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El 71. Anatomía de una crisis de Jorge Fornet: celebración y precisiones*

Por Grínor Rojo
Publicado en MERIDIONAL Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos
Número 3, Octubre 2014



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Me parece que lo primero que debo destacar en esta oportunidad es el enorme trabajo de investigación que ha realizado Jorge Fornet para componer su libro. Me impresiona la cantidad de información que acumuló. Se propuso estudiar un año y lo hizo con una paciencia ejemplar: “un año mediocre”, según lo califica despectivamente (6), aunque eso es algo que él mismo se encarga de desmentir cuando en la conclusión agrega una cronología de veinte páginas. Recordemos: en el 71 tiene lugar en Cuba el importantísimo Primer Congreso Nacional por la Educación y Cultura, la matrícula de ese año es la más alta de la historia cubana de la educación (un millón setecientos mil niños en básica), el primer ministro ruso Kosigin está de visita en el país y este se convierte en una potencia deportiva mundial. Afuera, el Apolo 14 y el Apolo 15 alunizan, se celebran los cien años de la Comuna, hay una nueva matanza de estudiantes en México, en Chile el presidente Salvador Allende nacionaliza el cobre y el poeta Pablo Neruda recibe el Premio Nobel de literatura, mientras que los Estados Unidos están poniendo término a la era de la convertibilidad del dólar y metiéndose con eso en un tobogán de deterioro del que hasta ahora no han podido salir. Todo ello y mucho más está registrado y comentado en este volumen, en cuyo centro nos encontramos, sin embargo, con un individuo y un acontecimiento que eran de mucho menos envergadura que todo lo anterior, pero que a pesar de eso tuvieron la potencia suficiente como para provocar, en el campo intelectual cubano, latinoamericano y mundial, un verdadero terremoto. Estoy aludiendo, como ustedes lo habrán adivinado, al poeta Heberto Padilla, a su encarcelamiento de treinta o más días por actividades contrarrevolucionarias, entre marzo y abril de 1971, y sobre todo a su confesión autocrítica del 27 de abril. En esa confesión, Padilla se rasgó las vestiduras, autoincriminándose, autoenlodándose, arrastrándose por los suelos y arrastrando a sus colegas y a su propia mujer, como tal vez no haya un caso semejante en toda la historia latinoamericana de los intelectuales.

Fue, evidentemente, una farsa cuyo objetivo no era otro que generar un escándalo de proporciones que comprometiera el prestigio de la Revolución:

Yo, bajo el disfraz de un escritor rebelde, lo único que hacía era ocultar mi desafecto a la Revolución… yo he tenido muchos días para discutir estos temas, y los compañeros de la Seguridad del Estado no son policías elementales, son gente muy inteligente, mucho más inteligente que yo… yo me consideraba un intocable típico, como esos escritores en los países socialistas que escriben libros, los publican clandestinamente fuera de su país y se convierten en intocables… y no digamos las veces que he sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual nunca realmente me cansaré de arrepentirme.

Etcétera. La abyección, como ustedes ven, no puede ser más gruesa. Tan gruesa como para que nosotros dudemos de su honestidad, para que cualquier persona medianamente inteligente pueda poner este discurso en tela de juicio, o sea, como para no percatarnos de que se trataba de un fraude, de una puesta en escena deliberada y con un destinatario previsto de antemano, uno que estaba más allá de las puertas del auditorio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, que fue donde el acto de expiación tuvo lugar. Mirado desde hoy, a mí me asombra que todo eso haya causado el revuelo que causó. Ni el personaje ni sus acciones merecían la atención de que fueron objeto. Ni la que les dispensó la “inteligente” Seguridad del Estado cubano, por una parte, ni menos la que a Heberto Padilla le brindaron sus amigos nacionales y extranjeros, por la otra.

Un cahuín menor, en suma, en el mejor de los casos materia para una mala novela. Permítanme a propósito de esto una pequeña extrapolación. Yo estoy terminando, en estos días, un ensayo sobre Ruido, la (esta sí) muy buena novela de Álvaro Bisama acerca del vidente chileno que durante los años ochenta sostenía conversaciones con la Virgen María en un cerro de Villa Alemana, un fulano cuyos prodigios fueron, como se recordará, el comidillo de aquella época, además de estar respaldados por los funcionarios de la dictadura pinochetista, quienes procuraban de ese modo desviar la atención tanto de los crímenes del régimen, cada vez más visibles para el ojo público, como de las protestas que desde el 83 en adelante reclamaban su fin. Bisama vuelve sobre todo eso, pero no sin advertirnos que el protagonista de su novela era, en realidad, un “pendejo medio huevón”. Dicho de otra manera, para este novelista el hacedor de los milagros es, en y por él mismo, indigno de la novela que lo tiene como protagonista. Es apenas un pretexto o, si ustedes lo prefieren, es solo la catapulta que pone en marcha un motor narrativo cuyo combustible está en otro sitio.

Parecido es lo que ocurre con el affaire Padilla. Él, el poeta que se golpea el pecho, no nos interesa. Nunca debió interesarnos. Él es, era, también, un pendejo medio huevón. Necesariamente hay, tiene que haber habido, entonces, por detrás del affaire, otros factores de los que aquel fue solo un síntoma. Y en efecto los hubo y el excelente libro de Fornet se encarga de mostrarlos. Por mi parte, voy a ocuparme en lo que sigue de solo dos de ellos.

El primero tiene que ver con la construcción socialista y, muy particularmente, con la construcción socialista en Cuba. Yo siempre he pensado que el socialismo cubano es marxista y universalista a medias y que en la otra mitad es martiano y por lo mismo, nacionalista y latinoamericanista, de manera tal que en su despliegue histórico camina bandeándose, tironeado a veces para un lado y a veces para el otro. Para 1971, a mí me queda claro, y Fornet me entrega los datos que me permiten corroborarlo, que el lado martiano, nacionalista y latinoamericanista retrocedía y avanzaba el universalista y marxista. La visita del primer ministro ruso en el mes de octubre no tiene nada de accidental. Cualesquiera sean las razones, económicas principalmente, la euforia del socialismo a la cubana y a la latinoamericana, que a los jóvenes de los años sesenta nos llenó la imaginación, se debilitaba. Cuba entra entonces en la que a algunos ha de haberles parecido la edad de la razón, estrechando sus vínculos con la Unión Soviética y, lo que es más grave, sus vínculos con el modelo soviético de construcción socialista. El indicio más claro de los nuevos tiempos fue el enfriamiento del revolucionarismo sesentero y la adhesión al principio de la coexistencia pacífica. No sin las transgresiones consabidas, por supuesto, como lo probaría pocos años después el involucramiento cubano en las guerras africanas de liberación.

Pero en el 71, el traslado a Cuba del modelo del socialismo soviético se intensificaba. Y lo más grave de todo es que ese era un modelo que hacía rato que había hecho un par de apuestas erróneas, ambas tributarias de un marxismo deformado. Una de ellas es la que dice relación con la construcción del socialismo en un solo país, la Unión Soviética, construcción esa que fue propuesta y que iba a ser asumida como un paradigma al cual todos los demás países que se vieran enfrentados con la coyuntura de edificar el socialismo debían atenerse. Desde la Unión Soviética, sobre la base de ese modelo y no de otro, el socialismo iba a regarse después triunfante sobre el resto del planeta. El primer deber de un comunista, en tales circunstancias, donde quiera que él o ella estuviese parado/a, en Vladivostok, en Melipilla o en La Habana, era defender la existencia del único socialismo posible. Cualquier objeción, cualquier discrepancia, se convirtió en herejía.

La segunda apuesta se expresa con la tesis según la cual el desarrollo a full de las fuerzas productivas, que era lo que en treinta años le había permitido a la Unión Soviética transformarse desde un país de segunda clase en una potencia mundial, era la clave de la economía marxista y del marxismo en general. Ese era Marx, ni más ni menos. Marx había descubierto que el socialismo es mejor que el capitalismo porque produce más y más rápidamente. Así, de la mano de ese Marx productivista, la economía soviética crecía y seguiría creciendo a paso firme hasta superar de manera inevitable a la economía estadounidense. Ergo: la revolución era un esfuerzo inútil; lo único que había que hacer era esperar. La fruta iba a caerse del árbol más temprano que tarde.

Todo eso procesado y practicado en los mismos momentos en que la economía de Estados Unidos estaba viviendo su época de oro y cuando la Unión Soviética, después de la muerte de Stalin, en 1953, y más aún después de las revelaciones de Krushev, en 1956, sobre las atrocidades del gobierno del susodicho, mostraban que no todo en la edificación del socialismo soviético era miel sobre hojuelas. El derrumbe posterior de la Unión Soviética se asocia con esto sin ninguna duda, con el mecanicismo economicista y con el descuido consecuente en la formación de las conciencias revolucionarias. Y lo cierto es que los intelectuales del Partido, o sus simpatizantes, no lo vieron o no quisieron verlo, y se contentaron con el producto ideológico primario, ése que ellos adoptaron y transmitieron como un coro monocorde en cuanto congreso y en cuanta publicación pudieron colarse. He ahí el origen profundo del discurso de la campaña por la paz. Que los intelectuales que la hacían suya creían en la paz, que no estaban engañando a nadie, me parece que es un aserto que no admite discusión. Eran sinceros, y sinceramente no deseaban que estallara en el mundo otra guerra, esta vez una con características apocalípticas. Pero que la campaña por la paz que ellos encarnaban no se hacía solo para satisfacer sus buenos deseos, sino que era el producto de un planteo teórico previo –y equivocado–, tampoco es algo que admita discusión.

El modelo soviético, entonces, el que llamaba a la defensa del socialismo en la Unión Soviética y de rebote a la defensa del socialismo en Cuba, era el que se estaba imponiendo a la sazón, a no importa qué precio, incluido el del encarcelamiento de un poeta que era un pendejo medio huevón.

El otro tema con que nos enfrenta el libro de Fornet, y que para quienes estamos hoy en esta sala es de la mayor importancia, es el del estatuto de la creación artística en el marco de la construcción socialista. La historia de la modernidad capitalista es, como bien lo sabemos, la historia de la autonomización de sus prácticas y de la agrupación de las mismas en compartimentos estancos. La raíz última de este fenómeno no es otra que la división del trabajo en el mundo capitalista. O, dicho de otra manera, el incremento de la productividad, el “crecimiento necesario” mediante esa división de las prácticas y esa especialización de las personas. Nos especializamos más y somos así más productivos. En el ámbito de la producción material esto es bastante evidente; en el de la producción simbólica puede que no lo sea tanto, pero lo cierto es que a mediano o largo plazo acaba ocurriendo lo mismo ahí también. La frase de Andrés Bello, con la que se refocilan a menudo mis compatriotas, según la cual “todas las verdades se tocan”, podía ser acreedora de una pizca de credibilidad en el polvoriento Santiago de Chile de mediados del siglo XIX, pero no hoy día. En la “alta” modernidad, las prácticas y sus campos están delimitados nítidamente y a lo que se tiende es a que ellos se desarrollen de acuerdo a una lógica propia. El resultado es que no hay que confundir las peras con las manzanas, que no hay que confundir la religión con la filosofía ni el arte con la política.

Con esto quiero decir que, mirado desde afuera de la Revolución cubana, el control ideológico de la producción estética, un control que no había existido o había existido mínimamente durante los años sesenta y que por lo mismo le había atraído al proceso revolucionario la adhesión indistinta de moros y cristianos, pero que ahora, en la nueva oscilación de ese péndulo teórico al que me referí más arriba, empezaba a intensificarse, era una aberración. Los intelectuales que a propósito del caso Padilla criticaron a Cuba desde el exterior lo hacían no solo por los motivos gremiales o personales que son de imaginar, porque a ellos no les gustaba que el Estado se metiera en sus cosas y les dijera lo que tenían que hacer, sino porque su condición de artistas y escritores que estaban ejerciendo sus oficios en el espacio de la modernidad burguesa los llevaba a adoptar esa posición indefectiblemente. Para ellos, la autonomía de su práctica y la del campo de la misma era lo obvio, lo indiscutible, lo dado. Más aún cuando estamos hablando aquí de la “alta” modernidad burguesa, o sea de la modernidad madura, la de Nueva York o París, Londres o Barcelona. Todavía a fines del siglo XIX, el Estado francés podía pedirle cuentas a Flaubert por la moralidad de Madame Bovary. A principios de la década del setenta del siglo XX, eso se había tornado impensable u obsceno.

Pero, ¿y en Cuba? Es decir no en la modernidad madura sino en la no modernidad subdesarrollada y acosada, y que estaba tratando de salir de la no modernidad, del subdesarrollo y del acoso por la vía socialista ¿Era posible defender en este escenario un principio que tenía su espacio natural en el otro? No estoy seguro, pero tengo dos o tres ideas que voy a compartir con ustedes. Entiendo cuál es el giro histórico que estaba entonces emprendiendo la isla, cuando, abrumada por los malos resultados económicos y agredida por el imperialismo, la conducción política tuvo que reevaluar sus estrategias. Eso es cierto y forma parte de las justificaciones del endurecimiento, de las razones del “quinquenio gris”, como lo llamó Ambrosio Fornet en un texto célebre. No obstante, quedaba abierta la paradoja que, según cuenta Jorge Fornet, formuló Arturo Arango: el proceso sovietizador de la sociedad cubana estaba coincidiendo en 1971 con el rechazo a la lógica burguesa en lo referente a la posición de los intelectuales, pero de este modo se constituía también, por arte de birlibirloque, en una reafirmación de la identidad nacional y en una crítica a la sovietización entonces en curso. No de otra manera se explica el martiano Caliban, de Roberto Fernández Retamar.

Ahora bien, si esto es así, entonces hemos dado con una de las principales recurrencias en la historia intelectual de América Latina: la de la relación que nuestra cultura periférica tiene o puede tener con la modernidad central. Mi opinión a este respecto es que, sin abjurar del discurso de la modernidad sino que eligiendo de ese discurso su dimensión emancipadora, esto es, el igualitarismo social y la solidaridad moral –que son dos atributos que considero prioritarios e irrenunciables–, los latinoamericanos tenemos el deber de construirnos nosotros a nosotros mismos y que la única lógica correcta es, en estas circunstancias, la lógica histórica. Con la modernidad emancipadora como meta, pero sin abstracciones, sin creernos ciudadanos de unas repúblicas “aéreas”, como dijo Bolívar en su tiempo, sino que con un claro diagnóstico de cuáles son nuestras necesidades concretas en cada coyuntura, es como los latinoamericanos hacemos política, incluida la política cultural. Queremos una amplia libertad para la creación intelectual, sí. Queremos que nuestras empresas emancipadoras tengan el mejor resultado posible, también. Solo la compatibilización de una demanda con otra, la de la libertad creadora del intelectual con las necesidades del pueblo todo, sin perder de vista la meta de la emancipación y habiéndose hecho una evaluación sensata de las condiciones imperantes en la coyuntura histórica del caso, podrá permitirnos sortear este viejo dilema con algún grado de éxito.

Le agradezco a Jorge Fornet por su espléndido libro y por la oportunidad que me ha dado de conversar con ustedes acerca de al menos dos de los muchos temas que en él se abordan. En una época en que se llama a cualquier cosa estudios culturales, este libro entronca con una tradición propia y relevante sobre esta materia, con una tradición latinoamericana, que nos viene desde el siglo XIX y que en el XX cuenta con figuras de tanto valor como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Ángel Rama y Roberto Fernández Retamar.

 

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* Presentación del libro de Jorge Fornet. El 71. Anatomía de una crisis. La Habana: Instituto Cubano del Libro/Editorial Letras Cubanas, 2013, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, el lunes 28 de abril de 2014.


 

 

 

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