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El diario íntimo de Lucho Oyarzún
Luis Oyarzún. Diario intimo. Ed. Leonidas Morales. Santiago de Chile.
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Departamento de Estudios Humanísticos. Universidad de Chile, 1995.
Grinor Rojo
Revista Chilena de Literatura (Santiago, Chile) N°48. Abril de 1996
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Recuerdo su figura baja y rechoncha, con la cabeza prematuramente blanca, la cara colorada y los ojos saltones. Recuerdo su timidez de los comienzos, su discreta reserva. Recuerdo también la expectación que se suscitaba entre nosotros cuando por fin consentía en dirigirnos la palabra, cómo cobraba fuerza y atrevimiento gradualmente, una vez que sus ojos habían calibrado el entusiasmo de la audiencia y, sabedor ya del efecto que su intervención estaba teniendo entre quienes lo oían, daba rienda suelta a la charla. Lucho Oyarzún era por aquel entonces, a pesar de su enfermedad y de la profunda depresión por la que atravesaba, y de la que ahora he podido enterarme gracias a la lectura de su Diario, un conversador brillante, lleno de humor y de gracia. Nos hacía callar sin hacernos callar, nos encantaba, nos seducía, a nosotros, a esos provincianos de la lejana Valdivia de 1972, como antes había seducido a otros que eran menos provincianos que nosotros, en Chile y fuera de Chile.
Por aquel entonces, durante los últimos meses de su vida, Lucho seguía siendo sobre todo un maestro de la oralidad. Cierto, había publicado media docena de libros a lo largo de treinta años, algunos de ellos de incuestionable importancia. Pero eran libros poco leídos, menos aún en el circuito de los lectores jóvenes de esa época, de aquellos que recién nos iniciábamos con más soberbia que equipaje en los rigores de este oficio. Averiguó no sé cómo de mi interés por la literatura chilena del siglo XIX y me regaló el ensayo que había compuesto en los comienzos de su carrera sobre el pensamiento de José Victorino Lastarria y con el que le habían colgado cualquiera haya sido el cartón universitario que después poseyó. Iba acompañado de una dedicatoria, escrita con una letra chica y algo temblona, dedicatoria que a mí me pareció curiosa y que entonces no entendí. En ella se refería a su trabajo como a “estos papeles viejos”, autoescarnio que era para mis presunciones de entonces, presunciones de muchacho tonto y vanidoso, una alternativa inconcebible. Pero lo cierto es que Lucho no creía ya para esas fechas en la actualidad de su escritura, aunque tal vez creyera secretamente en la posibilidad de su redescubrimiento en un tiempo futuro. En una anotación que hace el 19 de abril de 1964 demuestra conocer su dilema con exactitud. Leo ahí: “No se puede vivir alternativamente en dos partes con tan mínima periodicidad. Necesito una vida más estable, con menos ‘embriagueces de otoño’. Pero ocurre que mi presentismo sudamericano me crea todo el tiempo un demonio tentador, y yo cedo. Las hojas doradas, los racimos de las viñas, la aventura del día. Hay que estabilizarse. Ahora me siento medianamente bien, porque he escrito dos artículos. Si trabajara más en literatura, me sentiría más lleno de fuerzas, más feliz. Hay ciertos temperamentos que responden bien a la teoría aristotélica. La dicha proviene de la actividad. Me hace falta trabajar con amor y amar con trabajo. Si no, se me estancan las aguas y se me vuelven vinosas. Y el vinoso Pantano estimula mi contemplación. Amo este reposo después del trabajo, con ordenación de papeles, de imágenes, de libros. Contestar las cartas. No tener que partir a la disparada en cualquier instante”.
Se sabía pues una víctima no tanto del “presentismo sudamericano”, al que en estas frases le echa la culpa de su falta de estabilidad, como de vientos contrarios, asediado como estaba por múltiples opciones de vida y las que no siempre eran conciliables con el proyecto de pensamiento y de arte que muy temprano en su existencia formulara para sí. Mirado desde cierto punto de vista, podríamos decir que Lucho se daba cuenta de la distancia que existía entre la índole de ese proyecto, necesariamente escritural, y la eficacia tremenda de su oralidad tal y como él la lucía con profusión y con lujo en cuanto cenáculo encontraba disponible: “...soy un improvisador. Sólo soy capaz o he sido de creaciones repentinas, páginas de diario, clases, sonetos de café. Si me responden, si me exigen, si creen en mí y me estimulan, saco del fondo del mar lo inverosímil”, escribe el 22 de marzo de 1958. O bien, encomendándose ahora a los buenos oficios del tópico griego: “¿Podemos enfrentar el ocio? Gran pregunta contemporánea. Por hoy, sí, evidentemente en cuanto a mí” (17 de julio de 1966).
No había tal, por supuesto. Nadie era en Chile menos ocioso que Luis Oyarzún. Fue la suya una conciencia que no descansó, que estuvo siempre atenta a todo aquello que ocurría en torno suyo para celebrarlo o discutirlo, para gozarlo o repudiarlo. ¿Cuántos de sus contemporáneos leyeron lo que Lucho leyó? ¿Cuántos viajaron como él viajó, y no sólo en calidad de turista sino de observador apasionado de pueblos y culturas? ¿Cuántos leyeron en cuatro o cinco lenguas además de la propia? ¿Cuántos lograron la familiaridad que él logró con cada uno de los temas fundamentales de la cultura de Occidente? ¿Cuántos conocieron la geografía y la naturaleza chilenas con la sabiduría que él? El problema era otro, ni qué decirse tiene. Me refiero a la contradicción, que no lo abandonó jamás, entre las demandas que le hacía el modelo de intelectual público, que él hizo suyo posiblemente durante los años de su educación secundaria en el Internado Nacional Barros Arana y que es el modelo más reputado y casi el único durante un cierto período en el desenvolvimiento de la historia social y cultural de nuestro país, y el del intelectual íntimo, privado (no necesariamente académico por lo tanto), que produce una obra grande y duradera, la que lo justifica, lo salva y con la cual presumiblemente va a instalarse de una vez y para siempre en la memoria de sus conciudadanos. Ninguno de los libros que Lucho publicó durante su vida es o contiene esa obra. Hemos tenido que aguardar casi un cuarto de siglo después de acontecida su muerte para encontrarnos con ella. Está en este Diario, en el que por fin se resuelve el conflicto entre su “presentismo sudamericano”, es decir, entre la explosión repentina, fragmentaria y brillante, con algo de happening del espíritu, y su justa ambición de permanencia.
Pero he aquí que paradójicamente Lucho Oyarzún logra realizar esa ambición no con la obra grande y maciza con la que quizás soñó (es interesante, a propósito de esto, la atención con que lee El sentimiento de lo humano en América, el gárrulo libro de Félix Schwartzmann, y que es precisamente la clase de proyecto que estaba lejos de su alcance), sino que con el rescate y la inscripción en el texto de su oralidad. Porque en eso consiste este Diario al fin de cuentas, en la persecución de un método simbólico capaz de representar el lado no simbólico del sujeto que emite las frases, búsqueda de una escritura en la que ese sujeto reclama la parte de sí a la que su otra parte, la de la conciencia edipiana y la letra ortodoxa, dejaban afuera sin remedio.
Me explico: en tanto modo de discurso, el “diario de vida” es uno entre los que Leonidas Morales ha denominado con acierto “géneros de la intimidad”. Existe ahí entre la literatura epistolar, de un lado, y el libro de memorias, del otro, para nombrar sólo a dos de sus compañeros de ruta más prestigiosos. De la literatura epistolar lo separa una mayor entereza; del libro de memorias, una mayor fragmentación, es decir, la ausencia en este segundo caso de un plot postconcebido y unificador en torno a la verdad del sujeto que es el emisor del relato. Esto es especialmente importante. En el libro de memorias, un individuo nos cuenta lo que él es cuando sus experiencias ya han tenido lugar y habiéndole impuesto a su narración de esas experiencias un determinado diseño. Cuenta lo que le ocurrió y también el por qué de eso que le ocurrió. San Agustín, Rousseau y Proust son buenos ejemplos. En el primero, la autobiografía se construye a partir del plot religioso de la conversión; en el segundo, a base del plot filosófico de la delimitación de los rasgos esenciales del ser verdadero; en el tercero, con la ayuda del plot estético de la redención de la vida a través del cultivo del arte.
Por el contrario, no hay entre los discursos humanos ningún otro que como el diario cuente menos deliberadamente y con menos retoque las peripecias que son consustanciales a la construcción del sujeto de la escritura. En su diario de vida, ese sujeto anota el testimonio casi inmediato y forzosamente fragmentario de su llegar a ser. Más todavía: en el diario convergen y se combaten el proyecto con la realidad, la pretensión con la evidencia. El que escribe un diario lo hace para informarse a sí mismo (y, en última instancia, al mundo todo) sobre la clase de vida que ha decidido llevar tanto como sobre las fortunas y trabajos a los que él va teniendo que enfrentarse durante el proceso de la construcción de esa vida. Con todo, y debido a la inmediatez y el repentismo de sus anotaciones, se cuelan en el proyecto inconsistencias de estilo, construcciones improbables. Estos desajustes son los que harán que el intento acabe desbordándose a la larga y que el producto de la narración autobiográfica se convierta en mucho más de lo que el proyecto revela. Nosotros, los lectores, somos los encargados de recomponer por fin el cuadro. Nos damos cuenta entonces de la disputa entre el querer ser y el ser o, para decirlo menos siúticamente, entre las pretensiones del sujeto y lo que, sin embargo y muchas veces a pesar suyo, él está siendo en realidad.
En octubre de 1949, cuando se inicia lo que a nosotros nos ha llegado de su Diario íntimo, Lucho Oyarzún quiere ser un intelectual chileno moderno. Más precisamente: lo que él quiere ser es un intelectual chileno de su tiempo, y ese tiempo es la tercera etapa en el itinerario que en este país ha seguido el desarrollo de la modernidad, etapa que se extiende desde el término de la segunda guerra mundial (1950 podría ser una fecha razonable) hasta (tal vez) el 11 de septiembre de1973. La siguiente anotación, hecha en Londres el 5 de noviembre de 1949, es harto explícita. Dice Lucho: “Es extraño para mí que la atracción de mi patria sea tan poderosa y que actúe en la dirección de cierto primitivismo disuelto en la atmósfera chilena y americana que no existe aquí, a pesar de los bosques y del mar. Soy una criatura del Nuevo Mundo, un sudamericano al fin, un hijo de Pillan y de los monstruosos dioses indios. Allá no sabemos que nuestra existencia está llena de poesía, de sol, de aire, de fuego, de mar, de estrellas, de cordialidad selvática, a veces terrible y sin embargo, qué fascinadora y qué fuerte comparada con este senil y exquisito corazón de Europa. Pero también amo esta poesía europea, aunque no pueda respirar sino con medio pulmón”.
La tensión entre América Latina y Europa, que recorre este apunte y que es característica del Lucho Oyarzún de aquellos años, es, como bien lo sabemos, una tensión que está en el meollo del debate intelectual latinoamericano de nuestro siglo. Entre el autoctonismo naturalista y mundonovista, el del primer indigenismo, el del muralismo mexicano, el de las novelas de la tierra, el del segundo indigenismo, el del Canto General y el “Poema de Chile”, y el internacionalismo modernista y vanguardista, el de Prosas profanas, el creacionismo huidobriano, la pintura de Matta y los juegos de Borges “con el tiempo y la eternidad”, se trata de un tema recurrente en la polémica literaria y artística nuestra de estos últimos cien años. Polémica que a mi juicio es ociosa y riesgosa al mismo tiempo, pero que para las gentes de aquella época poseía una urgencia y un valor decisivos. ¿De dónde somos? ¿Del lado de acá o del lado de allá? ¿Hijos de Pillán o de Atenas? ¿Habitantes de Pomaire o París? No era ésa la mejor manera de entender el origen de nuestra diferencia, por supuesto. Uno no es de aquí o de allá, no es hijo de Pillán o de Atenas, no es habitante de Pomaire o París. Uno está metido, quiéraslo o no, en una determinada situación, y es con ella que se tiene que entender, habida cuenta de las condiciones que posibilitan la producción de su discurso y relativamente a las cuales uno llega a ser el que es. Con todo, para los propósitos de mi intervención de hoy, lo interesante es comprobar que, aunque también Lucho haga uso de este tópico esencialista, él no lo resuelve, no cae en la trampa, no opta por un modo de ser latinoamericano. La anotación que copiamos recién muestra su inquietud por el asunto, inquietud que él comparte con muchos otros de sus contemporáneos y que se relaciona, como hemos dicho, con el tipo de intelectual en cuyo traje está tratando de acomodarse. Sin embargo, hacia el fin de esa misma anotación encontramos su negativa a entrar en el juego especioso de la identidad.
Hombre, por lo tanto, de su época y también de más allá de su época. Una breve consideración de los espacios mayores a través de los cuales circula su mirada nos ayudará, creo, a entender un poco mejor esta doble perspectiva. Esos espacios son tres: el de la naturaleza, el de la alta cultura y el de la (a Lucho no le gustaba nada el término) contingencia personal y social. Es evidente que, hasta mediados de los años sesenta, Lucho elude o contiene el tercero y se refugia en los dos primeros. Por las seguras avenidas que le suministran la naturaleza y la alta cultura, él pasea su energía libidinal sin problemas, sin tropiezos ni magulladuras visibles. Abomina entre tanto del espacio de la ciudad, del espacio del presente alienado y desprovisto de nobleza: ‘Vivimos en ciudades-fábricas, hechas para los automóviles y no para los hombres. Aun en el retiro doméstico después del trabajo, se tiende a reemplazar lo personal por el anonimato de las voces radiales y de las imágenes de la televisión, que constituyen una realidad humana anémica”, escribe en Londres el l° de junio de 1950. Y un año después, de regreso en Santiago y en la primera de una plétora de anotaciones similares: “Lo que me aterra de Chile es la torpeza humana, la elementalidad de la vida exterior. Mi país me produce la impresión de estar habitado por ánimas de devorador e infuso subjetivismo, en un plano inferior a la espiritualidad. ¿Tienen espíritu los arquitectos chilenos? Si lo tuvieran no construirían estos monstruos que son los nuevos edificios de Santiago. Algún día otros chilenos distintos a los actuales tendrán que hacer aquí una ordalía, para construir sobre esta tierra edificios livianos, luminosos, que respondan armoniosamente al ataque de la luz violenta y destructora. Pero bien se ve el mismo primitivismo inferior en las casas miserables. No se trata sólo de la pobreza económica, sino de un pauperismo de la conciencia sensible” (2 de febrero de 1951)
Cada vez que puede hacerlo, Lucho huye por eso de Santiago: a Horcón, a Caleu, a Colliguay; a veces aun más lejos, a Valdivia, a Puerto Montt, a Chiloé, a Punta Arenas. No sólo eso. Cuando Lucho está en Santiago, su sitio de preferencia es el Parque Forestal, un lugar de naturaleza esculpida por la mano del hombre y que es el mejor remedo chileno de las postales del viejo París. Cerca del Parque Forestal vive además Roberto Humeres, maestro siempre, amante a veces, y en definitiva el compañero de presencia más firme durante los veintitrés años que cubre el relato. Pero lo que importa en último término es que ese Parque Forestal es el locus amoenus del protagonista del Diario. Y lo es porque en él se dan la mano la naturaleza con la alta cultura, los árboles y las flores amadas con la Escuela de Bellas Artes en cuyas aulas Lucho enseñó y de la que fue decano durante diez años.
No quiero decir con esto que las preferencias de Lucho Oyarzún por la naturaleza chilena y por la alta cultura mundial y local no hayan sido genuinas. Lo que quiero decir es que ambas funcionan en su Diario intimo como lo que ahí se dice que son, como la oportunidad de demostrar su amor por el paisaje chileno en el primer caso y como la oportunidad de demostrar su amor por los principales productos del ingenio humano en el segundo, y también como lo que no se dice que son: como escudos, como defensas, como parapetos respecto de la violencia irreductible del espacio y el tiempo contemporáneos y, más específicamente todavía, respecto del espacio y el tiempo contemporáneo en Chile y en América Latina, algo que lo horrorizaba y a lo que, como el poeta de Cantos de vida y esperanza, él sabía que debía ir pese a todo. La naturaleza chilena es, por ejemplo, asumida por él o con los ardientes arrobos del esteta romántico o con la puntillosa minucia del botánico europeo, del heredero doméstico de Linneo y de Humboldt. Aun cuando esa naturaleza sea la misma de cuyas bendiciones Lucho había disfrutado durante los años de su infancia santacruceña, la que llevaba metida en la nariz y en los ojos, también se trata de una naturaleza sobre la cual él ha ido extendiendo poco a poco el manto protector de la razón y del símbolo. En cuanto a la alta cultura, ella es el símbolo. Con la tradición filosófica occidental, con el gran arte, con la mejor literatura, con la música de Bach y Vivaldi, Lucho o le hace el quite al presentismo de la ciudad moderna, cuya sordidez lo abruma y lo atrae a la vez, o impone sobre ella un orden intemporal del que la ciudad carece de suyo. Su escasa sensibilidad y aun tolerancia para con los productos de la cultura popular americana es, en este mismo contexto, hondamente expresiva. Incluso cuando tiene la ocasión de estar en contacto con el indigenismo mexicano sus apuntes son pocos, no siempre atinados y excesivamente escuetos. Si se los compara con sus lúcidas observaciones sobre Leonardo y sobre la pintura primitiva italiana, flamenca del siglo XVII o francesa del XIX y del XX, la diferencia salta a la vista. En este último turf es donde él se siente a sus anchas: donde se mueve sin estorbos, donde interpreta, especula, brilla y se luce.
Particular atención merece, en este mismo sentido, el aspecto religioso de su pensamiento. El afán de trascendencia, centro de su polémica interior entre Neruda y Mistral (el vilipendiado Neruda no lo tiene y la adorada Mistral, sí), obedece a la angustia que en él produce la sensualidad de El Gran Vate, sensualidad que como todos sabemos se niega a servir a cualquier otra causa que no sea la de la vida misma y que por su lado Lucho conecta con el presente amenazante de la urbe, la noche y el sexo y lejos del cual él quisiera elevarse hacia una comarca en la que la dirección y las rutas hayan sido trazadas por la mano de Dios. También su anhelo religioso de trascendencia es pues un anhelo de orden, deseo de sujetar la chúcara materia de la carne con la brida del alma, los urgentes apetitos de su sexo con el agua lustral del amor. No obstante, y ya lo vimos al comienzo de mi exposición, la materia y la carne no son, no fueron nunca para Lucho Oyarzún, realidades obviables; ambas lo persiguieron sin tregua, acosándolo siempre, asediándolo, reclamándole desde el fondo de su discurso aquella parte oral de la que él intentaba inútilmente despojarlas.
Pero, como quiera que sea, yo creo descubrir en el Diario íntimo de Luis Oyarzún una curva diacrónica o, como dije antes, el nacimiento de un cierto proyecto de pensamiento y de arte, su realización prematura y plena al mismo tiempo y su lenta desintegración posterior. Primero, veo el protagonista de estas páginas entre 1949 y 1951 ó 1952, como una especie de mochilero del espíritu, joven aún, de veintinueve o treinta años de edad, estudiante becado en Inglaterra, viajero a dedo por Irlanda, la Provenza y las aldeas de España, escandalizado por la “barbarie” del Nueva York de hace ya casi medio siglo (¡qué hubiera dicho del de hoy!) y gozosamente involucrado en una comedia de enredos en Puerto Rico, fingiéndose médico de Juan Ramón Jiménez con la complicidad y el aplauso de la esposa del mismo, doña Zenobia Camprubí. Es éste un Lucho que camina rápido, que lee a Félix Schwartzmann, que repite algunas de sus ideas y que ahueca la voz para proferir opiniones sobre el oro y el moro. Sabe lo que quiere ser y sabe que tiene los instrumentos, la sensibilidad y la inteligencia, para realizar sus propósitos. Tampoco le preocupan demasiado sus caídas. El 12 de julio de 1951 llega a decir que “Lejos de la ebriedad, la razón se reseca y burocratiza”. Alrededor suyo se mueven ya personajes importantes o que van a ser importantes: Pedro Prado, Salvador Reyes, Juan Gómez Millas, Nicanor Parra, Jorge Millas.
En 1954 Lucho es nombrado decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile; también en 1954 es el encargado de recibir a Gabriela Mistral en su tercera y última visita a Chile; en 1957 despide sus restos en el Cementerio General de Santiago; en 1958 lo designan vicerrector de la Universidad; en 1962 es protagonista principal en el congreso de escritores latinoamericanos que se celebró en Concepción, al lado de Carpentier, Fuentes y otros; y en 1963 se convierte en miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua (“No es una reverberación de juventud ni de talento”, escribe con sorna en una anotación del 13 de noviembre de 1963). Es decir que el proyecto de unos pocos años antes se encuentra ya, durante el transcurso de la década del cincuenta, operando a todo vapor y que su protagonista precoz es este joven cuya edad de oro va a transcurrir entre los treinta y dos o treinta y tres años de vida y los cuarenta y dos o cuarenta y tres. A la sazón Lucho ha llegado a ser un tigre académico, profesor distinguido, conferenciante de nota, objeto de la avidez de la prensa, la cara linda de la cultura chilena de aquel momento y para cuanta misión a esa cultura le hacían falta los servicios de un intelectual verdadero. Sus perspectivas filosóficas y estéticas no han cambiado, por cierto. Si algo puede concluirse al respecto, es que ellas se han consolidado. La decisión fue y sigue siendo la de atenerse al modelo del intelectual ortodoxo, el profesor universitario, el ensayista de alto vuelo, el hombre de confianza del circuito académico y que a la vez es un fiel devoto de la naturaleza, de la alta cultura y de los exquisitos transportes de la fe religiosa. El lado oscuro de la luna sigue activo, sin embargo. Leo en una anotación del 6 de octubre de 1952: “Antenoche, una prueba, un aviso que debo escuchar. Aspiro más fuertemente que nunca a una vida pura, ascética, pero todavía siento los efectos terribles del alcohol y sobre todo las imágenes vagas, deshechas de lo que no recuerdo. No sé si habré vivido realmente lo que la imaginación me trae. Bastaría una gota de memoria para transformar enteramente mi pasado”. Y un año más tarde, el 22 de julio de 1953: “Anoche yo penetraba solo, en busca de alguien, por los peores barrios nocturnos. Me sentía desafiante, invadido por un soplo juvenil de aventura, perfectamente libre y, además, invulnerable, por encima de todos los peligros. Ningún cogotero podía hacerme nada. Yo lo sabía. La ciudad me parecía el escenario de piedra de un drama italiano de Schakespeare. Yo mismo era un hombre del Renacimiento. Hoy, al despertar, he revivido, con otra conciencia, los peligros a que me exponía, arrastrado por un deseo que ahora no podría aceptar sin repugnancia. Hoy rechazo libremente lo que libremente fui anoche, un poco borracho, medio delirante, pero instalado también de un modo particular en el centro de mi libertad”.
Pero su “presentismo sudamericano”, la atracción de la ciudad y la noche, del alcohol y la homosexualidad, así como la expresión de todo eso en el flujo de la lengua hablada, existe durante este período bajo el control oficioso de la conciencia y el símbolo escrito, y así es como va a seguir hasta el primer lustro de los años sesenta. Es a partir de entonces, a través de un proceso que se extiende a lo largo de esa década y hasta los dos primeros años de la que sigue, que la curva biográfica que estoy describiendo entra en su fase descendente. En un apunte temprano, fechado el 15 de junio de 1959, percibo ya ciertos indicios de desasosiego. Escribe ahí: “Me he dejado llevar. Soy mi propio desconocido. He huido de mi propia medida. No he defendido mi soledad ni mi fortaleza. Recibí la fuerza, he brotado en una rama joven de la especie humana, no me fueron negadas las fuentes. Me fue ofrecida el agua de la cual no he bebido. Parece que no hubiera querido otra cosa que angostarme, agotarme. Cargos y cargas, libros y libras, en lugar de vuelo”.
También los tiempos habían empezado a cambiar, política y culturalmente. Se había abierto ya para esas fechas una era de confrontación, de transformaciones audaces y vertiginosas. Era esto algo que estaba a la vista de cualquiera y en el imaginario de Lucho fue adoptando poco a poco la forma del infierno tan temido. La revolución cubana, la crisis de los misiles, el asesinato de Kennedy, el crecimiento de la izquierda chilena, son acontecimientos que abren oscuras grietas en su conciencia y que son motivo de su continua preocupación de diarista. Hay páginas que significativamente empiezan a mirar hacia atrás, que en 1961 recuerdan por ejemplo con nostalgia acontecimientos ocurridos diez años antes en el sur de Inglaterra. En 1962, refiriéndose al presidente chileno de entonces, dirá que éste “ha abierto el camino a la revolución, democrática o no, legal o no, pero que, en pueblos como los nuestros, que hierven de resentimiento y frustración en todos los sectores, es siempre cruel, injusta, caótica” (8 de enero de 1962). De dos años después es este otro apunte, que también vale la pena entresacar, porque Lucho reitera en él una vieja estrategia y con más énfasis del que sería necesario para creer en lo que dice: “...en buenas cuentas, la sociedad me es ajena. Los grandes momentos que eternizan la vida no son sociales” (3 de mayo de 1964).
Pero la verdad era otra. Las anotaciones del Diario durante los años sesenta mantienen una polémica acerba con el marxismo, una opción de futuro social cuyos ofrecimientos estaban siendo sopesados cada vez con mayor interés en el imaginario chileno de aquellos años y que a Lucho le resultaba inadmisible. En 1964 sus temores aflojan un tanto. Sabemos lo que ocurrió ese año en la vida cívica de nuestro país. Era como si la elección de Eduardo Frei hubiese exorcizado el advenimiento de la “crueldad”, de la “injusticia” y del “caos”, como si el viejo orden, el precario equilibrio de los años cincuenta, siguiese existiendo todavía. Escribe el 12 de septiembre de 1964 “Eduardo Frei fue elegido Presidente de la República. Los marxistas preparan una oposición implacable, aun con terrorismo. El pueblo chileno ha revelado en esta elección una dignidad admirable. Un cierto escepticismo realista lo aleja de las fórmulas dogmáticas, de las esperanzas extremas”. Pero se trataba apenas de una tregua y Lucho y sus colegas de la antigua academia se dieron cuenta de ello tres años después: “Encuentro por la calle a Roberto Munizaga. Me dice que las cosas están malas en la Universidad, todo está muy mal. Eugenio González es uno de los mayores responsables. ¿A dónde vamos? Se acercan las guerrillas. Jorge Millas, en Los Vilos, me aseguraba que todo está inevitablemente mal. Juan Gómez Millas me agrega que las cosas están peor en todas partes” (Octubre de 1967).
El hecho es que su mundo, el mundo en el que Lucho había crecido, en el que había prosperado, en el que se las arregló para jugar a ganador durante por lo menos una década y a cuya eternidad apostó, se estaba cayendo a pedazos; que otro amenazaba reemplazarlo más temprano que tarde; y que en esas circunstancias, renuente a o incapaz de darles acogida en su conciencia a los cambios que estaban sucediendo, ni menos aún de decidir cómo le iba a él en relación con esos cambios, Lucho duda y se repliega. La Universidad ya no era la misma. La política ya no era la misma. La literatura y el arte ya no eran los mismos. Que Lucho no pudo o más bien que no quiso hacerse cargo de ese nuevo set de circunstancias es para mí tan evidente como evidente me es el progreso de su propio desconcierto: “La sensación de estar perdido, perdido de los amigos, de mí mismo, del tiempo”, escribe el l° de abril de 1965. Me explico yo así su salida del escenario chileno a fines de 1965 (a América Central, a México), durante casi todo el 66 (a Portugal, a España, a China) en el 67 (otra vez a México y también al Perú), y luego, por una temporada más larga, entre el 69 al 71, cuando lo encontramos viviendo en Nueva York en calidad de agregado cultural del gobierno de Chile ante las Naciones Unidas. Poco se sabe de estos dos últimos años, porque el segmento del Diario que a ellos corresponde está perdido, pero habría que suponer que, como los otros, esos son años que tratan de demorar un desenlace cada vez más inevitable. Presumo yo que fue en Nueva York, ciudad disolvente si las hay, donde Lucho acabó de cruzar el puente que lo arrojaba de lleno en los brazos de su destino “sudamericano”.
En junio de 1971 vuelve a Chile. Empieza su retorno en Santiago, como quien dice en las llamas del infierno tan temido. Pero pronto se arranca otra vez, ahora en dirección a Valdivia, a la Universidad Austral de Chile, de la que fue el Director de Extensión Cultural durante los últimos meses de su vida y donde yo lo conocí. Las autoridades de esa Universidad se lo habían llevado porque su nombre echaba chispas aún y porque estaban convencidas de que no iba a hacer nada en la oficina que estaban poniendo a su disposición. Se equivocaron. Lucho hizo muchas más cosas de las que esas autoridades deseaban, porque había aprendido acerca del valor de sus responsabilidades académicas en la Universidad de Chile de los años cincuenta y porque por naturaleza no podía dejar de hacer lo que él pensaba que era bueno para los estudiantes y el pueblo de Valdivia.
Pero el descalabro seguía su curso. Omar Lara lo recuerda en un poema “oscilando sin precaución al borde de los roqueríos” (“...y al verme me contaba la historia de todas las plantas, / flores, arbustos, yerbas medicinales, cualquier / olvidable hilacha verde”, continúa Lara en ese bellísimo texto). Las anotaciones del Diario durante el último período son tan profusas como desordenadas. No hay ya reflexión. La pluma de Lucho registra, sobre todo registra. Largas listas de temas posibles, de ideas sin desarrollo, de intuiciones informes. El 23 de noviembre de 1972 empieza la que él mismo designa como su “saison en enfer”: unos vasos de vino por la mañana, la pérdida del conocimiento después, los vómitos de sangre, la asistencia pública y el viaje sin regreso a la Clínica Alemana de Valdivia. En la Clínica, unas horas antes de que se lo lleven a él, presencia cómo se llevan a otro hombre, a un joven que parece un viejo y que ha muerto la noche anterior de cirrosis hepática. Me queda sólo por recordar ahora la mañana de su funeral, el 27 de septiembre de 1972, en el viejo cementerio de Valdivia, y a todos nosotros, los que caminamos detrás de su féretro, chapoteando en el sucio barro de una lluvia reciente.
Ahora bien, ¿cómo concluir mi lectura de esta vida ejemplar chilena? Por lo pronto, reconociendo que en ella habita una doble historia: la de un individuo estupendo, como ha habido muy pocos en este país, y la historia de una cierta clase de intelectuales nuestros, es posible que los últimos de la era moderna. Esos intelectuales creyeron en ciertas cosas, tal vez no muy precisas, pero discernibles pese a todo: creyeron en la filosofía, en la literatura, en el arte, y en la importancia de esas disciplinas en lo que dice relación con un desenvolvimiento pleno de la vida del hombre, esto es, con un despliegue de la misma con toda la dignidad que ella merece y reclama y por el solo hecho de ser lo que es. En un plano más concreto, esos intelectuales creyeron también en la Universidad y en los deberes de ésta y del aparato educativo en su conjunto para alimentar la salud espiritual de la nación. ¿Qué de eso sigue vivo? Sospecho que no mucho. ¿Para bien? Me temo que esta pregunta no tiene una respuesta inequívoca. Pienso por ejemplo que no es malo que una gran parte del proyecto cultural de aquellos años se haya convertido en escombros y habida cuenta de que sus falacias e insuficiencias eran muchas y muy graves. Porque está claro que no había por qué alimentar el amor por la naturaleza con el aborrecimiento de la ciudad, ni el aprecio por la alta cultura con el menoscabo de la baja, ni el deseo de trascendencia con el rechazo de los sentidos y la obsesión del pecado. Ninguna de esas oposiciones era indispensable y Lucho Oyarzún fue en esta materia el cordero del sacrificio de una cultura muy poco a caballo de sus prioridades. Pero también sospecho que no es bueno que esa cultura haya desaparecido por completo, porque al fin y al cabo su mitad generosa era preferible a la escalofriante miseria que hoy día encontramos en circulación.