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Cuatro lecturas para la primera novela de José Leandro Urbina [1]

Por Grínor Rojo
Publicado en Mapocho, N°34, II semestre 1993




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Lo primero que hay que decir acerca de Cobro revertido, de José Leandro Urbina, es que su autor tiene cosas que contar y que sabe cómo hacerlo. Si la esencia de la novela consiste en su ser: narración de acontecimientos, construcción de personajes, transmisión de acciones, despliegue hábil y enjundioso del mundo, la que comentaremos en seguida, que fue una de las diez finalistas entre las más de trescientas que se presentaron al concurso de la Editorial Planeta argentina en 1992, responde a tales premisas espléndidamente. De Urbina, nosotros conocíamos ya Las malas juntas, un delgado volumen de cuentos que él escribió en los comienzos de su exilio, en Buenos Aires, en 1974, que apareció por primera vez en Canadá, en 1978, que se reeditó en Santiago, en 1986, y que en el intertanto se reprodujo legal e ilegalmente en varios países e idiomas. Ciertos cuentos de ese libro, como "Padre nuestro que estás en los cielos" y "Retrato de una dama", el primero de apenas ocho líneas, han llegado después a adquirir fama como miniclásicos del género[2] y precisamente porque Urbina los trabajó con una economía lingüística que, si por una parte denunciaba en el al escritor debatiéndose aún en la etapa del tanteo, por otra, no fue óbice para que hiciera en ellos alarde de una mirada cuya agilidad dio origen a la versión quizá más reveladora de que dispone nuestra literatura sobre los días santiaguinos que siguieron al golpe de Estado de 1973[3]. Ahora, el novelista de Cobro revertido reincide en las virtudes narracionales del cuentista de Las malas juntas, sólo que en otro escenario y con un nuevo elenco o quizá si con el mismo elenco, pero en un avatar posterior. Me refiero a la ciudad de Montreal y a los chilenos (no faltará quien precise y diga que se trata nada más que de "algunos chilenos") que allí se exiliaron durante la segunda mitad de los años setenta.

De ahí que sea el realismo social o, como prefiere decir Lukács, el realismo "clásico" o "crítico" la primera de las cuatro perspectivas de análisis que a mí me parecen apropiadas para leer esta novela. En efecto, Cobro revertido logra con verosimilitud y brillo eso que Lukács tanto y tan persuasivamente defendió: la conveniencia de que el género novelesco le suministre al lector un "retrato del hombre completo", concebido a partir de la "conexión orgánica e indisoluble entre el hombre privado y el individuo social[4]. Es, pues, la de Urbina una novela de una especificidad realista apabullante, en la que lo que pasa y quienes actúan eso que pasa se siente, se ve, casi se toca y hasta se huele (huele mal, las gastritis y los vómitos alcohólicos del protagonista le dan a uno justo ahí) y es también una novela de proyecciones muy vastas. Aparte de las tres figuras principales, La Madre, El Sociólogo y La Esposa anglocanadiense de este último, las secundarias, a veces en no más de parlamento como el de doña Santa hacia el fin de la larga escena del café español, son todos sujetos de articulaciones narrativas que lo que buscan es con/jugar el perfil idiosincrático con (contra) el rasgo comunitario, nacional y aun internacional. El resultado es un florilegio memorable de "tipos", chilenos y no chilenos, exhibidos en la sabrosísima gama de sus homologías, contrastes, diferencias y matices. Por otro lado, la ciudad, Montreal, y aun lo de afuera, Toronto, Kingston o el pequeño pueblo natal de La Amante (esta vez francocanadiense) de El Sociólogo, en las proximidades de Quebec, así como la carretera o los moteles del camino, son espacios que también responden a la doble orquestación que nosotros sabemos propia del proyecto realista. Creo, en definitiva, que no existe hasta ahora en la literatura chilena del exilio, o a lo peor en la literatura chilena sin más, otra novela que con más perspicacia y riqueza incorpore éstas que Cedomil Goic hubiese denominado "nuevas zonas de realidad". En este nivel primario, puramente mimético, Cobro revertido no se le va a caer al lector de las manos, porque la vitalidad de lo que pasa, dónde pasa y a quiénes les pasa es tan grande que no podrá menos que retener su atención. Con todo, ahí no terminan las posibilidades de aproximarse a la primera novela de José Leandro Urbina, porque, coincidiendo con aquellas características que un análisis de corte lukacsiano desentraña rápidamente, existen en ella otras de las que esa clase de acercamiento no es capaz de hacerse cargo y que nosotros abordaremos en lo que sigue mediante la utilización de (por lo menos) tres redes de correlaciones intertextuales.

La primera es la de la/s dependencia/s estrictamente literaria/s de Cobro revertido y que se concreta a través de una inversión: las de las novelas, sobre todo inglesas, que hablan del hombre civilizado (es decir, del desarrollo) que se pierde en la barbarie (es decir, en el subdesarrollo). Conrad, Lawrence, Forster y sobre todo Lowry ofrecen buenos ejemplos. Una versión fílmica reciente de la más famosa de las seis novelas de Paul Bowles, The Sheltering Sky, que se publicó con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial y, en consecuencia, bastante más tarde que las mejores actualizaciones del modelo, se encontrará por otra parte en la última película de Bernardo Bertolucci. En cuanto a los clásicos latinoamericanos, ellos son, y espero que el lector no se ofenda si me atrevo a recordárselos, La vorágine, de José Eustasio Rivera y Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. El hecho es que lo que estas narraciones cuentan de ordinario es la historia de un personaje marchito, a fuer de refinado, que vive en una civilización igualmente marchita, también a fuer de refinada, y que decide renovar su pálida existencia en el ámbito de una comunidad subdesarrollada y próxima a la naturaleza, léase una comunidad del archipiélago malayo (como en Lord Jim, de Conrad), del Congo belga (como en Heart of Darkness, del mismo Conrad), de las riberas del Ganges (como en A Passage to India, de Forster) , de los pueblos del Sahara (como en The Sheltering Sky, de Bowles), de América Latina (como en The Plumed Serpent, de Lawrence) o incluso de Australia (como en Kangaroo, también de Lawrence). Los prejuicios eurocentristas de la antropología y la etnología decimonónicas, unido ello a una cuota de nietzscheanismo nostálgico de los dark gods y pagan rituals de las culturas "arcaicas", cuando no un gaseoso misticismo hinduista o las simplificaciones de una crítica del capitalismo y el imperialismo hecha con las armas del capitalismo y el imperialismo, devienen ostensibles en este planteo. A la larga, el personaje en cuestión no sólo no se renueva, sino que o regresa al lugar de donde salió (Adela Quested, en A Passage to India; Kate Leslie, en The Plumed Serpent, al menos en el primer manuscrito)[5] o el nuevo espacio lo atrapa en su oscuro y pagano laberinto (el laberinto mexicano de Lowry. Por alguna razón que se explica y no se explica, México se halla entre los países más favorecidos por las novelas a las que aquí me refiero. Además de Lawrence y Lowry, hasta donde yo sé la lista de los escritores blancos que se han ido a bañar en sus aguas mefíticas incluye a John Reed, Ernest Hemingway, Waldo Frank, Hart Crane, Archibald Macleish, D H. Lawrence, Katherine Ann Porter, Bruno Traven, André Breton y Antonia' Artaud), aunque no lo barbarice, porque si lo hiciera no habría problema alguno y se trataría de un caso más del going wild de ciertos personajes de otras narraciones que son afines a las que aquí me vengo refiriendo y cuyo máximo orgullo es hacer caso omiso del libreto establecido (el T.E. Lawrence de The Seven Pillars of Wisdom, aunque en la lectura de Colin Wilson y no en la de Edward Said)[6].

Es que la barbarización implica un relevo cultural, no obstante que desde la perspectiva ideológica de estas novelas el mismo sea un relevo "para atrás". Por el contrario, el tipo literario cuya radiografía a mí me interesa observar en este momento tiene tan internalizada su propia cultura que no hay nada ni nadie en el mundo que se la pueda extraer. Pero se trata de una cultura exhausta, recuérdese. Su capacidad para constituirse en el ángel de la guarda de quien la posee es escasa, con una escasez que se metaforiza en la lejanía física de sus instrumentos más útiles. La cultura propia y lejana existe, al cabo, en la conciencia (y sobre todo en la inconciencia) del personaje de marras, firmemente instalada adentro suyo, pero los medios de supervivencia que ella debiera poner a su disposición, y que son los que en caso de necesidad deberían salvarlo, no se encuentran ahí.

Ergo: nuestro protagonista se halla, como hubiera dicho Quiroga, "a la deriva", disponible para un dénouement catastrófico, el que finalmente le sobreviene cuando la barbarie cultural —que tiene también su lado bueno, no se vaya a creer—, obra en él sólo con su lado malo, el destructivo. Primitive virtues are poison to us -white men, escribió alguna vez el bueno de Conrad[7]. No tiene, entonces, nada de raro que el héroe de estas novelas muera en un estado de descomposición abyecta. La descomposición alcohólica del cónsul de Lowry, del que el personaje de Urbina es una especie de doppelgänger criollo, constituye una estupenda demostración de la lógica funesta que en tales obras suele controlar los posibles del relato (otro ejemplo muy apto es el célebre "se los tragó la selva" de la novela de Rivera).

Ahora bien, como dije más arriba, en Cobro revertido lo que se produce es una bonita inversión del paradigma europeo. No sé si Urbina se propuso hacer esta inversión con perversidad deliberada, y tampoco me interesa mucho averiguarlo. Basta observar que su novela también echa mano del héroe viajero al cual nosotros nos acabamos de referir, pero poniendo patas para arriba la dirección de su desplazamiento. El viaje del protagonista en Cobro revertido es de la barbarie a la civilización (o del subdesarrollo al desarrollo) y no de la civilización a la barbarie (o del desarrollo al subdesarrollo). De por medio se hallaba, claro está, la circunstancia del exilio chileno o, en todo caso, la circunstancia de aquellos de nosotros que después del golpe fascista fuimos a dar a los países del Primer Mundo. Con ella se enfrentaron literariamente antes de Urbina, Antonio Skármeta, en su novela No pasó nada, Gonzalo Milán, en la poemas de Virus, y Oscar Castro, en la pieza teatral La increíble y triste historia del general Peñaloza y el exiliado Mateluna. Las opciones son las consabidas: la integración o el descalabro, esto, aunque Skármeta haya fantaseado en No pasó nada con la alternativa de un compromiso feliz entre ambas puntas del espectro. Urbina, en cambio, cuya vocación mimética no participa para nada del realismo tierno de Skármeta, le reconoce validez sólo a las puntas y convirtiéndolas en las alternativas inescapables de un ominoso dilema. Al cabo, a su personaje no se lo traga la selva, pero sí la gran urbe del Primer Mundo, el Moloch de acero, vidrio y cemento. Tan desprotegido como los blancos en un mundo oscuro, este personaje oscuro en el mundo de los blancos acaba haciéndose pedazos al tratar de sobrevivir una vida para la cual no estaba, no está ni estará nunca preparado. Considerando que por debajo de su peripecia lo que Urbina pone en juego es una apuesta paralela a la de E.M. Forster en A Passage to India, i.e., la apuesta a la posibilidad de un entendimiento entre culturas con un mayor y un menor grado de desarrollo (o entre el "centro" y la "periferia", como decían otrora los economistas de la CEPAL. Ahora creo que se han renovado y hablan del "norte" y el "sur"), no cabe duda de que uno puede tirar la raya y sacar sus conclusiones.

Pero lo más interesante de este asunto es que la explicación subyacente del fracaso del exiliado de la novela de Urbina, y de todos los exiliados que son como él, no es otra que la contratara del mito demoníaco respecto al Tercer Mundos[8]. Me explico. Si en novelas tales como las de Conrad, Lowry o Bowles el autor sacrifica al protagonista en el altar de los ritos atroces que son (supuestamente) el cotidiano de una cultura "inferior", Urbina sacrifica al suyo en el altar de los ritos no menos atroces que son (supuestamente) el cotidiano de una cultura "superior". La cultura tercermundista, diabólicamente poderosa en las novelas de los escritores que viajan desde el centro a la periferia, como para victimar a todo aquel que se niegue a inclinarse ante la oscura ferocidad de sus dioses, deviene angélicamente vulnerable en la novela de este escritor que viaja desde la periferia hasta el centro, como para transformarlo en víctima del primero de los habitantes de ese mismo centro que no esté dispuesto a tratar con el respeto debido su peculiar diferencia. Es decir, que la contracara del ideologismo nietzscheano es el ideologismo rousseauniano. Rousseaunianismo cultural, o conservantismo, o robinsonismo, según el cual la modernidad, y más todavía la posmodernidad (si es que esa cosa existe, yo no estoy muy seguro) son peligrosas, atractivas y corruptoras a la vez. A esos espíritus inocentes, a pesar de todo, que somos los latinoamericanos, el espacio moderno o posmoderno nos puede lastimar feamente. Consecuencias: el énfasis que Urbina pone en el tema de la alienación (cf.: el Marx de los Manuscritos del 44 o sus secuelas en la Escuela de Frankfurt hasta desembocar en el llamado de Habermas a la "acción comunicativa") y su percepción consecuente y crítica, desde la ironía novelesca, y a pesar de la alternancia estratégica que Urbina produce entre una primera persona subjetiva y una tercera objetiva, de algunos elementos no demasiado admirables que caracterizan a la sociedad de consumo. En fin, al leérsela al trasluz de este segundo cristal, Cobro revertido trata de la pérdida de las referencias (de las referencias, no de las raíces) culturales de un chileno en el exilio, de su imposibilidad de reemplazarlas por otras y de su consiguiente desintegración.

Pero, antes de abandonar este segundo punto de vista, conviene que nos detengamos frente a un aspecto al que, a pesar de ciertas interpretaciones repentistas que ya se le han inferido a la novela de Urbina y, no obstante, las declaraciones hechas por él mismo en una entrevista de prensa, pudiera confundirse con un truco técnico, lo que está lejos de ser la verdad[9]. Estoy pensando en el carnaval caribeño, que se anuncia fugazmente en la primera página de Cobro revertido, que permanece a lo largo de la narración como una suerte de coro en sordina (págs. 30, 38, 78 y 132) y que en las cinco páginas postreras (desde la 196 en adelante) se apodera del primer plano del discurso. Es en medio de esta fiesta "tropical", con las connotaciones despectivas que cierta gente nuestra le suele adicionar a dicho vocablo, y que son connotaciones que Gabriela Mistral, por ejemplo, repudiaba con indignación[10], que El sociólogo de Urbina desaparece final (¿fatal?)mente. Nos damos cuenta, entonces, que desde las primeras páginas de su trabajo el novelista de Cobro revertido había estado maniobrando la historia no con las dos variables que constituyen al paradigma europeo que le sirve de base, y también a su reverso, sino con tres. El carnaval caribeño introduce a un Tercer Mundo de veras en el repertorio semántico de Cobro revertido, esto es, a un sistema de referencias culturales de otro orden y que complejiza considerablemente el escenario antropológico que nosotros acabamos de discutir. Al fin, al ingenuo protagonista, quien como sabemos se aliena en el ámbito de una cultura "superior", lo que le acaba dando el tiro de gracia, como en las novelas de los escritores blancos a las que me referí más arriba, es una cultura "inferior" (en rigor, no es un tiro sino una puñalada)[11]. Desde las cenizas de la inversión transgresora renace, pues, porfiadamente, la vieja gallina ortodoxa.

Me muevo ahora hacia la tercera lectura que me parece posible infligirle a esta estupenda novela y cuya gravitación en su voluntad de significar resulta tan fuerte que casi suena a parodia, lo que es muy posmoderno, como todo el mundo sabe. Me refiero al código sicoanalítico, cuyo antecedente más a mano, en lo que dice relación con la práctica literaria, lo proporcionan obras tales como Portnoy's Complaint de Philip Roth. Es así como en Cobro revertido, cuyo nombre anterior y vetado por los editores fue La muerte de la madre (no era comercial, claro), la relación de El Hijo con La Madre aterriza e intimiza la relación de El Exiliado con La Patria (esa ambigua palabra, ¿por qué no "matria" de una vez por todas?). Por lo mismo, al acercarse quien esto escribe al material de Urbina pertrechado con la batería hermenéutica sicoanalítica, los extremos que se le ofrecen son, tienen que ser, la vida-con-la-madre o el despendole. O el útero preedípico o el mundo como un caos. Porque lo cierto es que "allá" y "entonces", o sea, en el espacio y el tiempo de Chile, no hubo por parte de nuestro Sociólogo un sacudimiento auténtico de la dependencia materna. Hubo, en cambio, y esto es lo que nos llega a través de los numerosos flash back que van engastando su pasado en su presente durante el transcurso de la narración, una variedad de pequeñas o medianas transgresiones, algo así como una serie de escaramuzas pueriles, travesuras de niño malcriado y ninguna de las cuales implicaba una ruptura genuina, en el sentido que el radicalismo bachelardiano y althusseriano supo darle hace unos años a este término. El padre, que, si vamos a creerle a la receta freudiana, debió ofrecer un puente hacia a crecimiento (o si no él, una figura masculina de parecidos contornos), debe ser el personaje más fantasmagórico de todo el relato. Es, en realidad, un cero a la izquierda. El resultado es que la liberación no se produce "allá" y "entonces", aunque ciertas condiciones haya habido, entre las que se incluye a una mujer, Magdalena, cuya vitalidad y entereza El Sociólogo fue incapaz de asumir, y es sólo cuando nuestro héroe se va del país que el cordón preedípico sufre el tijeretazo que debió haber sufrido muchísimo antes.

Por cierto, el duro tijeretazo del exilio (me acordé de repente de lo del "duro whiskey del exilio" que decía Raúl Ruiz) no involucra un proceso de crisis edípica propiamente tal, con sus titubeos, sus audacias y sus reacomodos, y un proceso que debiera conducir, a la larga, al relevo y al crecimiento que son deseables de acuerdo a la conexión sicoanalítica. Al vínculo de El Sociólogo con La Madre lo desgasta el distanciamiento, pero no lo cancela, y ello, porque el distanciamiento no es intercambiable con la Ley del Padre, que es la que debería habérsele atravesado en algún momento de su vida y creándole las condiciones para un nuevo ideal y un nuevo orden. Lo único que el distanciamiento genera, es una falsa sensación de libertad y es sólo más tarde, cuando el personaje anda a patadas con su alma por los caminos del mundo, que trata de aprovechar lo simbólico. disponible (lo simbólico del exilio) como una solución, pero es en vano.

En efecto, las relaciones de El Sociólogo con su mujer y su amante repiten en el espacio y el tiempo canadienses, las relaciones con su madre y Magdalena en el espacio y el tiempo chilenos. Es más: si en el espacio y el tiempo chilenos La Madre era una mujer de clase media, sin ninguna simpatía por la lluvia de transformaciones que se estaba entonces desencadenando sobre la piel del país; y Magdalena una mujer artista, revolucionaria como es de rigor, en el espacio y el tiempo canadienses La Esposa es una mujer inglesa, sin mucha simpatía por el secesionismo quebecuá, y La Amante una mujer francesa, secesionista a rabiar[12]. Es decir, que nuestro Sociólogo se las ha arreglado para conjurar en su presente todas las características estructurales que constituían su pasado. Borges, que conocía este truco duplicador casi tan bien como Freud o Hitchcock, lo desmonta con sorna al final de "Emma Zunz": "...sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios..."[13]. Es lo que ocurre con El Sociólogo de Urbina: como antes de su madre chilena, ahora se aleja de su esposa inglesa, pero sigue dependiendo de ella emocional y económicamente. Además, tiene una amante francesa, que es algo así como el antídoto necesario respecto de los convencionalismos de la wife inglesa (y que por lo mismo nos recuerda a su otro antídoto, a la Magdalena chilena: la rima, que es casual, podría no serlo), la que, como si eso fuera poco, maravilla de maravillas, posee, incluso, la facultad de convertirse en dos cuando hace falta, de desdoblarse en Marcia y en Francine, y aquí, como allá, es incapaz de preservarla/s.

De manera que el tipo se queda, también en lo que toca a sus negocios privados, para usar una vez más la tan útil expresión de Quiroga, "a la deriva". Sin el pasado imaginario, el preedípico, lo que a estas alturas no resulta ni siquiera fantaseable, y sin un futuro simbólico, el posedípico (en otras palabras, el modo de vida que intenta construirse en el destierro: es conmovedor, va a la universidad y trata de retomar sus aspiraciones antiguas, aunque cambiando de mención, de derecho a sociología), su cuadro de expectativas no es demasiado halagador. Ninguna de sus empresas tiene éxito, sencillamente, porque en ninguna de ellas está la solución.

Pero para que de veras tenga sentido todo lo que vengo diciendo, creo que habría que darle a la novela de Urbina una última vuelta de tuerca, esta vez, utilizando como antecedente intertextual los que a mí me gustaría bautizar con el nombre de "discursos chilenos de la derrota". En otras palabras, aquellos discursos que explican o que se hacen la ilusión de explicar por qué la experiencia socialista en la que algunos chilenos pusimos todos nuestros ahorros a principios de los años setenta falló, qué fue lo que la hizo fracasar, dónde estuvo el error. A mi modo de ver y, no obstante su desconsiderada abundancia, tales discursos de la derrota son clasificables en dos grupos básicos cada uno de los cuales encuentra el eco respectivo en la novela que aquí estamos comentando. No en las discusiones de café, en las que se trenzan con tanta pasión como futilidad varios de sus personajes, como la del boliche español mencionada más arriba, lo que era del todo previsible, sino en la carga semántica que sostiene y empuja el desenvolvimiento de la narración. Porque el exiliado es ése que quiso una vez cambiar las cosas y perdió. Por eso está en el exilio, a causa de su derrota. Esa derrota tiene dos y sólo dos explicaciones posibles y mi impresión es que la novela de Urbina no privilegia ninguna de ellas, que las suscribe las dos, aunque, entre él y yo, sospecho que a Urbina le gusta más la segunda.

La primera explicación, la más consoladora por cierto, asegura que el estado de cosas que algunos chilenos quisimos cambiar entre 1970 y 1973 era más poderoso que nuestras fuerzas para cambiarlo y que a eso se debió el que nuestros estupendos esfuerzos hayan terminado, como efectivamente terminaron, en el basural de la historia; a que nuestros medios eran inferiores a los de nuestros enemigos. Contra la alianza de la gran burguesía chilena, los militares y el imperialismo, ¿qué podían hacer nuestros arcos y nuestras flechas, nuestras lanzas de palo, nuestros escudos de mimbre? Si hubiésemos dispuesto de los mismos recursos de que disponían ellos, otra historia es la que estaríamos contando. Póngale usted a semejante argumento los adornos retóricos que mejor le acomoden, pero eso será lo que en definitiva él le cuente.

Menos condescendientes consigo mismos son aquellos intérpretes de la misma historia que se inclinan por el punto de vista contrario y afirman que lo cierto es que jamás se tuvo ni la voluntad ni la energía para cambiar las cosas en serio, que todo lo que se hizo fue para cambiar sin cambiar y que por ese camino se acabó confundiendo el cambio (la ruptura, en el lenguaje bachelardiano y althusseriano del que nos aprovechamos ya una vez) con la transgresión, pequeña o mediana, nunca muy grande, y el reajuste. En el momento de hacer borrón y cuenta nueva, eso de lo que estábamos hechos ideológicamente pudo más que el proyecto ideológico alternativo. Para el que luego tuvo que salir al exilio, se trata de una comprobación desconsolada y bien difícil de aceptar, porque significa que él se desprende de eso que fue sólo por su alejamiento geográfico, porque aquí donde ahora está todo aquello carece de valor, y además con la conciencia (o la inconciencia, lo mismo da) de que lo que quiso ser en cambio no resultó, que se fue al diablo, que abortó de la manera más inicua. Nos salimos del orden de cosas existente porque teníamos que crecer y fabricarnos nuestro propio paraíso (o nuestro propio infierno), pero la verdad es que no logramos fabricarlo y que ni siquiera fuimos capaces de anticiparle una forma adecuada... y en cuanto a lo de acá, lo rechazamos o no creemos en él porque nos parece inferior a la utopía esplendorosa que aún se aloja en nuestros sueños. Entre tanto, estamos, otra vez, "a la deriva".

En resumen, los tres códigos intertextuales desde los que, si nos deslizamos por debajo de su superficie mimética, es posible leer la primera novela de José Leandro Urbina, confluyen en el despliegue de una cierta peripecia cuya estructura está formada por la insatisfacción ante un orden antiguo, el intento y el fracaso en la construcción de un orden nuevo, la salida del espacio de ese fracaso, la instalación en un espacio distinto y la repetición allí del intento constructor precedente para culminar en un nuevo (y esta vez grotesco) fracaso. Marx lo decía: aquellas historias que en el primer round son tragedias, en el segundo se transforman en comedias —o en tragicomedias. Como quiera que sea, la figura retórica que domina esta estructura es la duplicación, casi me atrevo a decir la redundancia. Para traducirlo a la jerga lacaniana una vez más, de lo que hemos estado hablando a lo largo de estas páginas es de un deseo metonímico, al que intentamos apaciguar periódicamente con la zanahoria de unos cuantos significantes metafóricos y significantes éstos cuya pretensión consiste en remplazar el significado pleno al que aspiramos o creemos aspirar, pero no sin que se les note su naturaleza postiza. La cultura patria (matria), el imaginario materno o la ideología dominante son en última instancia irrenunciables, al menos para la gente como nosotros. ¿O no?




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Notas

[1] José Leandro Urbina, Cobro revertido (Santiago de Chile, Planeta. 1992).

[2] Forman parte, por ejemplo, de la selección que hizo Juan Armando Epple para su Brevísima relación. Antología del microcuento hispanoamericano. Santiago de Chile, Mosquito, 1990. págs. 117 y 118.

[3] Para una estimación crítica breve de este libro, véase mi prólogo a la edición de 1986. Santiago de Chile. Ediciones de Obsidiana, págs. 3 - 9.

[4] Georg Lukács, Ensayos sobre el realismo, tr. Juan José Sebrelli (Buenos Aires. Siglo XX), pág. 16.

[5] Lawrence tuvo serios problemas para terminar su novela. La rechoncha Mrs. Leslie decide volverse a su casa en el primer manuscrito y quedarse en el segundo. cuando se convierte en Xochiquetzal, la esposa de Huitzilopchtli, aliado de Quetzalcoatl [sic]. Pero incluso, en esa oportunidad, la decisión la toma sólo en la última página y no del todo convencida: ...in the first version Kate steadfastly refuses, also declining a love affair with Cipriano. She cannot yet bring herself to unite her white blood with the indian blood of Mexico". L.D. Clark, Introduction to the Plumed Serpent (Quetzalcoatl). Ed. L.D. Clark. (Cambridge/New York/New Rochelle/Melbourne/Sidney, Cambridge University Press, 1987), pág. XXVII.

[6] Dice Wilson: an extreme of Asiatic world-contempt, the antithesis of the modern Western spirit. The Outsider (London, Victor Gollancz, 1956), pág. 79. Said responde: The great drama of Lawrence´s work is that it symholizes the struggle, first, to stimulate the Orient (lifeless, timeless, forceless) into movement; second, to impose upon that movement an essentially Western shape, third, to contain the new and aroused Orient in a personal vision [...] as a white expert, the legatee of years of academic and popular wisdom about the Orient, he is able to subordinate his slyle of being to theirs, thereafter to assume the role of Oriental prophet. Orientalism (New York. Pantheon Books. 1978). págs. 241 y 243.

[7] En un manuscrito en la British Library, MS Ashley 4787. Citado por Allan Hunter, Joseph Conrad and the Ethics of Darwinism (London and Canberra, Croom Helm, 1983), pág. 79.

[8] "...Quiénes son esos gordos grandotes y bigotudos, con pintas de camioneros y vistiendo elegantes chaquetas de tweed académico, el viejo señor de lo más afeitado, que parece un funcionario de correos, la señora flacuchenta, indudable profesora primaria, el padre con su hijo, bien peinados contadores públicos, lentes culo de botella, el tipo cadavérico, profesor de filosofía. Los exiliados, los refugiados, los desintegrados, los desbancados, los desubicados, los perdidos en el espacio, los alegres, los doloridos, los patéticos. Su tribu, su gente, mejores o peores, orgullosos, arrogantes y llorones, su cuasi familia desde siempre, desde ahora", pág. 46.

[9] Cito una entrevista de prensa. Pregunta: "¿Fue el exilio o el tema de la madre lo que gatilló Cobro revertido?". Respuesta: "Yo creo que el carnaval, que es un tema totalmente secundario en la novela...". A.J.S.V. "Leandro Urbina: 'Me interesa el reporteo del tiempo, el ambiente, el espacio propio'". La Segunda (15 de septiembre de 1992), pág. 37.

[10] Gabriela Mistral, Palabras que hemos manchado, en Gabriela Mistral en el Repertorio Americano, Ed. Mario Céspedes (San José, Universitaria de Costa Rica, 1978). págs. 15 y 16.

[11] "...En ese momento la mujer se metió entre medio y le dijo algo al marido y éste se las agarró con ella y la tironeó de la blusa que se rajó del hombro hasta la espalda y la zamarreaba como a un monigote. Él quiso intervenir y los otros dos le saltaron al bulto, encajándole puñetazos y cachetadas a diestro y siniestro. Cargó a pelear de vuelta, pero le metieron un combo en la oreja y lo madaron de cara al suelo y comenzaron a patearlo. Entonces la mujer le gritó al tipo más joven en chileno perfecto, mientras retenía al otro: 'Ya pus. Carlos, no le peguís más poh'. El joven se echó un paso atrás y él se levantó de un salto y le dijo a la mujer en ese breve segundo de tregua inestable: 'Oiga, usted es chilena', y casi al mismo tiempo sintió el puntazo a la altura de los riñones y un sonido como de aire escapándose. Se llevó la mano a la espalda y sintió la tela acuchillada de la chaqueta y luego un vaho caliente, un líquido pegajoso. Sacrons l'camps! gritaron los tipos y mientras caía, él los vio abrirse paso entre las piernas de la multitud y sintió en los oídos y en su costado, la marejada, el rugido envolvente de una ola", pág. 198. Por cierto, en un análisis más pormenorizado que el que yo estoy haciendo, la presencia de la pareja chilena, y sobre todo de la mujer chilena dentro del grupo, ahora martiniqueño, no debiera descuidarse. En rigor, esa presencia es más que una presencia, es una sospechosa coincidencia.

[12] "...Marcia está por la separación de Quebec, por la total y plena independencia. Lo lleva a reuniones políticas, a concentraciones y fiestas donde danzan alrededor de las fogatas envueltos en la bandera de la flor de lis y terminan ahumados y sudorosos y ella trata de convencerlo que Quebec es una especie de país latinoamericano. cuestión que en el fondo no cree para nada. Meg se pone furiosa, teme una nueva Irlanda, la soberanía de la provincia es su limite indeciso. Marcia es francófona, nacionalista y adora a monsieur Levesque, aunque lo encuentre blando. Habla inglés con un acento escalofriante, para matarse de la risa. Meg es anglófana y habla un poco bastante de francés, lo necesario". pág. 37.

[13] Jorge Luis Borges, "Emma Zunz", en El Aleph (Buenos Aires, Emecé. 1961). pág. 66.


 

 



 

 

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Cuatro lecturas para la primera novela de José Leandro Urbina.
"Cobro revertido" (Santiago de Chile, Planeta. 1992).
Por Grínor Rojo