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Elogios a Cigoto o gracias por estar en la poesía
Por Luis Alfonso Castro Sotelo
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Lo que me gusta de Cigoto es que me lleva a pensar en la poesía. No solo irrumpe como lenguaje, o lenguajes. No solo impactan algunas imágenes sobre lo real, y dislocado. No solo propone una serie de provocaciones sobre el ser humano y las relaciones entre nosotros, pobres mortales. Y sigo. No solo se exhibe, el Gonzalo, en una serie de delicadas frases donde se desnuda, es decir, se expone sin pudor y con una gracia triste que de pronto contagia. Y me he emocionado, aceptando versos que duelen y conmueven, como si las palabras tuvieran sentimientos: “Sigues sin creer, te amo./ Porque no vives aquí/ porque no estás acá/ porque esto no es verdad/ porque simulas decir que sí/ cuando este mar te adentra.” (p. 55) No solo repasa una montón de experiencias vitales que se pegotean en la piel, del poeta y de pronto del lector, hasta hacernos caer en la certeza de que nacer, morir, el amor, y sus devaneos, el sexo, o la calentura, y la soledad existencial, que duele. Destaco, también en mi gusto por Cigoto, el protagonismo de lo cotidiano, ese peso imperceptible de hechos sencillos, casi siempre ninguneados. Aquí adquieren la profundidad que buscamos los que vivimos y de pronto encontramos en un libro de poemas la frase que dice lo que vivimos pero no hay tiempo para detenerse y hacer poesía.
Uno puede ponerse interesante. Porque en Cigoto se presenta una especie de ciudadela de palabras que pertenecen a diferentes barrios. En una sola frase, la población callejera convive con un concepto o vocablo que acostumbra a descansar en los palacios, en las elites. En la mitad de estos extremos sociales, la expresión lírica adquiere certezas y matices, nos permite, con esto, asumir que esa esfera sublime y celeste ya se confundió con las patas embarradas del tipo que se involucra con la vida. En este nivel de lectura, los poemas nos llevan hasta ese territorio más o menos novedoso donde la lucidez de la voz ocupa el cuerpo, y la mano del poeta. Y así las voces de los territorios que habita el Gonzalo se instalan en sus discursos, nos hablan de un tipo común y corriente que de repente detiene el tiempo y colecciona. Vemos en esto una propuesta que, por falta de otra palabra, llamaremos ideológica.
Una provocación al pensamiento después de sentir, y resentir, la prosa o los versos. “El cachureo cicuta de mi mismo” (p.38) sencillo, directo, en el contexto de un poema largo que se construye con frases cortas. Una serie de ráfagas breves y punzantes. La cita defiende una especie de estrategia. Se mezclan, como si la utopía de la convivencia de la diversidad llegara a un libro, y solo a él, el Gonzalo. Entonces lo que no puede vivir en la vida, el poeta lo instala en sus propuestas. Se adhiere al proyecto de que si reformulamos las conexiones, si viven cerca la cicuta y el cachureo, como palabras que representan mundos casi opuestos, en ese gesto verbal, se activa, en el cerebro e impacto de la lectura, una posibilidad. Parece sorprendente que podamos ver en una misma línea, y en un libro entero, la convicción de que las palabras no pertenecen a una categoría social o humana, ni a una institución o a un registro. Son propiedades evanescentes que el poema agarra y nos deja, casi sin darnos cuenta, la noción de que ya no estamos frente a los dueños de fundo, o de monopolio, que determinan vocabularios o diccionarios. En este sentido, la mente se sorprende. Si uno lee un libro de poemas -exclamo poemas- las palabras se revuelven y aparecen para formar una especie de impacto. Entonces comprendo. Es, Cigoto, una poesía hecha con palabras pero, también, está saliéndose de sí misma para conectarse con las personas, actos y objetos que nos rodean y nos incorporan. Por ejemplo, cuando mete versos ajenos e insinúa, o afirma, que la lírica es de quien se aferra a ella: “Oh, mi amor no te puede amar/ huele este insecticida de apariencia adolescente” (p. 72).
Lo real se instala para remover y, al mismo tiempo, transformar. En este libro cigoto se exhibe un mundo plagado de relaciones que me hacen pensar en un poeta preocupado por remecer nuestra pobre percepción y llevarnos, a veces amable a veces con agresión, hasta la mezcla de niveles de realidad. Me gusta la serie de frases que parecen prosa, versos que relatan una aventura bien rutinaria de un sujeto que visita un lugar y parece cuento breve, ensoñación profunda o la bella propuesta de que vivimos para enredar pensamiento, palabra y acciones. “Casi en la mitad del cerro Porongo” (p.12) es un diario de viaje, una crónica desilusionada y también pura percepción que pasa directa hasta la palabra. Ahí le cede la palabra a un personaje, un padre, y mete sus frases, el poeta, con total impudicia, sin respeto. Estar ahí, en ese territorio y en las palabras, se parece a la gran tradición de los torpes habitantes de una ciudad, perdidos en paisajes, aferrados a la sorpresa. Me gusta mucho el uso de la voz ajena que parece personal, íntima, cuando pregunta: “¿Es verdad que imagino/ que me manguereas en el patio?” (p. 29)
En cierto modo, el Gonzalo, parece apostar a que lo real es pura ternura. En el sentido de lo inmediato. Su cobijo, parece, ser la vivencia. Para nada hay ingenuidad, porque parece persistir la valoración de lo simple. Elige su panteón de poetas y ahí hace invitaciones, susurros ajenos que llegan para formar no un canon, sino todo lo contrario. Una especie de liberación de la autoría. No habla solo. Sugiere, afirma, que lo real somos muchos. Sus citas, explícitas y escondidas o metidas entre sus palabras, llevan a la portentosa conciencia humilde que el arte de la poesía es un coro en el fondo y en la superficie el hombre que escribe se dedica a juntar amigotes, amigotas. Es una poesía amorosa. Encima de una forma lírica llena de conceptos críticos como intertextualidad, posmodernidad, desazón, fortaleza y, en mi relación directa con sus poemas, yo disfruto de comprobar que lo real es una profunda y superficial expresión sencilla. Me encanta cuando, en el fin del libro, y antes de la cita del final, nos comparte su impacto íntimo y dice: “Niñita amasada/ en mi regazo,/ cuando saltaste sobre mí,/ despegaste todo tu dolor en mi amor.” (p. 112)
Una poesía sentimental. Hay harto reclamo que, como toda protesta, busca cofradías o tal vez una lectura más o menos desamparada. También sé que hay mucho misterio. Si me pongo a sentir, presentir, lo que se esconde me quedo corto. Porque aparece un recorrido por la poesía de antes, de ahora. Es un citador. Pero también es una lección irreverente de qué se hace cuando se va a inventar. No declara arte poética. Pero uno puede pensar en la poesía, leyendo este cigoto. Aquí se confunden los niveles de realidad. También se mezclan las voces. También se esconde y se exhibe, el poeta. De alguna manera, he presenciado una exposición de la liberación. Llama la atención que no hay épica colectiva ni llamados a los levantamientos sociales. Otra vez, el reducto íntimo se atreve a mostrarse y, como todo poeta, parece confiar más en la creación de frases y sugiere otras complicidades. Me llama la atención, la tensión, esta especie de poesía que parece recorrido hacia adentro y, al mismo tiempo, hacia la puesta en escena. Una serie de escenas cotidianas y dislocadas. Eso provoca y los efectos de esa incordia lleva a la sensación de que percibir significa enternecerse.
Irreverencia. Pero también cercanía. Me gusta leer este libro, pero también me choca. Tal vez se urde una poética pensada y, de forma clara, sabe que se escapa. En esa fuga, quiero destacar, con ganas, que leer versos gentiles, fuertones y sencillos, provocadores o penumbrosos, a mí me lleva a creer en la lectura. Este cigoto es una colección de expansiones pero sobre todo, susurros o conversación directa, simple. Hay pesimismo y también algunas salidas. Intuyo que prefiero las salidas. Por ejemplo, me emociona este verso, que parece bélico pero son solo palabras: “y dañaré a todo el mundo, pero con compasión/ partiré con sus palabras.” (p.98) y afirma, “es solo porque me gusta”