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Las armas de las letras o el poder de la poesía
(más una coda sobre los desafíos actuales de la poesía chilena)

Por Grínor Rojo
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Un par de los elementos que caracterizan el orden social moderno son, como todos sabemos, la secularización creciente de la vida cotidiana y la no menos creciente profundización de la división del trabajo. En virtud de este segundo fenómeno es que se produce una compartimentalización de la cultura en campos distintos y múltiples. Con lo que quiero decir que la cultura baja por fin, en la época moderna, desde la mansión de los dioses hasta la casa de los hombres y que mientras mayor es la división del trabajo más pequeño es el sitio que a ella y a cada una de la prácticas que ella comprende se les reserva dentro de la infinita diversidad de las que forman la trama social. El resultado es que no adelantaremos mucho en este ensayo reiterando, a la manera de los materialistas culturales ingleses, como Williams o Thompson, que la cultura es entre nosotros el espacio donde las prácticas sociales, todas las prácticas sociales, acontecen, y concluyendo, como bien dice Jameson (1995), que “todo” en nuestra vida social, “desde el valor económico y el poder del Estado a las prácticas y a la estructura misma de la psiquis, deviene hoy por hoy ‘cultural’ en algún sentido nuevo y todavía no teorizado” (48). En el fondo, la cultura genérica o antropológica, sobre la cual les interesa a los ingleses poner el acento y que es la misma a la que Jameson apunta (Culture and Society de Williams, que se publicó en 1958, contiene, en más de un sentido, una respuesta al aristocratismo de las Notas para la definición de la cultura de Eliot, que es de diez años antes), no es la misma de la que estamos hablando nosotros, pues para ellos el despliegue de la actividad cultural no es mucho más que un despliegue de la costumbre o el hábito.

Pero la cultura es también, en el mundo moderno, una práctica (o un conjunto de prácticas) especializada, y no hace falta ser un secuaz del aristocratismo del autor de Tierra baldía para que convengamos en ello. A este respecto, puede que no constituya una ofensa a la buena educación de los lectores recordarles aquí que la división del trabajo y las compartimentalizaciones consiguientes fueron teorizadas por primera vez en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII, en la filosofía de Kant, cuando en la Crítica del juicio éste separó los campos amplios y sustantivos que en el mundo moderno pertenecían a la ciencia, la moralidad y la ley del no tan amplio y no tan sustantivo que ahí mismo delimitó para el arte. Si en los tres primeros campos lo que se despliega son prácticas representacionales serias y del más alto rango, como el conocimiento del universo y la regulación del comportamiento de los hombres entre ellos y dentro del cuerpo de la nación y el Estado, lo único que el proyecto kantiano concede que podría provenir desde el costado de la representación artística es una excitación de los sentidos. No otra cosa es lo que se nos deja saber en las primeras páginas de la Crítica del juicio, cuando Kant (1952) prepara el departamento dentro del cual poco después él va a domiciliar al arte. Escribe entonces: “ese lado subjetivo de la representación, que es incapaz de llegar a ser un elemento de cognición, es el placer o el displacer que se conecta con ella; a través de él, yo no conozco nada del objeto de la representación, aunque él puede ser fácilmente el resultado de la operación de una u otra cognición” (29). (N. de autor: El subrayado es suyo)

Con el desplazamiento funcional que acabo de esbozar, que es un desplazamiento de la práctica del arte (la de todas las artes, y la del arte de la poesía en particular) y sus agentes desde el ámbito de la historia premoderna al de la historia moderna, lo que se ha producido es un fenómeno doble de separación y reducción. El arte se desprende y distancia de sus antiguas faenas consagratorias, que en lo sucesivo van a ser del cuidado y responsabilidad de la religión, tanto como de la búsqueda de la verdad, que es algo que en el nuevo orden de cosas le estará destinado a la ciencia, así como también de la formalización de la conducta, lo que se constituye en el tema de la moralidad y la ley. Al cabo de este ajuste de cuentas, el radio de pertinencia de los quehaceres artísticos se angosta ostensiblemente quedando circunscrito a unos trabajos asaz modestos, y que la historia misma que se los confía al artista no siempre estima que deben considerarse como tales. La presunción de los burgueses que ahora se han hecho cargo de esa historia es que las del artista son actividades improductivas, esto es, supernumerarias o de pura entretención, y que por lo tanto no merecen los desvelos de las personas sensatas. Es esa la mirada empequeñecedora que los nuevos tiempos arrojan también sobre el trajín de los poetas, y aunque éstos no la compartan (tampoco algunos teóricos importantes, de Schiller a Hegel y Adorno) y se rebelen contra ella, es con ella, como quiera que sea, que van a tener que convivir en los tiempos de la modernidad.

El modo de convivir con los recortes que la burguesía le hace al arte sin morirse de pena es manteniendo, contra viento y marea, un contacto o al menos el ademán de un contacto con la trascendencia. Pero, aun cuando algunos filósofos de campanillas como Martin Heidegger lo reivindiquen y recomienden en los términos de una panacea ontológica indispensable para la salud espiritual de los modernos, lo cierto es que para esos mismos modernos éste es, no puede menos que ser, un vínculo de segundo orden, incluso vergonzante, y por lo tanto no es raro que el propio poema lo asuma con una dosis grande de escepticismo y lo exprese sólo de una manera negativa. Estoy pensando en la resistencia del significante a convertirse en el vehículo de un significado al que se habrá juzgado convencional y desechable de antemano, haciendo el poeta entonces que su poema se doble sobre sí mismo, que se zambulla en los recovecos de su sustancia lingüística, para así buscar y descubrir, dentro de ese fondo presumiblemente reacio y definitivamente no automatizado del signo, una traza del paraíso perdido o por ganar. Esta apuesta a un fondo virginal de la palabra, a la existencia de un fundamento primero y último, que estaría por debajo de la significación o de las significaciones y que la poesía se las habría arreglado para preservar mágicamente en medio de la degradación y el despojo generalizados; es la apuesta de Heidegger desde luego, pero también es, creo yo, la que alimenta las reflexiones de los llamados teóricos formalistas. Por ejemplo, la de los formalistas rusos y los funcionalistas checos, que en sus investigaciones partieron de la base de que sí, que la poesía era un lenguaje en efecto, pero un lenguaje que no tenía nada que ver con el que ellos empleaban en la cocina de sus casas. Leemos en las Tesis checas de 1929: “Es necesario elaborar principios de descripción sincrónica de la lengua poética, evitando el error, cometido a menudo, que consiste en identificar la lengua de la poesía y la de la comunicación” (Mathesius, Mukarovsky, Jakobson, Troubetzkoy, s/f: 28). Parecida es la perspectiva de Paul Valéry (1998), quien argumenta en 1935 que “El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que lo hacen la costumbre y la necesidad” y que “la imposibilidad de reducir a prosa su obra, de decirla, o de comprenderla en tanto que prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales la obra no tiene poéticamente ningún sentido” (42). (N. del autor: Los subrayados son suyos). Ese es, sin duda, el retorno de la idea de la lengua poética como una lengua otra, distinta de y a la vez superior a las demás, pero no por lo que con ella se dice sino por el cómo lo dice. Con algunos matices que les son peculiares, no cuesta mucho comprobar que la opinión de los rusos, los checos y la de Valéry será compartida después por pensadores tan distintos como Roman Jakobson y Paul de Man.

Por otro lado, los poetas modernos han acudido también a los cantos de sirena de la especialización, ejercen su práctica con el convencimiento de que eso que les empuja la mano es una fuerza misteriosa de la que ellos (y sólo ellos) disponen, una fuerza que se actualiza por medio de ciertos estados de gracia y a través de unos ensalmos que son comunicables sólo o de preferencia a las almas gemelas. Entre esas almas gemelas, las de los colegas son, por razones que al parecer no requieren de mayores explicaciones, las más gemelas de todas, y van a seguirlo siendo de una manera que será cada vez más restrictiva durante el tránsito que conduce del romanticismo al simbolismo a la vanguardia y a la posvanguardia. Pierre Bourdieu (2002) describe desmitificadoramente este proceso cuando habla de la declarada voluntad de los creadores literarios europeos, desde el romanticismo en adelante, “de reconocer solamente a ese lector ideal que es un alter ego, es decir, otro intelectual, contemporáneo o futuro, capaz de seguir en su creación o comprensión de las obras, la misma vocación” (15). En la literatura latinoamericana, se trata de una actitud que alcanza su primer momento de auge con el Rubén Darío de Prosas profanas, el que nos advierte que su literatura es suya en él, y nada más que en él, y que el único otro que con algo de suerte podría prestar oído a sus canciones es su compadre “el ruiseñor” (Darío, 1977). Pero aun antes de eso recordemos nosotros que el romántico colombiano Jorge Isaacs (1966) les había dedicado su María “a los hermanos de Efraín”, y el buen lector de esa novela se percata en el acto de que una red de presuposiciones y complicidades se ha tendido entre Isaacs, su personaje y los lectores ideales que participarán de la anécdota contada, es decir, aquéllos cuyas propias historias de vida son “hermanas” de la historia de Efraín (“mon semblable, mon frère”, es lo que exclama, tocando en esta misma cuerda, el autor de Les fleurs du mal [Baudelaire: 1986: 28]).

Ahora bien, algunos pueden considerar que es un acontecimiento paradójico el que no obstante su sectarismo confeso la novela poética de Jorge Isaacs haya acabado transformándose en un best seller transepocal del sentimiento (lo mismo sucederá con los poemas de Darío poco tiempo después, dicho sea de paso, cuando los declamadores aficionados o de oficio se apoderen de ellos y los expriman ad nauseam). Pero yo opino que la paradoja en cuestión no es ni infrecuente ni de difícil despeje. Primero, porque los poetas modernos habitan también, aunque eso poco les agrade y porque no tienen manera de evitarlo, en el territorio de la productividad capitalista. Por eso, o la práctica poética se asocia en sus conciencias con un modo de existir esquizofrénico, con el día y con la noche, para decirlo con una metáfora que no por ser un tópico romántico deja de tener un fondo de verdad (“Como hombre he vivido en lo cotidiano; como poeta, no he claudicado nunca”, se jacta Darío -1977- en las “Dilucidaciones” de El canto errante, en tanto que el Neruda -1987- de la segunda Residencia habla de el “día lunes que arde como el petróleo” y que lo ve llegar a la oficina con su “cara de cárcel”), o sencillamente se la libera de los deberes de la luz y se le permite deslizarse por los corredores de la sombra o, dicho con otras palabras, por los antros tenebrosos de la destitución y el abandono: “asumen la mirada congeladora que les dirige la sociedad como único medio de recuperar una jerarquía de signo contrario, y son decadentes, borrachos, sucios, asociales, improductivos, en el sentido que el medio le confiere a la palabra” es lo que escribe Angel Rama (1970: 59) en Rubén Darío y el modernismo... La bohemia es, por supuesto, el estilo de vida que abarca y nombra el conjunto de las desobediencias a las que Rama se refiere en esta cita. Es ese el “falso azul nocturno de inquerida bohemia” (Darío, 1977) del que hablaba el doliente Rubén de los años postreros y en cuyo culto de dulce y de agraz lo acompañaron tantísimos de sus predecesores metropolitanos y sucesores regionales hasta por lo menos los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. De todas maneras, ahí es donde hay que ir a buscar las dos posibilidades que a los poetas les suministra la carta de navegación con la que ellos se adentran en las aguas equívocas de la modernidad.

Pero, en segundo lugar, si eso es o ha sido posible, ello se debió a que la modernidad lo quiso. Ocurre que el sujeto moderno es él mismo un sujeto nostálgico y profético a la vez. Esto significa que es un personaje enormemente contradictorio, que chapotea en el basural del presente, como a todos nos consta y algunas veces por experiencia propia, que en ocasiones hasta se precia de hacerlo, por lo pronto cada vez que el negocio se antepone a la poesía —y la novela es pródiga en testimonios al respecto—, pero que también conjetura que, antes o después del basural del presente, en algún jardín que por cierto no es el suyo, ha de haber algo que es un poco o muy mejor.

Todo parece indicarle al sujeto moderno que ese algo mejor existió alguna vez en el pasado o que podría existir, de nuevo u originalmente, en el futuro. De hecho, flanerean por su barrio unos fulanos un tanto estrambóticos que se ríen de él, que se burlan de sus ocupaciones, ésas que son tan mezquinas, tan monó- tonas y tan insatisfactorias, y que aseguran encontrarse ellos en posesión de un pasaporte que les autoriza la entrada en aquel otro mundo, en un mundo alternativo que estaría hecho de verdades que resuenan como cántaros. Esos fulanos son los poetas. El sujeto moderno no les impide que se dediquen a lo suyo porque le llama irresistiblemente la atención ese visado de acceso a la trascendencia del que le soplan ser portadores, y porque además se da cuenta, cuando es astuto y no pocas veces lo es, de que reducirlos kantianamente es matarlos y que esa muerte es también la muerte de una parte de sí mismo. Así, cuando el sujeto moderno contrata a los poetas para que toquen el organillo en los saraos capitalistas (como en “El rey burgués”) o cuando los poetas lo tocan por necesidad o por gusto, porque eso es lo que deben o lo que quieren hacer, puesto que piensan que ésa es su obligación republicana; o bien para conseguir determinadas prebendas (alguna subjefatura de servicio público, alguna asesoría en algún ministerio, algún puesto de tercer secretario en alguna embajada, alguna más o menos interesante recompensa oficial), de acuerdo a cualquiera sea la estrategia que para tales fines empleen, su virtud (su poder), desaparece.

Por eso, yo considero que la solución para el poeta de hoy consiste en emular no tanto la teoría como la práctica dariana, ocupando en la sociedad aquellas posiciones cuya eficacia la lógica del capital desconoce o desdeña pero que no logra suprimir por completo porque, en rigor, no las puede ni las quiere suprimir. Esas posiciones no sólo no tienen nada en común con el amparo metafísico que al poeta le estarían dispensando algunos dioses que escaparon al filo de la guillotina moderna, manteniendo su antigua fidelidad por los acordes de la lira, sino que éste las va a encontrar sólidamente establecidas sobre los puntos asistémicos que devienen para él detectables en el interior del sistema. Más precisamente: sobre los puntos de contradicción que han sido originados por las operaciones mismas del sistema, por su propia legalidad empobrecedora, y que por lo tanto no se encuentran fuera del mapa del discurso, como pregonan los propagandistas de la escritura en los “márgenes”, en los “bordes”, en el “entre lugar” u otras lindezas del mismo tenor, que no son sino un reflejo del desencuentro que tales personas mantienen consigo mismas, sino que están insertos en el adentro de ese mapa, pero como el factor de su negación o, en todo caso, como el factor de la negación de todo aquello que le confiere al statu quo su homogeneidad degradada. Si el poeta de hoy no se percata de esta dialéctica, a mí me parece que está frito, que sus preferencias son y que seguirán siendo las mismas que se registran en la superficie mimética de los cuentos de Azul...: o el servicio del príncipe, cualquiera que éste sea, o el aislamiento paralizante, la bohemia, la autoanulación y, en el último capítulo de este tramposo derrotero, el silencio y la muerte.

Tampoco cabe pensar que las estrategias de perfume derridiano constituyen un antídoto aconsejable. Me refiero ahora a esas estrategias que nos hacen ver que las contradicciones están ahí, que son contradicciones reales y que, como si eso no bastara, poseen un carácter jerárquico y opresivo pero sin que sea posible erradicarlas y que lo que hay que hacer en cambio es “deconstruirlas”, exponiéndolas al bochorno público en el mejor de los casos. Esta especie de lucidez ecléctica, que no se resuelve en una síntesis superior, a mí no me convence en lo más mínimo. Cuando no es servicial para con los designios del sistema, ella representa una suerte de rebeldía deficitaria, verdadero coitus interruptus en el desarrollo de una posible trayectoria de cambio. Se trata, por lo tanto, de entender que “lo visible” no es lo que es y, aún más concretamente, de entender que eso que es tampoco es dueño de una cualidad a la cual no se pueda desenmascarar y desafiar eventualmente. Por el contrario, lo que es no existe sin la amenaza desestabilizadora de las contradicciones que le son consustanciales, de esas que lo cruzan desde adentro y que lo fragilizan por necesidad.

En definitiva, aceptemos de una vez por todas que no hay más mundo que el mundo ni hay más espacio del discurso que el espacio del discurso. Pero al mismo tiempo entendamos que ni el mundo ni el discurso acerca del mundo son lo que ellos pretenden ser y que, por el contrario, para fijar el empaque monolítico y confiado con que se aparecen frente a nosotros, ambos necesitan negar, necesitan excluir, y que en esa negación, en esa exclusión es donde se aloja la oportunidad de una segunda, de nuestra segunda, negación.

Para el poeta chileno actual (para los que lo son de veras, en cualquier caso), el saldo de nuestras observaciones nos está sugiriendo que éste ha de caminar sobre el proscenio recién descrito con pies de plomo. La circunstancia que vivimos los chilenos contemporá- neamente es aún más embustera que la que se vivió durante los años de El Capitán General. Chile ha entrado desde hace ya un rato largo en un período de su historia marcado por el signo de la reacumulación capitalista, lo que obliga al sistema económico imperante a extenderse más allá del radio de funcionamiento que le es propio y con una avidez a la que nada detiene. Una de las zonas donde este nuevo sesgo del capitalismo chileno se siente (y se resiente) con mayor energía es la de la producción cultural y, más ceñidamente aún, la de la producción artística. El productor chileno de arte es cada vez más un productor de bienes para el mercado, su producto es una mercancía y el receptor es un consumidor de objetos por cuyo disfrute ha pagado un cierto precio. Y esto es algo que se lleva a cabo en nombre de un nuevo modelo de ciudadanía, el que estaría basado precisamente en los placeres que a la población le depara su afición por el consumo, unido al goce de la más amplia libertad gracias a un diestro ejercicio del zapping.

De ahí que la circunstancia que hoy vivimos sea especialmente engañosa, porque es más hipócrita, porque nos dice que es lo que no es. Recordemos que en los años de El Capitán General el poeta Zurita pudo escribir sus excelentes dos primeros libros, donde acorralada por el terror la metáfora del cuerpo herido era el corazón de la página y de una manera que no admitía duda alguna respecto de su potencia y pertinencia. Todo eso mientras que Tomás Harris daba forma a las varias secciones de su no menos excelente Cipango, en el que un muchacho beodo y delirante descubre las “zonas de peligro” que brillan en los rincones interdictos de la ciudad periférica. Elvira Hernández, entre tanto, nos hacía ver poco después las operaciones siniestras con que, apelando a la “amodazada” bandera de Chile, justificaban sus actos los asesinos y torturadores. Me atrevo a asegurar que no encontraremos nada que sea comparable a esos libros espléndidos en la etapa antiheroica que hoy día padecemos. Los viejos poetas republican tesoneramente las epifanías neosimbolistas y los artefactos pop que ellos pergeñaron en y para otras primaveras, mientras que los nuevos se debaten en un estado de perplejidad que más que una fase transicional nos produce muchas veces la sensación de estarse transformando en un callejón sin salida.

Porque en el Chile de los años ochenta, noventa y más aún en el de los dos mil los puntos asistémicos que anidan en el interior del sistema son cada vez más escurridizos, menos detectables, y no porque hoy haya menos de los que hubo en el pasado sino porque se metamorfosean, porque se borran, porque nos eluden. Al poeta chileno de este tiempo lo visita entonces la tentación de la renuncia, esto es, el llamado al reconocimiento de la imposibilidad contemporánea de realizar su tarea de la manera en que él entiende debe realizarse, por una parte, y eso con la zanahoria consiguiente de una nueva “carrera” como “animador cultural” en alguno de los “medios” que se encuentran listos para darles un empleo más lucrativo a sus talentos (o como “asesor cultural”, lo que es aún peor. Tal era en los relatos de Darío la función del “filósofo al uso”, de la “alondra” y el “burro”). Por otra parte, se sigue exhibiendo perturbadoramente expuesta frente a sus ojos la alternativa del suicidio y no sólo eso, ya que ella se viste en las circunstancias actuales con los oropeles de un falso heroísmo. Es la misma alternativa ante cuyo turbio embeleso cedieron los jóvenes Armando Rubio y Rodrigo Lira hace un cuarto de siglo, en medio de la barbarie de la dictadura pinochetista, pero peor, convidando ahora al poeta a hacer un mutis espectacular del escenario de El Burgués, de un escenario que a causa de ello queda sólo para ese Burgués y aprovechándose este último de la franquicia que los liróforos suicidas le regalan con el gesto de su inmolación. Eduardo Llanos Melussa (2000), que ha estudiado este tema porfiadamente durante años, y que por eso sabe muy bien lo que dice, nos informa que “sólo en nuestro idioma existen unas seis antologías de poetas suicidas” y que en lo que respecta a Chile sus investigaciones arrojan “la friolera de unos veinte casos”. Concluye diagnosticando que “lo que parece hacernos falta es una lectura integradora, capaz de asumir que ellos fueron víctimas y victimarios de sí mismos, tanto como de una cultura que no sólo ha disociado el arte y la vida, sino que además se siente insatisfecha y acaso culpable de tal compartimentalización” (117, 121-125). El hecho es que, aun cuando se ejecute en nombre de un hipotético redescubrimiento futuro, lo cierto es que nada de esto es, cuando sacamos bien las cuentas, otra cosa que una mueca de consentimiento para con la sospecha de la propia redundancia.

Ninguna de tales opciones a mí me parece apetecible, en consecuencia. Ni bufones en casa rica ni bonzos tibetanos, de esos que se prenden fuego en el altar del capital, los poetas chilenos de nuestro tiempo debieran saber que para protegernos de los empresarios, de los tecnócratas, de los burócratas, de los curas, de los políticos, de los soldados, de los futbolistas, de los ingenieros comerciales y los comunicólogos, nosotros, los habitantes de este país, los necesitamos a ellos hoy día más que nunca, que ellos son, que bien pudieran ser, la última y tal vez la única tabla de salvación que nos queda en esta hora de tantos y tan lastimosos naufragios.

 

 

Bibliografía

- Baudelaire, Charles (1986). “Au lecteur” en Poesía completa. Edición bilingüe. Barcelona: Río Nuevo.
- Bourdieu, Pierre (2002). “Campo intelectual y proyecto creador” en Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto. Traducción de Alberto de Ezcurdia, Ramiro Gual, Violeta Guyot, Jorge Dotti y Néstor García Canclini. Buenos Aires: Montressor.
- Darío, Rubén (1977). Poesía. Ángel Rama, Ernesto Mejía Sánchez y Julio Valle-Castillo (eds.). Caracas: Ayacucho.
- Isaacs, Jorge (1966). “A los hermanos de Efraín” en María. México: Porrúa.
- Jameson, Fredric (1995). Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism. Durham: Duke University Press.
- Kant, Immanuel (1952). The Critique of Judgement. Traducción de James Creed Meredith. Oxford: Oxford University Press.
- Llanos M., Eduardo (2000). “Poesía y suicidio en América Latina”, en Praxis. Revista de Psicología y Ciencias Humanas 2 (117,121-125).
- Mathesius, Mukarovsky, Jakobson, y Troubetzkoy (s/f). “Círculo Lingüístico de Praga. Tesis de 1929”, en El Círculo de praga. Traducción de Ana María Díaz y Nelson Osorio. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso.
- Neruda, Pablo (1987). “Walking around” en Residencia en la tierra 2. 1931- 1935. Residencia en la tierra. Edición de Hernán Loyola. Madrid: Cátedra.
- Rama, Angel (1970). Rubén Darío y el modernismo. Circunstancia socioeconómica de un arte americano. Caracas: Universidad Central de Venezuela.
- Valéry, Paul (1998). “Cuestiones de poesía” en Teoría poética y estética. Madrid: Visor.



 



 

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