ocasiones en que la Valentina y yo viajábamos a Santiago
no era infrecuente que nuestros conocidos nos acusaran de estar perdiendo el
tiempo en la provincia, advirtiéndonos que en Santiago era donde quemaban
las papas, que era ahí, en la ciudad capital, y solo ahí, donde el Gobierno de
Salvador Allende iba a ganar o iba a perder su partida revolucionaria y donde,
por lo tanto, era preciso estar presente. Estaban aquejados esos acusadores
nuestros de un síndrome de ceguera grave, por supuesto, y así se lo hicimos
notar. Desde la distancia podría decirse que por lo menos una entre las muchas
causas de la derrota final del proyecto progresista del Gobierno Popular fue
aquel centralismo tonto, empeñado en minimizar cuanto estaba más allá de su nariz. No obstante la expansión de la Reforma Agraria y de ciertos programas
de apoyo a las comunidades indígenas (hablaré sobre eso en seguida), lo que
se hizo respecto de las regiones no fue suficiente.
Valdivia, una de las ciudades más bellas de Chile, y muy posiblemente
la más, era por ese entonces el foco de una intensa y beligerante actividad.
Ubicada en la isla Teja y separada de la ciudad por el magnífico río Calle
Calle, en el recinto universitario la contienda se libraba con tanta ferocidad
como afuera, situado aquel otro frente de batalla en la rivera izquierda del río,
en el perímetro urbano y suburbano.
En la Universidad y a destiempo, pues eso era algo que había acontecido
ya en las demás instituciones de educación superior de Chile, durante la
segunda mitad de la década anterior, estaba teniendo lugar un proceso de
cambio. Se eligió para ello una Comisión de Reforma Universitaria de la que
fui uno de sus miembros. Las discusiones eran agrias, referidas básicamente
a una profundización de la democracia en el seno de la institución, lo que a
los que estábamos en la izquierda política nos parecía indispensable y a los
de la derecha no. Discrepancia entre los que entendíamos que la universidad
era o debía ser una comunidad de o para saber, en la que los profesores,
los estudiantes y los funcionarios se organizaban horizontalmente, con
derechos y obligaciones diferenciados solo en lo concerniente a la generación
y transmisión de las verdades de las disciplinas del caso, por lo que la
conducción oligárquica de la institución y los feudos catedráticos debían
abolirse, y los que, por el contrario, pensaban la universidad como dotada
de una estructura vertical, regida por una élite administrativa y profesoril,
a la que encabezaba un club de gobernadores reticulándose luego hacia
abajo mediante las cátedras. En el fondo, esa pelea por la profundización
de la democracia en el medio universitario estaba repitiendo a su modo la
pelea que por la profundización de la democracia social se estaba librando
simultáneamente en las calles.
Al otro lado del río, en la ciudad de Valdivia, la encomienda se reducía,
para nosotros, los partidarios de la Unidad Popular (mi amigo el poeta Walter
Hoefler definía nuestro locus político como el de los “dependientes” de
izquierda), a hacer pedagogía, estimulando el desarrollo de una conciencia
crítica activa y alerta. También participábamos en las manifestaciones
masivas que tenían lugar en la ciudad, en unas marchas públicas no siempre
bien vistas por los carabineros. La querida señora María, que nos ayudaba y
que era un número infaltable en tales mitines, solía llegar a nuestra casa con
los ojos hinchados a causa de los gases lacrimógenos, contándonos que ella
“lloraba y lloraba amargamente y sin haber por qué”.
Recuerdo haber sido parte de todo eso, o al menos recuerdo haber sido
parte de ello en la medida en que me lo permitieron mis cortas habilidades.
También la Valentina, con seguridad más y mejor que yo.
Porque tan importantes como esas tareas urbanas fueron, también para
la Valentina, las de sus quehaceres en el Servicio de Cooperación Técnica,
como parte de una división de apoyo a los artesanos indígenas y que dirigían
Jaime Yver y Andrea Morales. La intención principal del grupo era liberar a
los artesanos mapuche de su dependencia de los intermediarios, quienes les
compraban sus creaciones de greda, tela y cestería a precios miserables y las
vendían posteriormente diez veces más caras.
En esas funciones, manejando su deux chevaux, la Valentina recorrió
la provincia y aún más allá. Estuvo en lugares que en aquella época
eran accesibles solo mediante un vehículo liviano como era el suyo y no
siempre. Hubo en efecto circunstancias en que los mapuches tuvieron que
transportarla con sus medios propios (en carreta o en bote, por ejemplo)
hasta las comunidades. La Valentina estuvo con ellos/ellas, conversó con los
artesanos y las artesanas, aprendió de su sabiduría ancestral y les ofreció la
cooperación del Gobierno. Me acuerdo a propósito de la inauguración de un
espacio-museo que se instaló en la ciudad. Llegaron a la inauguración los
indígenas e hicieron un guillatún, cantaron largos poemas en mapudungún,
poemas que los winca no entendimos, pero en los que sentimos que latía un
calor hondo y que nos emocionaron. Demostraban ellos de este modo, en su
lengua, el agradecimiento por el beneficio que el Gobierno de Allende les
hacía, que era un beneficio económico, de acuerdo, pero que era también más
que eso. Era un reconocimiento y un gesto de respeto del Gobierno Popular,
así como de todos nosotros, por el valor de la cultura originaria.
Por otra parte, Valdivia era entonces una ciudad de las artes, pero de unas
artes que empezaban a pensarse a sí mismas de acuerdo con los apremios
de la coyuntura. Por ejemplo, el conjunto teatral universitario, que dirigía el
dramaturgo Juan Guzmán Améstica, empezó a hacer sus representaciones en
el campo, mostrándoles a los campesinos El médico a palos de Molière que
ellos/ellas no solo entendían muy bien, sino que les provocaba la más grande
hilaridad. Vi yo personalmente una función nocturna de la pieza, hecha sobre
un proscenio improvisado e iluminado con las luces de un camión. Con no
menos espíritu solidario, hacía sus conciertos la orquesta sinfónica conducida
por el maestro Agustín Cullel.
GrínorRojo, Federico Schopf y Waldo Rojas durante la semana de poesía en Valdivia. (1972)
Y de la actividad poética, que era particularmente rica, el faro era el Grupo
Trilce, y el faro del Grupo Trilce era el poeta Omar Lara, un gran poeta
él mismo y director de la revista Trilce, que él siguió publicando durante
el exilio y relanzó luego en su retorno, hasta su muerte, ocurrida hace un
par de años. Los otros eran Walter Hoefler, Enrique Valdés y un ocasional
Federico Schopf, más unos cuantos acoplados periféricos, entre los cuales
nos contábamos la Valentina y yo.
Waldo Rojas, GrínorRojo, Federico Schopf, Juan Cameron, Omar Lara y Jaime Quezada, entre otros
Hubo cónclaves formales de los grupos de poesía emergentes en el país
en 1966, 1967 y 1972, el último aquel al que asistimos los Rojo Vega, en la mitad del período que aquí me interesa reseñar. También hubo encuentros
informales y más sueltos. Encuentros de ánimo folklórico, como eran las
visitas a tomar chicha de manzana en El Guata Amarilla o las excursiones por
los ríos, navegando en lanchones rebosantes de cabros chicos, longanizas de
Paillaco, chicha, acordeones y guitarras. Me acuerdo de mí mismo, en una de
esas ocasiones, caminando por la rivera del río Calle Calle, tomando cerveza
y conversando con Enrique Lihn, en mi opinión el mejor poeta chileno de la
segunda mitad del siglo XX (sí, es cierto, escribió poemas malos, pero también
escribió una treintena de poemas geniales). Pero sobre todo participaron en
aquellas reuniones que convocaban los de Trilce si es que no todos, casi todos
los poetas chilenos de mi generación, a los que conocemos hoy como “de
los sesenta”. Muy jóvenes todavía, además de los que vivían en Valdivia,
como Jorge Torres Ulloa, estuvieron en la ciudad, entre el 70 y el 73, Manuel
Silva Acevedo, Waldo Rojas, Jaime Quezada, Floridor Pérez y varios más.
No faltó, por supuesto, quien se alojara en la casa de la calle Aníbal Pinto.
Y es que esa casa de la calle Aníbal Pinto se había convertido en una suerte
de foco irradiante. Ahí yo ayudé, por ejemplo, a Omar Lara a componer su
segundo libro, Los buenos días, en 1972. Sobre la mesa del comedor ordenamos
sus poemas y el libro apareció con una portada art nouveau que sugirió la
Valentina. Años después, prologué nostálgicamente la segunda edición. Pero
también estuvieron en la casa de Aníbal Pinto, Eugenio Matus, Guillermo
Araya, Leonidas Morales, Lucho Oyarzún —quien, cuando en la mesa tomaba
la palabra, nos dejaba a todos en silencio nada más que para entregarnos a la
magia de su destreza oral— y muchos otros. También acogimos en aquella
casa a algunos activistas que venían con misiones secretas desde Santiago
y a los que los “dependientes de izquierda” recibíamos y albergábamos sin
cuestionarlos. En la mañana del golpe, una pareja, que había aparecido un
par de días antes, él un barbudo maltrajeado y ella una rubia hippienta, bajó
del segundo piso transfigurada, con los bolsos listos para dar comienzo a su
inmersión clandestina, él perfectamente rasurado y de traje y ella como una
gentil señorita.
El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 barrió con todo lo anterior.
Mis amigos fueron avisarme que me estaban buscando. Los golpistas,
que habían allanado la casa unos pocos días antes, andaban ahora detrás
de mí, y yo tenía que elegir una de estas dos opciones: o me sumergía en
los subterráneos de la clandestinidad, como nuestros recientes albergados,
o me presentaba en algún retén de policía para que luego me internaran en
la cárcel o en un recinto militar. Yo era un joven profesor de la Universidad
Austral, que no solo carecía del entrenamiento mínimo para incorporarme a
las actividades clandestinas, sino que hasta entonces (y hasta ahora) jamás
había portado (menos aún, usado) un arma, ni de fuego ni de ninguna otra
clase. De manera que lo hablamos, la Valentina y yo, y quedamos en que ella desmontaría la casa, que se llevaría a los niños a Santiago y que luego
regresaría para ver qué pasaba conmigo. Al cabo de esa conversación, con
una manta mapuche al hombro, el 23 de septiembre de 1973, doce días
después del golpe de Estado y el mismo día en que en Santiago asesinaron a
Pablo Neruda, ubiqué el retén más próximo, me entregué a los carabineros y
ellos me llevaron a la cárcel.
Estuve tres meses preso, desde mediados de septiembre hasta mediados
de diciembre. La celda fue lo peor, por el hacinamiento y sobre todo por la
tortura. Recientemente construido, en la isla Teja y próximo a la Universidad
(uno de los carceleros me comentó, orgullosa y también certeramente, que el
nuevo establecimiento tenía que estar “a la altura” del otro), el edificio de la
cárcel era uno de esos deslucidos que introdujeron en Chile los arquitectos
de los años sesenta y que las autoridades del gobierno de Allende habían
pensado para que contuviera a un máximo de cuatrocientos malhechores.
Pero éramos a la sazón más de mil. En la celda en que yo estaba, que era para
cuatro personas, los residentes éramos ocho o diez: dos o tres presos comunes
y el resto el subdirector de la Escuela Normal de Valdivia, un funcionario
público, un par de profesores de la Universidad y dos o tres estudiantes. Los
camastros eran cuatro, sin embargo, y en ellos nos acurrucábamos a como
daba lugar. Había que dormir con un ojo cerrado y el otro abierto, y con el
abierto puesto en los muchachos, quienes por su juventud estaban expuestos
a las agresiones sexuales. Todos los de mi celda, menos los comunes y yo
(¿por qué yo no?) fueron torturados.
No me acuerdo de la fecha exacta, pero fue a mediados de diciembre,
tres meses después de mi ingreso, cuando me condujeron hasta la oficina del
oficial a cargo y este, después de advertirme con un dedo en alto que de ahora
en adelante debía “portarme bien”, ordenó mi liberación.
Me soltaron en la mitad de la noche, a uno o dos kilómetros del sector
residencial de la Teja, cuando había toque de queda desde las ocho de
la noche, lo que quería decir que las patrullas militares hubiesen podido
meterme un balazo sin hacerme preguntas si es que me hubieran pillado
circulando con mi manta mapuche al hombro. No sé como llegué hasta
la casa de Álvaro Rivera, quien me llevó en su citroneta a la de Liliana
Larrañaga, donde la Valentina me estaba esperando. Apenas me acuerdo de
lo que vi, de lo que hablé, de lo que comí, pero sí me acuerdo de los muchos
besos que le di.
Al día siguiente tuvimos que hacer algunos trámites, y la Valentina me
cuenta que ella tenía que llevarme de la mano. Yo había perdido el sentido de
la ubicación, no podía calcular bien los espacios: tuve que aprender de nuevo
cómo cruzar una calle.
Dos semanas más tarde nos fuimos de Chile. Pasamos Navidad con la
familia en un hotel barato de Buenos Aires y continuamos en esa ciudad algunos meses más; luego seguimos hacia otros destinos y no regresé a mi
país hasta nueve años después.
Primero fueron los campus de la Universidad de California, el de San
Diego y el de Santa Cruz, en los que estuve un año y medio en calidad de
profesor invitado. Después, en la Ohio State University, que no me gustó,
donde pasé más tiempo del que hubiera sido bueno y de donde me fui por
fin en 1987. Me nombraron ese año profesor titular en la California State
University, en Long Beach, y ahí permanecí hasta 1995. Me trataron bien en
Long Beach. Colegas estupendas fueron Shirley Mangini, Claire Martin y
Clorinda Donato. También, durante el curso de algunas nuevas escapadas, fui
profesor visitante en la Escuela de Temporada de la Universidad de Chile en
1991 y profesor visitante en la Universidad de Chile y en la Universidad de
Santiago de Chile en 1992. Me aproximaba de este modo, de a poco, al fin de
mi largo exilio. En 1995, regresé a mi país definitivamente.
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Grínor Rojo. Santiago de Chile, 1941. Doctor en filosofía, profesor universitario, ensayista,
crítico cultural y literario. Sus publicaciones incluyen Muerte y resurrección del
teatro chileno: 1973-1983 (1985); Crítica del exilio. Ensayos sobre literatura
latinoamericana actual (1989); Poesía chilena del fin de la modernidad (1993); Dirán
que está en la Gloria... Mistral (1997, Premio del Ateneo de Santiago); Diez tesis
sobre la crítica (2001); Globalización e identidades nacionales y postnacionales...
¿de qué estamos hablando? (2006, Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada,
Casa de Las Américas, 2009); Las armas de las letras. Ensayos neoarielistas (2008,
Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile 2009); Las novelas
de la oligarquía chilena (2011); Clásicos latinoamericanos. Para una relectura
del canon (2011, dos volúmenes, siglos XIX y XX (2011). El primero de estos dos
volúmenes fue merecedor en Chile del Premio Altazor 2012 a las Letras Nacionales,
en la categoría ensayo); De las mal altas cumbres. Teoría crítica latinoamericana
moderna. 1876-2006 (2012); Los gajos del oficio. Ensayos, entrevistas y memorias (2014) y Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena: ¿Qué leer y cómo
leer? Vol. I. y Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena: Quince ensayos
críticos. Vol. II (2016). Últimas publicaciones: La novela chilena. Literatura y
sociedad (2022), Proposiciones. Ensayos de teoría crítica (2022), La cultura moderna
de América Latina. Primera modernidad (1870-1920) (2022), La cultura moderna de
América Latina. Segunda modernidad (1920-1973) (2023) y La cultura moderna de
América Latina. Tercera modernidad (1973-2020) (2023). Junto con Carol Arcos,
es coordinador general para la primera Historia crítica de la literatura chilena, una
obra colectiva en cinco volúmenes, de los que han aparecido ya los tres primeros y el
cuarto está por aparecer. Recientemente, el 12 y 13 de abril de 2023, la Universidad
de Chile rindió un homenaje a su trayectoria.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Valdivia, Chile, 1970-1973, para el cincuentenario del Golpe de Estado
(Testimonio)
Por Grínor Rojo
Publicado en Publicado en HISPAMERICA, N°155, 2023