Proyecto Patrimonio - 2017 | index | Alberto Fuguet | Grínor Rojo | Autores |





Mala onda, de Alberto Fuguet

En Las novelas de formación chilenas / Bildungsroman y contrabildungsroman
Sangría Editora, 2014


Por Grínor Rojo



.. .. .. .. ..

¿Cómo funciona en Mala onda, la novela que Alberto Fuguet publicó en 1991, el triángulo –tal vez sería mejor hablar de un cuadrángulo– de perspectivas y discursos que constituye a la novela moderna? Esto considerando que, aunque con regresiones constantes hacia pasados de mediano o corto plazo, así como con algunas calas en segunda persona, la mayor parte del relato que se nos entrega en Mala onda es en tiempo presente y en primera persona, en la voz de un protagonista narrador; uno podría interpretar así la novela como un largo monólogo interior, como una suerte de registro, “diario de vida”, que pudo escribirse pero que aquí sólo se piensa y en el momento mismo en que ocurren los sucesos, lo que beneficia a la narración con un suplemento visual importante. Tomando en cuenta todo eso, ¿en qué consiste y cómo se comunica la ironía? Con escalpelo de fenomenólogo, Félix Martínez Bonati ha argumentado que en la ficción novelesca la ironía autorial es una «visión inexplícita superior a la del narrador», que lo convierte por eso en un narrador relativamente no fidedigno («unreliable»)» y que son los defectos de éste los que dan lugar a un «juego irónico de un nivel superior al del discurso». Y agrega:

Si tal es el caso, se entrecruzan dos planos: el del discurso ironizado y el de la ironía, que suspende o limita la validez de las afirmaciones básicas del discurso narrativo. Esta ironía constituye un enriquecimiento de la estructura de la obra, pero, sin embargo, no altera el carácter del discurso narrativo. Sólo genera, por decirlo así, otro discurso paralelo, inexplícito, de actitudes intelectuales condescendientes[1].

Yo, por mi parte, concuerdo con Martínez Bonati e insisto en que no debiera mirarse en menos a la ironía autorial, ya que es el elemento que define esencialmente a la novela moderna; su cabal funcionamiento nos obliga, por otra parte, a prestar atención no a dos sino a cuatro perspectivas mayores con sus correspondientes discursos, explícitos dos de ellos e implícitos los otros dos. Más precisamente: pienso que en la novela moderna confluyen otras tres perspectivas de importancia que conviven con aquélla que está ejerciendo hegemonía en el ámbito del mundo narrado. Ellas son: la perspectiva del autor implícito, la del protagonista –que puede también ser el narrador o, al menos, el narrador básico– y la del lector implícito, todos ellos construidos como quienes son a partir de sus actitudes de subordinación o insubordinación de cara a la realidad que los circunda –y de cara a los discursos de la realidad que los circunda, por supuesto[2].

De aquí arranca la existencia, en la novela moderna, de una trama de vínculos que ratifica una estrecha complicidad entre el autor implícito y el lector implícito, que son los que saben medir cuáles son las oportunidades y los riesgos que el orden de cosas hegemónico en el mundo les presenta y que por consiguiente participan en la puesta en ejercicio de una segunda mirada –participan en «un nivel superior al del discurso», es lo que dice Martínez Bonati. En esa mirada lo que se comparte es un juicio escéptico sobre los actos y/o aspiraciones del protagonista, quien no sabe medir el orden en cuestión o lo sabe sólo parcialmente.

Como es natural, lo anterior involucra recortes necesarios tanto de espacio como de tiempo. En la novela de Fuguet el espacio es la capital de Chile, Santiago, y más exactamente todavía –como lo ha señalado con justeza José Leandro Urbina– apenas un cuarto de la misma. Escribe Urbina:

Tres cuartos de ciudad carecen de representación en la novela. El cuarto restante que se privilegia se erige como el único espacio significativo, y en tal grado que la geografía se establece como dictadora de temas, incitadora de acciones y proveedora de coherencia narrativa[3].

Se refiere Urbina al cuarto oriente de la ciudad capital de Chile, que era y continúa siendo hasta hoy el más próspero. Ahí es donde ocurren la mayoría de las acciones de Mala onda, dentro de un perímetro de afanes modernizadores perfectamente discernible, dentro de un área de nuevos espacios urbanos –gran atracción despierta en los días que cubre la novela «Providencia con Lyon, Paseo Las Palmas, el epicentro mismo. Es uno de los pocos lugares que se salva. Puros edificios nuevos y locos y cantidad de gente conocida comprando ropa o dando vueltas» (91)–, que va desde la comuna de Providencia hasta la actual Lo Barnechea y en el cual se agazapan, con la forma de un abanico que se estuviera abriendo desde la Cordillera de los Andes hacia abajo, las comunas de Las Condes, Vitacura, y los barrios de Lo Curro y La Dehesa. Sin que esto desmienta la validez del aserto de Urbina, son excepciones en Mala onda algunas vistas de Río de Janeiro, en el capítulo que está fechado el 3 de septiembre, el balneario costero de Reñaca, el día 7, los suburbios del sur de la capital y el centro de la misma, el 10, y el cerro San Cristóbal, el 14. El tiempo total –dicho sea de paso–, que el autor dejará establecido con una precisión que no tiene nada de arbitraria, son los doce días que van desde el 3 al 14 de septiembre de 1980[4].

Con esto queda claro cuál es el marco físico-temporal que sirve de plataforma a las acciones de este relato novelesco, así como cuáles son las categorías de la percepción o las condiciones de perceptualidad de cuanto en él se nos comunica. He ahí el piso-mundo nacional que (re)construye Fuguet y respecto de cuya gravitación se conducen y pronuncian, explícita o implícitamente, las distintas figuras de Mala onda: el narrador protagonista y los personajes secundarios que se mueven en torno suyo, el autor implícito y el lector implícito.

Ahora bien, las significaciones paradigmáticas de este piso-mundo se presentan en la novela que leemos mediante una articulación que a mi juicio puede segmentarse eficientemente en tres círculos concéntricos, dispuestos en una jerarquía de acuerdo con la cual los dos inferiores están conectados con el superior pero sin perder por eso una cuota de espesor propio. Me refiero al círculo de la casa, al del barrio –llamemos así al cuarto oriente de la ciudad que se mencionó hace un momento– y al del país como un todo. Queriendo dar cuenta de las significaciones que el desarrollo de la narración de Mala onda irá introduciendo dentro de cada uno de ellos, Urbina habla de dos «planos discursivos»: uno nacional que se deriva del «anclaje premeditado de la novela en la historia reciente» (24), y otro internacional que proviene «de una cierta cultura establecida en los Estados Unidos, específicamente de lo que podríamos llamar los discursos de la subcultura adolescente blanca rica de California y Nueva York»[5]. En rigor lo que este novelista y crítico está identificando en su comentario a la obra de Fuguet es cómo a través de ella se nos quiere dar y se nos da noticia de la instalación en Chile, por parte de la dictadura militar, a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta del siglo XX, de una idea y un programa de país basado en combinar –lo cual es contradictorio sólo a primera vista– la represión con la libertad: represión superlativa de los más para garantizar de ese modo una libertad también superlativa a los menos. Esto, que como es bien sabido estaba destinado a transformarse en la regla de oro del modelo económico de la dictadura –y de después, como una mancha de aceite que se expande con el correr de los años por todos los recovecos de la vida nacional–, se convirtió además, mutatis mutandis, con todas las mediaciones que se quiera reconocer al aplicarlo a tales o cuales contextos específicos, en la regla de oro de un modelo político, social, cultural e inclusive urbanístico. Hay un episodio en la novela de Fuguet en que la autoridad y la libertad se confrontan y miden sus fuerzas, o mejor dicho un episodio en que la autoridad se percata de hasta dónde llegan sus prerrogativas al colisionar con quienes –en este caso puntual, con los hijos de quienes– son los dueños de la libertad y desde esa libertad que es de ellos y nada más que de ellos les han conferido a los otros el poder que vicariamente detentan. La policía del régimen detiene a un grupo de muchachos que han acudido hasta la avenida Kennedy para asistir después del toque de queda a una carrera ilegal de automóviles, como las que aparecen en ciertas películas para teenagers de los Estados Unidos; entre ellos se encuentra el protagonista narrador. Trasladados al recinto policial, uno de de los jóvenes –el Nacho, hijo de un oficial de alto rango en la Armada, también beneficiario oscuro de los latrocinios de la dictadura– hace ver a los carabineros quién es su padre, quién es él y quiénes son sus amigos. La detención se anula en el acto. Al fin, «el paco más sumiso le ofreció al Nacho escoltarnos»[6].

Pero, ¿en qué consistieron exactamente la represión superlativa y la libertad superlativa de aquellos tiempos nefandos, en cada uno de los círculos que ya nombré y que Mala onda explora con mayor o menor profundidad? En el más ancho de tales círculos, que en la novela constituye un trasfondo siempre presente pero muy pocas veces visible, se trataba de afianzar con una mano la permanencia del Estado policial encargado de reprimir cualquier intento de rebeldía, mientras con la otra se aliviaba de gravámenes enojosos –de la obligación de pagar salarios justos o de tributar proporcionalmente a la obscenidad de sus ganancias, por ejemplo– a una economía neoliberal, de “libre empresa” y abierta a más no poder a la inversión extranjera.

El régimen de Pinochet se daría impulso con un boom económico fraudulento, cuya irrealidad quedaría a la vista dos años después y que ha sido ficcionada por Arturo Fontaine en la novela Oír su voz; no otra cosa se le estaba imponiendo al país durante los doce días de septiembre de 1980 que cubre Mala onda. Y eso era algo que se le estaba imponiendo por la vía de un plebiscito no menos espurio que el boom económico que estaba detrás suyo, y al que el gobierno de facto había llamado para que los ciudadanos votaran “sí” o “no” de manera “democrática” por una nueva carta constitucional –el régimen había tomado por supuesto todas las providencias que estimó necesarias para que no fuese rechazada[7] –, la cual desde el punto de vista de sus perpetradores era el instrumento que consolidaría en Chile un Estado de derecho de nuevo tipo. La misión de esa carta fue –como se recordará– convertir una situación de hecho en una situación de derecho, legitimando de esa manera al orden impuesto por la fuerza de las armas al derramarse sobre sus brutalidades el agua bendita de la ley. Y lo hizo, por lo menos formalmente. El plebiscito se llevó a cabo, en efecto, el día 11 de septiembre de 1980 y en él se aprobó en efecto el documento de marras.

En el círculo intermedio de los tres que distingo en la articulación del espacio de la novela de Fuguet, que denominé «del barrio», circunscrito como sabemos a un cuarto de la geografía y la población de Santiago –metonimia y metáfora de quienes en la totalidad del país ven sus intereses y creencias representados y/o favorecidos por la dictadura de Pinochet–, el orden de cosas general se metamorfosea en un orden de cosas particular. La libertad económica, que es el principio fundamental que regula las acciones dentro del círculo más amplio, se transforma en este otro ámbito en una conducta privada permisiva, de sesgo “liberal”, para la que nada está vedado, aun cuando algunos entre quienes hacen uso de esa libertad sin límites se cuiden de preservar las apariencias.

No cabe duda de que en Mala onda el espacio intermedio es el más destacado y en él la libertad de empresa –que dota de significación al círculo mayor– se metamorfosea en libertad de consumo, con todos los rasgos que presenta esta tendencia instigada en y por la cultura del capitalismo tardío, lo que ha sido materia para debates múltiples [8]: consumo de objetos caros y prestigiosos por parte de quienes tienen la capacidad adquisitiva para transformarse en sus dueños, y de los cuales se espera que incrementen la excepcionalidad de sus compradores; no interesa el valor de uso del objeto, ni siquiera su valor de cambio por sí solo, sino su alto costo, así como que estén de moda entre los consumidores; todo ello nimba a él y a quienes los poseen con una aureola de prestigio social. Especialmente interesantes son en este sentido los objetos de procedencia estadounidense –recuérdese la frase de Urbina: «subcultura adolescente blanca rica de California y Nueva York»–, cine, televisión, avisos publicitarios, discos de música pop, vestuario de marcas famosas, alimentos, bebidas, licores, etcétera, tanto como las actitudes, o sea la imitación abyecta pero al mismo tiempo puerilmente candorosa de giros lingüísticos y estilos de comportamiento que se asocian con ese mismo origen. Un lugar de prominencia dentro de ello lo ocupa el consumo de drogas –marihuana, anfetaminas, cocaína–, entre otras causas, porque tal consumo es parte del modo de vida que despliegan las celebridades de la cultura mediática de Estados Unidos, sobre todo las celebridades del rock, y que en la novela de Fuguet veremos jerarquizado también según su prestigio social –menor el de los baratos cogollos de cáñamo provenientes de la comuna de San Felipe, mayor el de la costosa cocaína importada. Poco interesa que los militares se empeñen, al mismo tiempo, en cantar y obligar a cantar la canción nacional a gritos. Ese nacionalismo castrense no es para los que viven y circulan por la zona de privilegio que esta novela nos muestra, sino para “los otros”.

El círculo más estrecho es el de la casa, cubierto por la novela con una dedicación manifiesta. En este espacio el centro del foco narrativo lo constituye, como es lógico, la institución familiar. Podemos darnos cuenta de que el idilio familiar oligárquico del pasado lejano y el idilio burgués del pasado cercano han perdido ambos terreno durante el período que aquí se considera, y que lo que empieza a instalarse en su lugar al interior del territorio doméstico de la burguesía chilena alta y media es otra cosa. Personajes representativos en este proceso de “reconfiguración de la vida hogareña” del país –o de un sector del país–, por obra y gracia de la modernización pinochetista, son el padre de Matías –que no quiere ser el padre de su hijo sino su amigo, su confidente, su cómplice y hasta su compañero de francachelas y consumo de drogas–, y una madre que hace la vista gorda frente a ello, así como también frente a muchas otras cosas; una madre que barre la basura –incluyendo la suya propia– debajo de la alfombra, y que por lo tanto tampoco ejerce las funciones protectoras y a menudo salvíficas que la gente “buena” identifica con la maternidad. Podríamos decir así que el padre y la madre del joven protagonista de Mala onda se han “liberado” de la “carga” de sus respectivos estereotipos, de la “carga paterna” y de “la carga materna”. No es raro por eso que en la última sección de la novela el edificio familiar, aquejado ya de un deterioro sin remedio, se venga abajo de una vez por todas. El horror que hizo presa del sacerdote del Opus Dei José Miguel Ibáñez Langlois –bajo su seudónimo periodístico, Ignacio Valente– cuando leyó la novela por primera vez se aloja ahí. Confesando que sólo llegó hasta la mitad de su lectura, porque «se me hizo insoportable», escribió Ibáñez Langlois:

El autor se especializa en lo más tonto que el alma adolescente pueda albergar, rindiendo un culto desproporcionado a lo más efímero de la moda juvenil del día [...] Prefiero los antros de la delincuencia común, del terrorismo político, del lumpen de las ideologías más arrastradas, de las subculturas más bobas, porque incluso en ellas –como lo demuestra una abundante narrativa– puede encontrarse más atisbos de sentido humano, de interés psicológico y psicopatológico, de significado ético y, en buenas cuentas, de humanidad[9].

Es en relación con el “mundo” que a Ibáñez Langlois le provoca tanto desagrado que Mala onda desenvuelve a su personaje principal, Matías Vicuña, un muchacho al que le faltan sólo «cuatro meses para la mayoría de edad» (113). Hijo de una familia burguesa pudiente, alumno del penúltimo curso de la secundaria en un colegio de élite y a quien la narración acompaña en el tránsito desde su condición de adolescente a la de hombre adulto, el arco de su trayectoria individual será en Mala onda correlativo al de una trayectoria general. Así como la población chilena debe decidir en esos días el futuro de su vida colectiva, manifestando su conformidad o su disconformidad respecto de lo obrado hasta entonces por la dictadura, lo mismo debe hacer sobre de su propio futuro Matías Vicuña. Sí o no. Sí, si él se conforma y acata las reglas del juego social vigente en torno suyo. No, si se rebela en su contra. Como puede verse, esto nos deja frente a una novela de aprendizaje con muchas de las características estructurales que sabemos son las propias de esa clase de literatura y que en Mala onda desembocan en un final pesimista, quizás el más pesimista que el potencial genérico autoriza. Tanto es así que la profesora María Nieves Alonso en un artículo sobre Fuguet ha llegado a plantear que «Matías Vicuña, hijo de la burguesía arribista y trivial, es un anti Martín Rivas y, naturalmente, un anti Aniceto Hevia», puesto que «Mala onda es una parodia de las novelas de aprendizaje»[10]. Todo ello porque Matías Vicuña no le da la espalda al fin al statu quo, como sí lo hace el personaje de Rojas, ni tampoco negocia con él algún tipo de “arreglo”, como el de Blest Gana, sino que se entrega sin más. Elige volver al redil. Es decir que en su odisea personal elige el consciente y libremente. No porque lo fuercen a ello, sino porque llegado el momento esa es, para él la mejor solución.

Pero conviene que yo precise esto que vengo reflexionando un poco más. En Mala onda hay dos expresiones contrapuestas que se repiten insistentemente y que en última instancia definen el conflicto vital del protagonista. Ellas son la «mala onda» –no por casualidad titula la obra– y la «lata» –con su larga lista de sinónimos: estar «apestado», «deprimido», «asqueado», «cansado», «agotado», «agobiado».

He aquí la «mala onda»:

Algo estaba fallando. Este regreso, regreso que siempre supe iba a ocurrir, me estaba resultando más complejo y menos atractivo de lo que jamás pude imaginar. La gracia de viajar, pensaba, era justamente volver para recordar lo vivido. Pero ahora era distinto. Era como si no pudiera estar acá. Había algo de miedo, un ruido ausente, como cuando uno de estos milicos dispara un arma vacía; algo de asco, de cansancio, una desconfianza que me estaba haciendo daño, que no me dejaba tranquilo. Pero no era sólo eso: era mi familia, quizás; los amigos, la ausencia de minas, la onda, la falta de onda, la mala onda que lo está dominando todo de una manera tan sutil que los hace a todos creer que nada puede estar mejor, sin darse cuenta, sin darnos ni cuenta aunque tratemos (84 y 85).

Frente a esto, es decir frente a la «mala onda» de “afuera”, la respuesta de “adentro” –esa que genera la conciencia de Matías Vicuña– es la «lata». Por ejemplo en este pasaje:

Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por el sol primaveral, que me penetra por los poros, sin fuerzas siquiera para meterme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Sigo aburrido, lateado. Incluso pensar me agota. Esto lo tengo más que asumido y me preocupa. Pensamiento que me ataca, conversación en la que me enfrasco, opinión que escucho, párrafo que leo, todo me da lo mismo, todo me agobia, es angustiante y me molesta. Estoy aburrido, apestado. No me atrevo a pensar. Pensar me da ideas (154).

Parece banal, pero no lo es en absoluto. Por el contrario, la «lata» del joven personaje de Alberto Fuguet cuenta con precedentes ilustres en la historia de la literatura moderna. Recuérdese solamente que el hastío, el tedio, el ennui, es un componente fundamental de la literatura europea decimonónica, aun cuando también es cierto que su rastreo puede llevarse más atrás, si es que traemos a colación la polvorienta “acidia” –la accidia latina, acedia en el español de hoy– medieval. María Nieves Alonso lo ha percibido bien al hablar de

el aburrimiento, la acidia y el hartazgo, la pequeñez, la permutación del proyecto por vacío, la carencia de sentido y/o libertad más allá de los límites de la jaula, el diferimiento obligado, el reemplazo de las grandes metáforas, la trivilización del lenguaje[11]

que se actualiza en la conducta de este protagonista. Con todo, no es que Mala onda contenga por eso «los rasgos de una novela de aprendizaje en versión popposmoderna»[12], como opina Alonso, ya que como ella misma lo señala el ennui no es algo nuevo en la historia literaria, al punto de que las manifestaciones decimonónicas a las que yo acabo de aludir fueron investigadas y reflexionadas en profundidad y por algunas de las mejores cabezas críticas del siglo XX. Estoy pensando en el joven George Steiner y su «The Great Ennui», el primero de los ensayos de In Bluebeard’s Castle. Some Notes Towards the Redefinition of Culture, de 1971, donde más que pensar sobre el hastío en sí mismo reflexiona acerca de sus fundamentos y sus ecos históricoculturales, y en Reinhard Kuhn, en un libro ya clásico, The Demon of Noontide: Ennui in Western Literature, que apareció en 1976. De lo que esos dos estudiosos pensaron hace más de treinta años se han derivado después cavilaciones numerosas, muchas de las cuales resultan aplicables a la novela de Fuguet. Kuhn, por lo pronto, define el ennui como «un estado de vacío que el alma siente al carecer de interés por la acción, la vida y el mundo (éste u otro), una condición que es consecuencia del encuentro con la nada y cuyo efecto inmediato es la desafección respecto de la realidad»[13].

Si la aliviamos de su fidelidad hacia un existencialismo ya un tanto mohoso, pienso que esta cita de Kuhn va a sernos útil para nuestra lectura de Mala onda. El sentimiento que mueve a su protagonista Matías Vicuña es sin lugar a dudas el que Kuhn investiga. Vicuña está harto, la mala onda de la cotidianeidad social chilena de principios de los años ochenta es aquella que se le aparece como si fuera un pozo negro, provocando en él una actitud de desapego que se intensifica con su regreso a Chile después del viaje de fin de curso a Brasil: «Cagué. Estoy de vuelta, estoy en Chile» (33). La expectativa de la vuelta a la patria, después de la euforia de la experiencia brasileña, lo enfrenta con la certidumbre de un desafío que él tiene aún pendiente, poniendo en marcha un proceso en el que a ratos aventurará un cuestionamiento, que se frena a muy poco andar:

Un par de dilemas, serios traumas, decisiones que tomar. ¿Qué hacer? ¿Virarse? ¿Mandar todo a la cresta? ¿Escapar?

¿Qué pasaría? ¿Pasaría algo? Imagínate. Piénsalo un poco, pongamos las cosas en la balanza.

¿Qué pasaría? ¿Qué?

Y si te fueras, por ejemplo, si te marcharas sin mirar atrás, asumiendo la soledad, sabiendo que puede ser un error, un grave error, pero que igual te sentirías bien, ¿lo harías? Perderías la seguridad, pero ¿qué significa estar seguro? ¿Alguien lo está? ¿Podrías admitir, sin hacer trampas, que realmente estás seguro?

Hay preguntas que es mejor dejar sin responder, ¿no? (169)

Conviene que yo precise a estas alturas que si escogemos como criterio taxonómico las actitudes de aprobación o desaprobación plasmadas en los discursos que emiten los personajes de Mala onda frente al orden de cosas dictatorial, el elenco secundario que se mueve alrededor de Vicuña deviene clasificable en dos series de individuos. De un lado están los personajes secundarios aquiescentes que, aun cuando no carezcan de ciertas dosis de conflicto interior –la patética tía Loreto, por ejemplo–, prefieren que se dé continuidad a lo que existe, cualesquiera sean las incomodidades que ello pueda acarrearles. Del lado contrario se ubican los descontentos: una profesora de Castellano, la Flora Montenegro, que fue la primera que en el colegio de Matías «habló de política en forma pública. Nunca antes un profesor había siquiera insinuado que no estuviera de acuerdo con el gobierno» (216); una de sus condíscipulas, que es un huracán rebelde, la Ximena Santander; la empleada doméstica de la casa, la Carmen, que no trepida en declarar sus preferencias anti Pinochet; su barman favorito, Alejandro Paz; y la “intelectual” entre sus compañeros de curso, la Luisa Velásquez. Todos los integrantes de este segundo grupo se percatan de que Vicuña es un muchacho dotado de una inteligencia que está por encima de la de sus pares, perciben en él agudeza y sensibilidad, y sobre todo su diferencia respecto de la masa anómica que constituyen los que aceptan cuanto y como se les da sin hacer ni hacerse preguntas: «Tú mismo dirías que estás sobre la media. La Flora Montenegro y la Luisa siempre te lo recalcan, pero quizás sea ése, justamente, el problema» (111). Ni Flora, ni Ximena, ni la Carmen, ni Alejandro, ni la Luisa están conformes con el orden de cosas que impera a la sazón en el país, como está dicho, aun cuando sus respuestas –y por consiguiente, las salidas que ofrecen a las tribulaciones de Vicuña– difieran. La Luisa se limita a mirar, registra y archiva lo que ocurre a su alrededor para lo que podría llegar a ser alguna vez una elaboración literaria; la profesora de Castellano discrepa y actúa de acuerdo a ello hasta donde le es posible, estirando la cuerda cuanto más puede antes de que el hacha caiga sobre su cabeza; la Ximena Santander se rebela estrepitosamente y es castigada; la Carmen refunfuña con desencanto y admite que en su barrio, en La Pintana, «la mayoría apoya al culeado del Pinocho» (243); y Paz, quien cree que en Chile está todo perdido y que la única solución es abandonar el país, aguarda a la primera oportunidad disponible para «virarse» e irse a vivir a Estados Unidos. Frente a tales alternativas Vicuña piensa y pondera, se inclina a veces hacia un lado y a veces hacia el otro, y acaba refugiándose en su ennui: «Votarías NO, lo sabes: pero te faltan cuatro meses... Cuatro meses para la mayoría de edad. O casi. Da la mismo, te da absolutamente lo mismo» (112 y 113).

Y, claro está, el aburrimiento no es otra cosa que una estrategia de sustitución y supervivencia que se activa cuando el cambio o la acción para el cambio se encuentran bloqueados. Humberto Giannini, el filósofo chileno, va todavía más allá cuando separa el «desgano» –aburrimiento de algo o con algo– del aburrimiento profundo, y respecto de éste nos recuerda al Vico que medita sobre el «aborrimiento del vuoto» o «aburrimiento del vacío», que sería «algo que cae sobre nosotros, que pasa, y pasando repentinamente asola nuestra temporalidad como una transgresión proveniente de nada, de la Nada», y que ocurre «cuando el carácter funcional y tramitador de las cosas y de nuestras acciones entre las cosas están temporal o territorialmente suspendidas». Nos aburrimos en este otro caso cuando no podemos hacer y hacemos para que el horror que se agazapa por detrás del aburrimiento –«aburrimiento... aborrecimiento... ab horreo... horror»– no se posesione de nuestras almas[14].

Por su parte también Steiner es elocuente cuando pide cartas en este mismo juego. Respondiendo a la nostalgia del conservador T. S. Eliot por un siglo XIX europeo integrado, próspero y culto en sus Notes Towards a Definition of Culture, Steiner argumenta que esa integración, esa prosperidad y esa cultura no fueron tales:

Si prestamos oídos al historiador, particularmente al historiador que milita en el ala radical, rápidamente nos damos cuentas de que el “imaginario jardín” es en aspectos fundamentales una mera ficción. Se nos da a entender que el revestimiento de elevada civilización encubría profundas fisuras de explotación, que la ética sexual burguesa era una capa que ocultaba una gran zona de turbulenta hipocresía; que los criterios de genuina alfabetización se aplicaban sólo a unos pocos, que el odio entre generaciones y clases era muy profundo, por más que a menudo fuera silencioso; que las condiciones de seguridad del faubourg y de los parques se basaban sencillamente en la aislada amenaza mantenida en cuarentena de los barrios bajos. Quien quiera que se tome el trabajo de establecerlo llegará a comprender lo que era un día laboral en una fábrica victoriana, lo que representaba la mortalidad infantil en la región minera del norte de Francia durante las décadas de 1870-1880. Es inevitable reconocer que en Europa la riqueza intelectual y la estabilidad de la clase media y de la clase alta durante el largo verano liberal dependía directamente del dominio económico y, en última instancia, militar de vastas porciones de lo que ahora se conoce como el mundo subdesarrollado o tercer mundo[15].

Todo eso refiere a un período posterior a la caída de Napoleón, durante una era que habría de durar en Europa hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. En ese tiempo chato, desprovisto de grandeza y pródigo en represiones más y menos odiosas –el que sucede a la grande épopée napoleónica, el gran ennui que ya en época tan temprana como 1819 Schopenhauer definía como «la enfermedad corrosiva de la nueva edad», según escribe Steiner[16], se transforma en una permanencia y hasta es posible que en la máxima de las permanencias que la literatura que se escribe contemporáneamente puede exhibir. Es lo mismo la Langeweil de Schopenhauer que el spleen de Baudelaire y que la néant de Mallarmé. Continúa Steiner con su explicación: «Tengo aquí en cuenta múltiples procesos de frustración, de acumulado désoeuvrement. Energías que se deterioran y se convierten en rutina a medida que aumenta la entropía»[17]. Y concluye:

Lo que quiero subrayar es el hecho de que un corrosivo ennui es un claro elemento de la cultura del siglo XIX, tanto como es el dinámico optimismo de los positivistas y los miembros del Partido Liberal. Según la impresionante afirmación de Eliot, no eran sólo las almas de las criadas las que estaban desalentadas. En extremos nerviosos cruciales de la vida social e intelectual se percibía una especie de gas de los pantanos, un aburrimiento, un tedio, una densa vacuidad[18].

Por eso el ennui está en todos lados, en Musset y en Gautier, en Coleridge y en Baudelaire, en Stendhal y en Pushkin, en Flaubert –sobre todo en Flaubert, ¡cómo no recordar, a propósito de Mala onda, las vacilaciones políticas y amorosas del joven Frédéric Moreau en L’education sentimentale!– y en Mallarmé.

Con todas las diferencias que se desee y que sea factible reclamar para nuestra propia lista de frustraciones, de colapso de las fuerzas vitales, de ausencia de epicidad y todo lo demás, ninguna de las cuales yo desconozco ni desmiento, lo que en Chile se desencadenó a fines de los setenta y comienzos de los ochenta –yo diría que hasta el estallido de las primeras protestas, después de la crisis financiera del – fue esa clase de tiempo. Un tiempo de reacumulación capitalista y, por lo tanto, de prosperidad, integración y cultura para unos pocos y –a costa– de la pobreza, la desintegración y la incultura de todos los demás. La novela de Fuguet pone 89 de manifiesto los efectos de esa política reacumuladora sobre quienes más se beneficiaron de ella y que, como quiera que sea, no siempre lo pasaron tan bien como se podría suponer. En un libro que cité anteriormente y cuya lectura de Mala onda no me parece la mejor, pero que según otras de sus páginas considero un libro meritorio, Luis Cárcamo-Huechante sostuvo que el neoliberalismo ha sido en Chile no únicamente una doctrina económica y una estrategia de acción empresarial y financiera, sino que sus efectos han penetrado además en el campo de la cultura –si «campo de la cultura» lo entendemos no sólo al modo de Bourdieu, sino también al de los antropólogos y los críticos de la familia de Raymond Williams, es decir como el sitio donde se gesta y transcurre “lo vivido”. Cito a Cárcamo Huechante:

La tesis que sostengo es que, en este proceso, el libre mercado se constituye en un discurso cultural que, a partir de un conjunto de intervenciones retóricas e imaginarias, se despliega hegemónicamente en la sociedad: un escenario de intensificada y espectacularizada circulación[19].

La ejemplaridad de la novela que comento, sobre lo cual como se ha visto no me caben dudas, se debe en no menor medida a cómo fue capaz de captar y subir al escenario el proceso del cual Cárcamo-Huechante teoriza, cómo fue capaz de mostrar que los discursos y acciones programáticos se convertían en experiencia de vida, que la abstracción económica cuajaba en una materialidad vital densa y pesada. [20]

Matías Vicuña elige al fin, y elige el “Sí”. Después de un intento frustrado de liberación, inverosímil para él mismo porque en su fuero interno sabe bien que lo que está llevando a cabo no es más que una comedia, hace las paces con el mundo, con su mundo:

Volví a mi casa, claro. Era lo que debía hacer, fue lo que deseaba. Dudas tuve, las tengo y las tendré pero, más allá de lo plausible, del factor económico y legal, de todo aquello que parece ajeno e inútil pero está mucho más incrustado en mí de lo que estoy dispuesto a creer, sentí que me necesitaban –que me necesita, mi padre– y eso siempre es bueno, lo hace a uno olvidar, hasta empieza a perdonar. Pero no es sólo mi padre, soy yo (292).

Poniendo lo del padre a un lado, porque como el propio protagonista admite al fin de esta cita es sólo un factor más en su decisión de retorno –y, creo yo, un factor asaz postizo, pese a la sugerencia de continuidad psicológica y de clase–, dos circunstancias, una real y la otra ficticia –o mejor dicho ambas ficticias, sólo que la segunda por partida doble, ya que se trata de un caso de ficción en la ficción–, colaboran en el acontecimiento del “Sí”. Muy similares, lo que ambas tienen en común es que son circunstancias que concluyen en la derrota o, peor aun, en una neutralización del sujeto de la rebeldía por medio de un método de disciplinamiento análogo. La circunstancia “real”, o ficticia de primer grado, dice relación con la suerte foucaultiana que le toca a la levantisca Ximena Santander, quien a sabiendas de cuáles son los riesgos que corre con lo que hace[21] termina perdiendo la batalla, obligada a abortar un hijo que le hubiera gustado tener, prisionera en una clínica psiquiátrica y posteriormente enviada a Miami; la circunstancia “ficticia”, o ficticia de segundo grado, es la que está en las páginas de The Catcher in the Rye, un libro que Vicuña descubre el 9 de septiembre y que será el que precipite su frustrada maniobra emancipatoria. Enamorado de Holden Caulfield, el personaje de J. D. Salinger en quien reconoce un alma gemela –«mi mejor amigo. Había encontrado un doble» (205)[22]–, no ignora, sin embargo y desde el principio, que «terminó mal, muy mal. Encerrado en una clínica, como la Ximena Santander» (206).

Son dos ejemplos que al protagonista se le imponen finalmente y que de modo contrario neutralizan la influencia “alternativa” que sobre él pudieron ejercer alguna vez los otros agentes tutelares: Paz, la Luisa, la Carmen y sobre todo la Flora Montenegro. Para Vicuña, Santander y Caulfield son seres muy atractivos, pero sus actuaciones constituyen ejemplos de lo que no se debe hacer, del alto precio que se paga por decir “No”. Y hay algo más: la decisión final de decir “Sí”, por su parte, la del regreso a casa, está conectada también a un intertexto. Llegado el momento de la decisión, Vicuña transa el peligroso modelo Holden Caulfield por el más manejable del rockero Josh Remsen, un personaje que como el de Salinger carece de domicilio en este mundo –en realidad, lo tiene sólo en la novela que estamos leyendo, intertexto que Fuguet inventa como tal, es decir como un intertexto, como una ficción de tercer grado–, pero cuyo testimonio a Vicuña –y, en cierto modo, también a Fuguet– le sirve para equilibrar la balanza. En el centro de Santiago, lee el personaje un artículo sobre Remsen del semanario Village Voice:

Si Holden Caulfield hubiera nacido veinte años después seguro se hubiera convertido en Josh Remsen, el primer rockero judío postpunk, antidisco, criado en el exclusivo Upper Side de Manhattan, hoy un héroe del East Village, lugar donde, después de años de vagabundeo compulsivo que lo llevaron desde las plantaciones de marihuana de Jamaica a los bares más duros de Dublín, este chico frágil pero tenso, de veintidós años, que nunca terminó la secundaria pero mete a Joyce sin temor en sus erráticas y embriagadoras letras, ha encontrado algo que por ahora al menos se atreve a llamar hogar. Por fin.

Después grito de felicidad, a todo dar. La gente que atosiga el local me queda mirando. Aterrada. Yo me pongo los anteojos oscuros y mi gorra de cazador roja con negro, enrollo mi Village Voice y salgo como si nada –como si todo– hubiera pasado.

¡Por fin! (266)

El grito de felicidad es el grito del encuentro de Vicuña con una nueva adscripción identitaria y con una nueva tutela, claro está. Más aun: con la tutela que le ayudará a extricarse finalmente de su embrollo. Cuando poco después lee en el mismo semanario una entrevista al rockero, lo que obtiene entre las líneas de un discurso por demás farragoso y confuso es que «no hay nada peor que no tomar una decisión» (269), que lo principal es la «salvación» (Ibid.) y que hay que «estar dispuesto a sacrificarse» para lograrla (Ibid.):

–La clave, creo, es imponer reglas propias. Imponer, por así decirlo, la verdad. Lo que es imposible porque la única verdad real, la única que me interesa y me sirve, es la que hace daño. A mí, claro, pero al resto también. Si se consigue todo esto, el suicidio se cierra como posibilidad.

–Hay redención entonces.

–Me gustaría pensar que sí. Pero para eso tiene que haber fe. Y eso implica confianza. Y buena música. (270)

Las líneas que cierran la novela regresan sobre este lenguaje sacrificial y redencionista que recomienda una «decisión» con vistas a la «salvación»[23]. Después de reconocer que «Huir, al final de cuentas, es mucho más complicado que quedarse» (295), Vicuña concluye su discurso así:

Sobreviví, concluyo. Me salvé.

Por ahora. (Ibid.)

«Salvado», aunque no «por fin», como prometía la lectura del Village Voice sobre la suerte de Remsen, sino sólo «por ahora», como se le dan las cosas al chileno calculador que es como el protagonista pese a todo. Y hasta aquí el desenlace pareciera estar claro. Mucho más claro de lo que a mí me gusta, a decir verdad. Entre las tres soluciones básicas de que dispone el protagonista de la moderna novela de aprendizaje para resolver la encrucijada de su crecimiento, la de la no aceptación de lo dado (Rojas, Hijo de ladrón), la de la negociación con lo dado (Blest Gana, Martín Rivas; Skármeta, No pasó nada) y la de la aceptación de lo dado por las buenas o por las malas, Matías Vicuña opta –y por las buenas– por esta última. El resultado es que Mala onda –y, si se quiere, su autor– queda expuesta a una crítica que la acusará de conformismo en el mejor de los casos, y en el peor de complicidad despreocupada y cínica con la política y cultura dictatoriales, e incluso con sus peores inhumanidades, crítica que existe y es documentable, pero cuyos firmantes a mí no me interesa nombrar. O bien, como se ha visto en la nota del sacerdote Ibáñez Langlois, a una crítica que obedece a las perspectivas valóricas de la derecha más conservadora de este país, la cual llamará a escándalo por el “libertinaje” de sus personajes, quienes debido a la espuria combinación de su buena sangre con su mala conducta le resultan a esa derecha peores que los delincuentes, los terroristas, los ideólogos «más arrastrados» o los subcultos de diverso pelaje. Creo por mi parte que esas lecturas son superficiales ambas y, lo que es más grave, que son erróneas por superficiales.

El problema va a dar de esta manera en el court de aquello que expuse en las primeras líneas de este capítulo: en el papel que desempeña dentro de la novela de Fuguet la ironía. Este componente esencial de la novela moderna se halla presente en Mala onda, y no tenerla en consideración en el análisis que estoy intentando sería descuidar lo más enjundioso que ella puede entregarnos. Tal como las he presentado hasta aquí, las perspectivas ideológicas en Mala onda serían dos y ambas explícitas: la hegemónica en el mundo con el cual su protagonista tiene que enfrentarse y la propia suya –cualquiera que ésta sea. Poner la una junto a la otra ha sido la tarea de Fuguet en la novela, pero no sin que entre líneas se le filtren “otras miradas”. Corresponde entonces, que yo me ocupe de estas últimas; me refiero a las perspectivas del autor y el lector implícitos. En este sentido se trataría de leer ahora lo que en Mala onda se encuentra dicho, aunque no directamente. Como observaba en otro contexto Luis Íñigo Madrigal, se trataría de leer ahora en la obra el ductus subtilis, ese con que «se simula en primer plano una opinión con la intención, en segundo plano, de conseguir en el público un efecto contrapuesto a esta opinión»[24].

Resulta en fin indispensable darse cuenta de en qué consiste y cómo funciona la ironía en Mala onda. Esto, que opino no es obviable para una buena comprensión de esta novela, es también paradójicamente lo que el propio Fuguet y su socio Sergio Gómez pasaron por alto cuando opusieron el país «McOndo» al supuesto macondismo de Cien años de soledad y de su autor[25]. No hay tal. El macondismo de Cien años de soledad –si existe– sólo vale para el primer plano de la obra maestra de Gabriel García Márquez, cuya estructura profunda debe leerse antes bien a partir de una metodología que destaque eso a que apunta la cita de Madrigal[26]. Y lo mismo vale para nuestra lectura de Mala onda, cuyo conformismo, cuya complicidad con la infamia –si es que existen– quedarían circunscritos también al primer plano del relato. La pregunta es, entonces, ¿cómo avanzar más allá de ese nivel palmario de la lectura? ¿Cómo puede nuestra crítica hacer explícito lo implícito?

Anotaré nada más que cuatro procedimientos que a mi juicio permiten ejecutar este switch de planos en el análisis de Mala onda, tres de ellos específicos y uno de carácter general. El primer procedimiento específico sacará a relucir las que, al modo de lo que hace Riffaterre con la poesía, yo identificaría como las disonancias (Rifaterre las llama «agramaticalidades») en el texto. Por momentos estas disonancias emergen en el discurso del propio protagonista, como en el comentario que hace acerca de la disponibilidad pública, anterior a su aprobación, de la Constitución del 80 –véase mi nota ocho–, o en sus pullas más o menos solapadas al trogloditismo político de sus familiares:

Mi hermana Francisca, que está en edad de votar, lo hará por el SÍ. Ella y todo su curso de poseros están por la Constitución de la Libertad. Me dice que ahora Chile es el país de Latinoamérica que más importancia le da a la publicidad [...]. Mi vieja dice que fue la peor época de la historia [la época del presidente Allende], pero yo cacho que ni tanto. Que exagera. De repente es verdad. Pero, por lo menos, es harto más entretenido que lo de ahora. (44)

Más disonantes aun son los discursos de algunos personajes a los que ya me he referido: Paz, la Luisa, la Ximena, la Carmen, la Flora Montenegro. Estimados y desestimados por Vicuña, lo que estos personajes están diciendo es cosa distinta de lo que asevera el discurso que manda en el mundo narrado, y él no puede menos que escucharlos, aunque después eche tierra sobre eso que supo.

En cuanto al segundo procedimiento específico que a mí me interesa registrar, éste potencia un nuevo intertexto en la novela. La escena final de Mala onda nos muestra a Matías Vicuña en el cerro San Cristóbal, en bicicleta, en lo que constituye cita y homenaje a un cuento famoso de Antonio Skármeta, «El ciclista del San Cristóbal». Pero a diferencia del ciclista de Skármeta, que sube el cerro y que lo hace para ganar –esto es, para vencer a la muerte con su vitalidad sudorosa y sesentera–, el personaje de Fuguet baja el cerro, y lo hace para perder o, mejor dicho, para de algún modo perderse en lo que no es otra cosa que el marasmo autoritario que avasalla la ciudad de Santiago en los años ochenta.

Por último, un tercer procedimiento consiste en el registro de la dimensión metapoética de Mala onda. Mencioné antes al personaje de Luisa Velásquez, la “intelectual” del grupo de jóvenes, que escribe o se propone escribir una novela sobre ellos y ellas. En más de un sentido este personaje es el «centro de conciencia» jamesiano de la novela, una figura compatible con la del autor implícito y por lo tanto con connotaciones metapoéticas evidentes:

La Luisa siempre ha amenazado con escribir una novela sobre todos nosotros. Según ella, el Chico Sobarzo sería uno de los personajes principales ya que “representa la decadencia en su más puro estado inconsciente” y ejerce la misma atracción, en determinado sector del curso y del colegio, que ejercía Demian sobre Sinclair, por ejemplo. Yo estoy en absoluto desacuerdo con ella: creo que yo sería un personaje literario mucho más interesante que el Chico Sobarzo, aunque ella lo niegue. Pero como la que se va a pegar la lata de escribirlo todo es ella, no puedo alegar demasiado (79 y 80).

Quizás menos elaborado de lo que pudo estar, este alarde metapoético de Fuguet a través de la protonovelista Luisa Velásquez es rescatable porque también él está descubriendo en Mala onda el revés de la trama. Pero ello no para ahí, porque es preciso agregar las aficiones literatosas de que hace ostentación el protagonista en unas cuantas ocasiones, entre ellas la cita de arriba al Demian de Hesse. Porque el frívolo Vicuña es también –¡oh, sorpresa!– un tipo que lee y, lo que es más significativo, un tipo que procesa lo que lee. Y ello nos permite a nosotros interpretar sus experiencias como las propias del estadio de preescritura de la novela, una etapa de constitución de una “estructura de conjunto referencial” que tendría que ser recuperable y escribible en el futuro, cuando las condiciones habrán cambiado y cuando será posible hablar de lo que antes no se pudo hablar –tampoco debiera sernos indiferente la distancia temporal entre los hechos de Mala onda, que tienen lugar en 1980, y el año de su publicación, once años después, en 1991, con posterioridad a la aparente desaparición de Pinochet del mapa político chileno. Sugerentemente esta es casi la misma distancia temporal que media entre los hechos que se cuentan en Martín Rivas, que son de 1850, y su publicación en 1862. El Lukács de La novela histórica hubiera tenido más de algo que decir al respecto. Obsérvese además que a la voluntad de la Luisa Velásquez de escribir una novela con el Chico Sobarzo como personaje principal, Vicuña responde que el personaje principal debiera ser él mismo.

Y ahora la ironía novelesca en su sentido más lato o, como la denomina M. H. Abrams, la «ironía estructural»[27]. ¿Cómo no darnos cuenta del grotesco de la presentación del primer plano, del absurdo que reina entre los personajes y acontecimientos que pueblan Mala onda? ¿Cómo no percatarnos de que el padre del protagonista es un esperpento y la madre otro, o que el retrato de la familia y su entorno –parapetados en el cuarto de ciudad que Urbina denuncia, cegados por sus prejuicios, embrutecidos por su egoísmo, su ignorancia y sus mentiras– conforman una galería valleinclanesca? Y que lo mismo vale para los condiscípulos y camaradas de Vicuña, con sus cabezas repletas de basura trivial, de materia prescindible, de proyectos inanes. El mundo hegemónico de Mala onda es, digámoslo resueltamente, un mundo al revés y no tiene ni el menor sentido; sería de una ingenuidad francamente irrisoria leerlo sólo de un modo recto, quedándonos así en el terreno del «significado ostensible» y que según Abrams es lo que hacen las «autoridades obtusas»[28]. A eso habría que sumar la distancia temporal a que acabo de referirme, lo cual nos obliga a situar al autor y al lector implícitos en un tiempo distinto que el de Vicuña, conocedores ambos de un futuro en que la dictadura se habrá extinguido, lo que crea las condiciones para el juicio de sus crímenes –para los juicios, en realidad; los muchos juicios a los culpables de tanta y tan inmunda fechoría que iban a venir a continuación y que aún no se han cerrado.

Con esto se pone en evidencia que en la novela que leemos se halla inscrita una doble mirada. Si la vuelta a casa de Matías Vicuña en las últimas páginas de Mala onda es una vuelta ahí y entonces, y hasta pudiera ser que menos repudiable de lo que a primera vista nos parece, la producción de un texto irónico –que es lo que Alberto Fuguet lleva a cabo diez años después– le permite contar esa historia de cobardía y miseria moral, pero no sin cubrirse las espaldas, poniendo énfasis en la diferencia que existe entre lo mirado abyecto y su propio mirar, una diferencia a la que tanto las reglas del género como el paso del tiempo le habrán otorgado a estas alturas una cuota generosa de rentabilidad.

 

* * *

NOTAS

[1] Félix Martínez Bonati. «El sistema del discurso y la evolución de las formas narrativas» en La ficción narrativa. Su lógica y ontología. Santiago de Chile: Lom, 2001, página 99. El subrayado es suyo.
[2] Podría pensarse también en la perspectiva y discurso del narratario como una variante más. La bibliografía teórica y metodológica más apropiada para el afinamiento de esta y las demás distinciones que indico se encuentra en los escritos de Eco (autor implícito), Jauss (lector implícito) y Prince (narratario).
[3] José Leandro Urbina. «Mala onda de Alberto Fuguet: crecer bajo la dictadura» en Verónica Cortínez, ed. Albricia; la novela chilena del fin de siglo. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2000, página 92.
[4] En este sentido y como espero que quede suficientemente demostrado en lo que sigue, la afirmación de Luis E. Cárcamo Huechante según la cual «el contexto político chileno se vuelve secundario» en la novela, «para dar lugar a una trama centrada en una búsqueda juvenil de identidad» o que «en su trayectoria más global, el relato de Fuguet se sitúa a distancia de la situación política del período al adoptar la perspectiva light de una subjetividad adolescente y juvenil», a mí me parece equivocada. Luis Cárcamo -Huechante. Temas del mercado: imaginación económica, cultura pública y literatura en el Chile de fines del siglo veinte. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2007, páginas 174 y 194. Pienso, por el contrario, que la «búsqueda de identidad» del protagonista de Mala onda no se entiende sin tener en cuenta su contrapunto con el «contexto político chileno» de principios de la década del ochenta.
[5] Ibid, página 86.
[6] Ibid, página 88.
[7] Alberto Fuguet. Mala onda. Santiago de Chile: Planeta, 1991, página 83. En las citas que siguen de Mala onda daré sólo el número de página entre paréntesis.
[8] «En el Portal Fernández Concha, frente a un puesto que fabrica harina tostada, un tipo vende la nueva constitución. Es un librito azul, de papel, que dice Constitución de 1980. Faltan aún veinticuatro horas para que se apruebe y ya está impresa. Ni siquiera dice proyecto o algo así» (271 y 272).
[9] En Chile, en los libros de Tomás Moulián. Por ejemplo, El consumo me consume. Santiago de Chile: Lom, 1998. Yo mismo toco el tema en los capítulos VI y VII de mi Globalización e identidades nacionales y postnacionales... ¿De qué estamos hablando? Santiago de Chile: Lom, 2006.
[10] Ignacio Valente. «Novelas de verano». Revista de Libros de El Mercurio (1º de marzo de 1992), página 5.
[11] María Nieves Alonso. «Alberto Fuguet: un (in)digno descendiente de una buena tradición». Acta Literaria, 29 (2004), página 12.
[12] Ibid, página 11.
[13] Ibid, página 12.
[14] Reinhard Kuhn. The Demon of Noontide: Ennui in Western Literature. Princeton: Princeton University Press, 1976.
[15] Humberto Giannini. La reflexión cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia. Tercera edición. Santiago de Chile: Universitaria, 1993, página 101 y siguientes.
[16] George Steiner. «El gran ennui», en En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, traducción de Alberto L. Budo. Barcelona. Gedisa, 2006. Página 22.
[17] Ibid, página 33.
[18] Ibid, página 25.
[19] Ibid, página 26.
[20] Luis Cárcamo-Huechante. Temas del mercado... Página 17.
[21] «–Y nos va a ir mal –le respondió la Ximena–. Gente como nosotros nunca sale ganando. El enemigo siempre se encarga de dejar claro quién es el que manda» (177).
[22] En una nota periodística que Fuguet escribe el 29 de enero de 2010 a propósito de la muerte de Salinger, ocurrida el día anterior, opina que lo esencial de su legado literario consiste en la «complicidad secreta» del escritor con su lector (uso el singular deliberadamente): «una complicidad secreta e íntima, casi erótica, definitivamente física, ciento por ciento leal, entre el lector y el autor [...]. No escribió para el mundo, sino para uno. Sus lectores no eran necesariamente lectores duros, sino jóvenes que estaban aprendiendo a entender el mundo y tratando de entenderse ellos». Y concluye: «Salinger, en vez de darles respuestas, los confundió más y, de paso, los hizo transformarse en quienes son». «Complicidad secreta». La Tercera (29 de enero de 2010), página 53.
[23] Una interpretación de la identidad latinoamericana a partir de la noción de «sacrificio», según la cual «la identidad de cada cultura particular depende de la manera en que ella expresa u oculta el sacrificio y de las instituciones que crea para administrarlo», puede hallarse en Pedro Morandé. Cultura y modernización en América Latina. Santiago de Chile: Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 1984, página 79.
[24] Luis Iñigo Madrigal. «Darío en Chile: “La canción del oro”». Anales de Literatura Hispanoamericana, 28 (1999), página 792.
[25] Alberto Fuguet y Sergio Gómez. «Presentación del país McOndo» en McOndo. Barcelona: Mondadori, 1996.
[26] Véase también mi «Cien años de soledad cuarenta años después». Estudios Públicos, 106 (Otoño de 2007), páginas 337 a 362.
[27] «El autor, en vez de usar una ironía verbal ocasional, introduce un rasgo estructural que sirve para mantener la duplicidad de significado y evaluación a lo largo de la obra». M. H. Abrams. Glossary of Literary Terms. Fort Worth: Harcourt Brace, Jovanovich College Publishers, 1993, página 98.
[28] «La ironía por parte de un autor tiene a expresar un cumplido implícito a la inteligencia de los lectores, a los que se invita a asociarse con el autor y la minoría conocedora que no ha sido engañada por el significado ostensible. A ello se debe que muchos ironistas literarios sean mal interpretados y que a veces (como Daniel Defoe y Jonathan Swift en el siglo XVIII) entren en serios problemas con las autoridades obtusas» (Ibid).


 

 

 

Proyecto Patrimonio Año 2017
A Página Principal
| A Archivo Alberto Fuguet | A Archivo Grínor Rojo | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Mala onda, de Alberto Fuguet
En Las novelas de formación chilenas / Bildungsroman y contrabildungsroman
Sangría Editora, 2014
Por Grínor Rojo