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RETORNO MISTRALIANO*
Por Grínor Rojo
Estudios Públicos, 108 (primavera 2007)
*Conferencia dictada en las Jornadas Literarias Mistralianas que organizó la Universidad de La Serena el 8 de noviembre de 2005.
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En este artículo Grínor Rojo aprovecha los aportes de la nueva crítica mistraliana que se pone en marcha en los años ochenta y agrega a esos aportes los suyos con el fin de retrazar la trayectoria biográfico-poética de Gabriela Mistral. La divide así en tres épocas: de 1904 o 1905 a 1929, de 1929 a 1943 y de 1943 hasta su muerte. El criterio básico de la exposición es que en ninguna de esas épocas Mistral es una poeta libre de conflictos. Sin caer en el lugar común postmoderno del sujeto fragmentado, Grínor Rojo prefiere pensar que ella mantiene la unidad de sí misma y de su discurso poético, pero a duras penas y, por lo tanto, en un estado de tensión continua. El texto cierra con una reconsideración, que parece indispensable, del Poema de Chile.
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Voy a centrar esta conferencia en un solo problema entre los muchos que presenta la producción escrituraria mistraliana pero cuyo esclarecimiento me parece básico en o para un mejor desempeño del quehacer crítico acerca de la autora. Me refiero al problema de la integridad del sujeto Mistral tal como él se nos presenta sobre todo en su poesía. Me parece que éste es un problema de importancia mayor porque es el que a mi juicio corta las aguas entre lo que yo me atrevería a denominar desde ya como la crítica vieja sobre la obra de nuestra máxima poeta y la nueva crítica, es decir, en este último caso, la que se inicia en los años ochenta con los estudios de Goic, Concha, Guzmán, Ostria y Rodríguez Fernández y se consolida en los noventa a partir del congreso que organizaron las feministas chilenas en 1990. De aquel congreso legendario salieron un par de artículos importantes, de Raquel Olea y Adriana Valdés, a lo que siguió el libro mío de 1997, el número 3 de Nomadías de 1998, otros artículos valiosos de Gabriela Mora, Elizabeth Horan y Kemy Oyarzún, por ejemplo, y hasta llegar a los libros más recientes de Licia Fiol-Matta y Soledad Falabella. Esta nueva crítica, para usar la metáfora de Marx respecto de Hegel, ha puesto de pie lo que en las publicaciones de la otra andaba de cabeza. Gabriela Mistral no es hoy día lo que creyeron y difundieron Virgilio Figueroa, Raúl Silva Castro, Julio Saavedra Molina, Alone y los demás.
Ahora bien, la crítica vieja no tuvo nunca dudas en cuanto a la integridad del sujeto mistraliano: Mistral fue para quienes la representaban, la poeta mujer que, por no haber podido ser lo que una mujer debe ser, esto es, esposa y madre, vuelca esa supuesta carencia suya (la “sublima” es lo que hubiese dicho al respecto algún freudiano al acecho) en la escritura, convirtiéndose como resultado de tamaño acontecimiento en la poeta profesora, la poeta madre de Chile y de América, la poeta defensora de la religión católica y de los valores tradicionales, del maternalismo, del conyugalismo, del familiarismo, etc. La frase de Alone, en su libro de 1940, es definitiva: “El amor que aquel joven suicida le inspiró y la herida que le causó su muerte pueden considerarse el germen de todo lo demás que le ocurriría a Gabriela Mistral, incluso el Premio Nobel”[1].
Por su parte, la nueva crítica nace en el mismo momento en que ese bloque de verdades a medias es percibido en todo su inmenso escamoteo, cuando la investigación responsable, ahora desprovista de anteojeras ideológicas, empieza a descubrir las múltiples agramaticalidades con que se escribe el relato maestro, cuando se comprueba que Mistral sí fue madre, que su relación con Chile y América fue siempre conflictiva, que el catolicismo no fue su única adhesión religiosa y que respecto del maternalismo, del conyugalismo y del familiarismo las cosas no están tan claras tampoco.
Participante de muchas de las certidumbres de la nueva crítica mistraliana y colaborador en unas cuantas de sus empresas desmitificadoras, yo pienso sin embargo (al contrario de algunos de mis compañeras y compañeros de ruta) que en la poesía de Mistral hay una sujeto unitaria efectivamente, pero que ésa es una sujeto conflictuada, que mantiene la unidad de lo que ella es y hace a duras penas y, por lo tanto, en un estado de tensión continua. Esto significa que yo pienso que la sujeto obediente y monolítica con la que se autoadministró su banquete ideológico la crítica vieja es una ficción, habiendo sido esa crítica, como lo he dicho alguna vez, bizca del ojo izquierdo, pero significa asimismo que pienso que no es menos ficción la sujeto desobediente, aunque no por eso menos monolítica, de cierta crítica feminista contemporánea, también bizca, aunque esta vez del ojo derecho. Mistral es ambas cosas, es obediente y es desobediente, es conformista y es inconformista, y es la resolución imposible de este conflicto la que la problematiza y la tensa, tensión que, convertida al cabo en escritura (no por la vía del reflejo sino por la de la transposición productiva, ni qué decirse tiene), explica, al menos en parte (no quiero ser absoluto en esta materia), la potencia de su trabajo. Podría dar una cantidad de ejemplos que apoyan esto que acabo de decir, pero no tengo el tiempo que hace falta para ello. Me basta con recordarles a ustedes ahora que de otro modo no se explica que Gabriela Mistral sea una católica devota durante toda o casi toda su vida y que al mismo tiempo retenga contra viento y marea la herejía de su proclividad esotérica, como puede comprobarse en sus prácticas espiritistas posteriores a la muerte de Yin o en su carteo de los años cincuenta con don Zacarías Gómez, el dueño de la Librería Orientalista de Santiago, y que era quien a esas alturas la proveía con los libros de la hermandad Rosacruz.
Del otro costado, también me parece conveniente insistir en que Gabriela Mistral no es siempre idéntica a sí misma, que no nació, como Palas Atenea, armada de pies a cabeza[2], sino que se fue formando a través de los años tanto en sus dichas como en sus desdichas. Hay pues en ella una evolución de la cual los que hoy nos interesamos en su obra tenemos la obligación de hacernos cargo si es que queremos entender su práctica de escritora como el todo coherente que ella es, pero que no por eso deja de estar expuesto a los naturales procesos de readecuación. En este último sentido, coincido con lo que señaló Jaime Concha en 1987[3] y estimo por lo tanto defendible la hipótesis que afirma que la sujeto poética de Gabriela Mistral cruza a lo largo de tres épocas que son discernibles cada una de ellas con bastante claridad. Agrego sin embargo a esa propuesta de Concha la observación de que cada una de tales épocas constituye, también ella, una totalidad compleja, contradictoria y confundente desde el punto de vista ideológico tanto como desde el punto de vista estético, y que no tener eso en cuenta es exponerse al error. Las épocas en cuestión son éstas.
Desde 1904 o 1905, que es cuando Mistral colabora en los periódicos del Norte Chico, en La Voz de Elqui de La Serena, en El Coquimbo de Coquimbo y en El Tamaya y El Constitucional de Ovalle, principalmente (Pedro Pablo Zegers reunió y publicó hace cinco o seis años esos artículos, que por cierto aportan luces valiosas para una comprensión de la escritora en su etapa de formación[4]), hasta 1929, cuando residiendo en La Provenza recibe la noticia de la muerte de su madre. Durante esta primera época de su vida y su poesía, nosotros nos encontramos frente a una mujer joven e impetuosa, que en lo ideológico combina un libre pensamiento de raíz decimonónica, con algo de positivista y mucho de radical y hasta de socialista (pienso en un texto como “Saetas Ígneas”, de 1906, en el que Mistral saluda la revolución rusa de 1905, declarando que “La Revolución es la tempestad de los pueblos”[5]), el catolicismo y el esoterismo, en este último aspecto a través de un rápido relevo de las enseñanzas espiritistas de Emanuel Swedenborg o las hermanas Fox por la teosofía de H. P. Blavatsky y Annie Besant. De suma importancia también, a propósito de este proceso de (in) constitución del sujeto Mistral, es a mi juicio la magnitud amorosa, cuya forma queda definida para siempre en los textos que integran la sección “Dolor” de Desolación.
Estéticamente, notamos en sus escritos de aquella primera época la presencia de un Romanticismo tardío —el del melodrama, el folletín, la necrofilia y el elogio de la locura, con mucho de Poe y algo de los prerrafaelitas ingleses—, el Modernismo en su corriente menos dionisíaca (la del mexicano Amado Nervo, con un apoyo complementario de Rabindranath Tagore), el Postmodernismo de ciertos poetas chilenos de ese momento (Manuel Magallanes Moure, Ernesto A. Guzmán, Pedro Prado, Carlos Mondaca), el Realismo Social, cercano éste al de los novelistas rusos, a Dostoyevski o a Tolstoi sobre todo, y, puede mencionarse también, dentro de este mismo orden de cosas, como una variable estética específica, la discursividad de origen bíblico. “Los Sonetos de la Muerte” constituye la obra paradigmática que ella completa durante este periodo, aunque en su conjunto él va a dar, como es sabido, en mayor o menor grado, a las páginas de Desolación.
Nada de lo anterior es muy unívoco ni muy firme, sin embargo. Los poemas mistralianos de esos años mozos y sobre todo los mejores de ellos, son siempre reductos de enormes tensiones. El modo discursivo ejemplar hegemónico es en tales poemas saboteado sin cesar. Al lenguaje aceptado de El Padre se le contrapone, casi invariablemente, el “otro lenguaje”. Aun en aquellos textos que se presentan como defensores de la más rigurosa ortodoxia, que acaban imponiéndola y en los que por consiguiente los críticos tradicionales no tuvieron problemas para confirmar sus prejuicios, un lector que carezca de ellos puede descubrir, si es que así lo decide, el frisson inconoclasta. Por ejemplo, los “Poemas de las Madres” de la primera Desolación son textos voluntarísticamente marianos, pero, cuando uno menos se lo espera (en la sección doce del primero, sin ir más lejos), no tienen inconveniente en dar una vuelta de tuerca y en volver la mirada hacia la imagen pagana de La Tierra, la que se le aparece a Mistral con “la actitud de una mujer con un hijo en los brazos”. Y agrega Gabriela, aflojando ahora las riendas de su animismo teosófico: “Voy conociendo el sentido maternal de las cosas. La montaña que me mira, también es madre, y por las tardes la neblina juega como un niño por sus hombros y sus rodillas”[6]. Algo parecido es lo que ocurre en el más insospechable de todos los lugares, en las canciones de cuna, piedra de toque de la ideología maternalista de la poeta, pero que si se las lee con cuidado resultan muchísimo menos marianas de lo que la gente buena suele creer. Y a la inversa, debe advertirse que estas canciones de cuna son dignas del mayor elogio desde un punto de vista artístico o, lo que viene a ser lo mismo, desde un punto de vista que prescinda de los servicios de la estética/ética convencional.
La segunda época va desde 1929 hasta 1943, y es un tiempo entre dos muertes: la ya mencionada de su madre, que le llega en el 29, y en el 43 la de Juan Miguel Godoy, su hijo adoptivo (o no, para el caso el que fuese adoptivo o suyo propio importa bien poco, lo que sí importa es que Gabriela fue madre de hecho, durante diecisiete años de su vida y que el cuento de la maternidad frustrada es eso y no más que eso: un cuento), quien se suicida en el Brasil. Es éste el periodo de la madurez creadora de Mistral y que se abre con una “crisis religiosa” y, en general, de su voluntad de creer, que se le produce luego del fallecimiento de doña Petronila Alcayaga Rojas y de lo que hay constancia en los poemas de la sección “Muerte de mi Madre” en Tala. Parece claro que la propia Mistral evaluó lúcidamente la importancia de estos poemas, dándoles el mismo sentido que nosotros estamos re-cobrando para ellos ahora, pues los puso, aun en la primera edición del libro, en el comienzo. Sintió que en esos poemas había una frontera. El drama de muerte y renacimiento religioso que en ellos se libra acentúa ese rasgo.
En esta época intermedia, muchas de sus convicciones juveniles se mantienen: el progresismo social y político, el esoterismo, el catolicismo, y cada uno de esos ríos mayores con sus afluentes respectivos. Ni siquiera desaparece por completo el radicalismo político adolescente, sino que experimenta una suerte de continuidad metamorfoseada en un populismo nacionalista que está muy a tono con el frentismo de izquierdas de aquel tiempo. Por ejemplo, en su “Elogios de la Tierra de Chile” y su “Geografía Humana de Chile” de 1934 y 1939 respectivamente. También reafirma Mistral en 1938 su proyecto de escribir el Poema de Chile, al que luego me referiré. La versión definitiva de esta hebra populista y nacionalista acentuará su progresismo cristiano, que ella creía próximo al del Partido Demócrata Cristiano, que se anticipa a la teología de la liberación, que ya estaba presente en “Cristianismo con Sentido Social” de 1924, pero que ahora rebrota con gran fuerza en un artículo como “Ruralidad Chilena” de 1933.
No desaparece en el tiempo maduro la difícil convivencia del catolicismo con el esoterismo, v. gr.: la convivencia de la inscripción de Gabriela como “hermana terciaria” de la Orden de San Francisco con su frecuentación asidua de los libros de Annie Besant o con su interés por el proyecto Krishnamurti: “Dirige y recibe cartas de Ana Besant y nadie iguala su saber acerca del niño Krishnamurti”, escribió González Vera recordando esta afición de la poeta en el homenaje que los Anales de la Universidad de Chile le rindieron en 1957[7]. Por lo demás, para probarlo, ahí está su artículo de 1930, aparecido en La Nación de Buenos Aires: “Una explicación más del caso Krishnamurti”, donde defiende el complot de los de la rama de Adyar y lamenta la renuncia del joven Jiddu a convertirse en un segundo Cristo y por lo tanto en un puente entre las tradiciones religiosas de Oriente y Occidente[8]. Por fin, aunque la “cuestión femenina” se va definiendo en ella en este estadio intermedio con mayor autonomía (cfr.: “Todas Íbamos a Ser Reinas”), no puede ni podrá nunca hallarse en sus escritos una opción feminista propiamente tal.
Desde el punto de vista estético, lo que habría que notar en particular, dentro de la segunda época mistraliana, es la incorporación en su trabajo de la “experiencia de la vanguardia”, tardía e idiosincráticamente por cierto (para espanto de algunos críticos de la antigua ola como Saavedra Molina, quien confesó honestamente no entender ni una palabra de lo que ella estaba diciendo en Tala[9]). Nuestra opinión sobre este asunto, que vertimos en un artículo reciente, es que “Mistral no era, que no fue nunca vanguardista, no porque no pudo serlo sino porque había algo en la vanguardia que a ella no se le daba bien del todo”[10]. Conoció la vanguardia y sintió aprecio por algunos de sus logros, pero ese conocimiento y ese aprecio no la convirtieron en vanguardista, puesto que en la escritora chilena se trata de un fenómeno peculiar y demorado y que no coincide con ninguna de las sectas o “movimientos” canónicos. Mistral tarda en su registro de los poetas de esta tendencia y, cuando finalmente lo hace, las soluciones que encuentra para vincularse con ellos son idiosincráticas. La suya es una vanguardia “endógena, casi indígena, habría que decir, en el sentido de ser autóctona”, es lo que escribió Concha al respecto[11]. Como dije más arriba, Tala es el libro en que convergen las corrientes más anchas del trabajo mistraliano de la madurez, esa Tala que junto con Altazor y las Residencias es una de las tres cumbres de la poesía chilena y latinoamericana de la década del treinta.
Desde 1943 hasta su muerte se extiende el tercer ciclo. Después del suicidio de Yin, Gabriela nunca volvió a ser la misma, le contó Palma Guillén en una carta a Luis Vargas Saavedra, y es la pura verdad. Ella y el sujeto de su poesía apenas se mantienen juntos de ahí en adelante. Si el sujeto Mistral fue un sujeto precario siempre, después de la muerte de Yin su precariedad se ahonda. Hay un motivo, que Gabriela comparte con María Luisa Bombal y que sintetiza su endeblez psíquica de esta etapa. Nos referimos al motivo de la niebla, del caminar en la niebla, entre la niebla, rodeada por la niebla. No es un motivo nuevo en su imaginario, ya que puede rastreárselo incluso en textos de Desolación (en el poema que da título a ese libro, sin ir más lejos), pero que ahora se carga de un sentido distinto. El caso es que el sujeto Mistral, construido en la adolescencia con tremendas dificultades, como hemos visto, y mantenido durante el transcurso de su primera edad adulta con un poco más de entereza, se está desintegrando a mediados de siglo. Caminar en la niebla es caminar a ciegas, sin norte y sin apoyo, desprovista de cualquier asidero sobre la tierra. Piénsese a propósito de esto en uno de sus poemas más poderosos y menos conocidos: “Electra en la Niebla”, de Lagar II. Pero niebla hay también en otros poemas de ese mismo libro, en “La Remembranza” y en “Acción de Gracias”, por ejemplo. Por otra parte, desde el punto de vista estético, es significativa durante la última época mistraliana una cierta (llamémosla así) tendencia a la objetividad, que se manifiesta ya en “La Extranjera” de Tala y que se reitera en poemas tan importantes como “El Reparto” de Lagar y en “Un Extraviado” de Lagar II. Por razones que no son muy nítidas, pero que algo tienen que ver con los desplazamientos intertextuales de la poesía contemporánea y con la nueva influencia proveniente sobre todo de la poesía en lengua inglesa (no dominaba bien el inglés, pero lo leía y escribió que “esa es la lengua de los poetas mayores”[12]) y más aún con el bajísimo nivel de la recepción crítica que se le infligiera a Mistral hasta entonces, con la insaciable banalización de su primera poesía, ocurre que la retórica mistraliana desde Tala y más aún en Lagar y Lagar II busca revertir el verbalismo y el emocionalismo que son característicos de la época de Desolación. Al mismo tiempo, creo yo que en su poesía de esta última época pudiera estar mucho de lo mejor de su legado: en los poemas a Yin, en “Locas Mujeres”, en los “Nocturnos”, en poemas como “Raíces” y “La Gruta”, etc.
Creo conveniente añadir ahora a lo dicho un desarrollo específico. Éste es sobre el Poema de Chile, la gran obra que Mistral no terminó no porque no pudiera terminarla sino porque no quiso hacerlo. Porque, aunque ella lo declarara terminado constantemente, también constantemente encontraba que tenía que añadirle textos nuevos. El Poema de Chile se publicó después de su muerte, en 1967 (de muy mala manera, hay que decirlo), y recién en los últimos años está siendo valorado como corresponde por algunos críticos jóvenes, como Soledad Falabella y Adrián Baeza. Se trata a mi juicio de una de las obras maestras de la historia de la literatura chilena, ni más ni menos. Es el libro en que Mistral (incluso sin pretenderlo) adopta un gesto propositivo, desplegando y magníficamente su idea de país. Más todavía: eso lo hace ella pedagógicamente, enseñándole a un niño atacameño, encarnación del pueblo chileno del porvenir, las maravillas de su tierra. El resultado es una visión personal y profunda de la patria.
Soledad Falabella tiene razón: el Poema de Chile es y debe ser leído como un “texto en marcha”. Cuando en 1922 Mistral parte a México y echa a andar su libro, ella lo hace porque escribirlo le llena un hueco cierto, el que en su sensibilidad y su conciencia ha creado el alejamiento de la tierra del origen. Las circunstancias las conocemos todos. Mistral se va de un país al que regresará después sólo tres veces y en cada una de ellas por un lapso menor: unos cuantos meses en 1925, algunas semanas en 1938 y unos pocos días en 1954. La anotación que acabo de hacer acerca del tiempo decreciente de estas visitas de la escritora a su patria no es superflua en tanto nos descubre el proceso de una pérdida o antes bien, el de una pérdida en proceso. A Mistral se le va perdiendo Chile de a poco, eso es lo que le sucede en definitiva. Pero no por eso deja Chile de pesarle. Por una parte, como raíz, como naturaleza (sobre todo “huertera”, que es la que a ella le gustaba más), como dulzura y dicha infantiles. Por otra parte, como soledad, como marginación (social, política, genérica, profesional, de todo eso hubo y sobre todo eso existe la debida constancia), como la herida y el dolor que le dejaron en la memoria los duros golpes que debió soportar en nuestro país durante la adolescencia y primera madurez. El Poema de Chile parte de este modo, se diría que con una doble conciencia, y así es como crece durante los quince o más años que median entre el 22 y el 38. No sé yo cuáles serán las secciones que Mistral escribió en esos años y el libro de Falabella no termina de aclarármelo. Con todo, me atrevo a asegurarles que la doble corriente que identifiqué más arriba es la que los nutre de punta a rabo. Es el amor y es la bronca: es la nostalgia de la niña que se va lejos de su casa y es el resentimiento de la mujer adulta que siente que la echaron de ella de una mala manera.
No es una casualidad que Gabriela vuelva a Chile en mayo del 38. Ni que entre al país por el sur, habida cuenta de los notables poemas que el paisaje sureño le inspira (“Volcán Osorno” y “Salto del Laja”, por ejemplo. Estos dos pasarán después a formar parte de la tercera edición de Tala, la de 1958, que también contiene una sección de “Trozos del Poema de Chile”, integrada por “Cuatro Tiempos del Huemul”, “Selva Austral” y “Bíobío”. Extrañamente, Doris Dana no incluyó en el libro del 67 “Cuatro Tiempos del Huemul”, a mi juicio uno de los grandes poemas de Mistral). Tampoco es casual la visita posterior que hace al Elqui, ni que durante su estadía en Santiago asista a la proclamación de la candidatura a la presidencia de su ex colega y amigo Pedro Aguirre Cerda. Es que los tiempos han empezado a ser por aquel entonces de proposiciones y Mistral lo sabe bien, ya que lo ha visto y sentido en varios lugares de América (y no sólo de América Latina, pues habría que tener también en cuenta lo que significó para nosotros, en la cuarta década del siglo, la presidencia de Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos). La misma candidatura de Pedro Aguirre Cerda a la presidencia chilena, encabezando a las bulliciosas muchedumbres del Frente Popular, y su triunfo posterior, constituyen un síntoma inequívoco de este espíritu de cambio. Vientos nuevos soplan sobre el continente, una prolongación más generosa y más potente de los que hicieran triunfar a Irigoyen en la Argentina en 1916, que Mistral conoció a través de su contacto con la postrevolución mexicana desde el 22, que de algún modo llegaron a nuestro país en el 25 pero que sólo fueron asumidos cabalmente a partir del 38.
Esos vientos nuevos hablan de identidad e independencia: de una suerte de mayoría de edad regional. Constituyen el telón de fondo de la segunda gran alargada del poema mistraliano y el de la puesta en marcha chilena del Canto General de Neruda. Yo me he referido a estos dos monumentos capitales en la historia de nuestra literatura en otra ocasión, observando que “Los años veinte, treinta y hasta fines de los cuarenta se caracterizan en América Latina por su nacionalismo —aquel nacionalismo terrícola del que habla Mistral en su bella reseña de Chile o una Loca Geografía de Benjamín Subercaseaux—, que un tanto contradictoriamente, a la vez que informa al mundo sobre la plétora y excelencia de nuestros recursos naturales, apuesta cuanto tiene a las posibilidades de éxito de un capitalismo autárquico, con participación del Estado en el manejo del aparato productivo y financiero de cualquiera sea el país de que se trate (el México de Cárdenas, el Chile de Aguirre Cerda, el Brasil de Vargas, la Argentina de Perón) y en el que mágicamente acabarán por converger los intereses de la empresa privada con las demandas de justicia social.
La clave técnica del nuevo modelo económico fue la industrialización y las respuestas ideológicas fluctuaron entre el respaldo casi sin restricciones que le brindaban las capas medias y el sector moderno de la oligarquía, un apoyo más bien suspicaz de parte del proletariado y el rechazo a veces iracundo y en otras solamente melancólico que se deja percibir entre los dueños de la tierra. Una novela como Don Segundo Sombra, por ejemplo, representa con claridad la postura de la oligarquía estanciera argentina de los años veinte y treinta, en la medida en que su retrato del gaucho es menos la defensa de aquella legendaria “cifra del Sur”, como escribió Borges en 1953 —y que es una cifra que en efecto había hecho mutis de las llanuras pampinas en las últimas décadas del siglo XIX— que la apologética de un modo de vida que esa oligarquía siente amenazado por el advenimiento de una nueva perspectiva para encarar y resolver los problemas nacionales. La venezolana Doña Bárbara, en cambio, con su menosprecio de aldea y alabanza de corte o, en otras palabras, con su propaganda sin tapujos de la función civilizadora de la metrópoli laboriosa y culta por oposición al campo palurdo e indócil, nos suministra la punta clasemediera del mismo espectro.
He ahí pues el espacio ideológico y estético amplio en el que Mistral y Neruda instalan en esos años sus poemas respectivos. En ellos se aloja un sentimiento de amor a la patria del que no puede dudarse, que es ancho y es hondo, pero que no por eso deja de ser crítico. Las secciones del Poema de Chile en que Mistral habla de una reforma agraria que entonces no se había producido, la que permitirá que Juan Labrador labre “huerto suyo”, y donde habla también de unos indios a los que “por mestizos banales,/ por fábula los contamos”, o los poemas que Neruda dedica a los mineros, a los pescadores, a los obreros del salitre y en general a los pobres de Chile, a esos que emiten “un lamento y otro y otro lamento y otro” y cuyas voces el poeta escucha donde quiera que esté, no son nada complacientes. La mirada desde y sobre la patria, como escribe Neruda en “Melancolía cerca de Orizaba”, es de “cristal y tiniebla”. Indirectamente, en el caso de Mistral, y directa y furiosamente en el de Neruda, la patria chilena a la que ellos tanto aman es también el motivo de un enorme dolor”[13].
¿Cómo se explica, sin este vuelco identitario, entrañable y acerbo a la vez, la política mistraliana de esos años y más tarde? ¿Cómo se explica el switch que ella hace desde el panamericanismo blando de la década del veinte al latinoamericanismo fervoroso y no pocas veces rabioso de las del treinta y cuarenta? En Estados Unidos la trataron bien, ahí se publicó su primer libro y para allá viajó en 1924 y de nuevo en 1930. Pero ya a fines de los veinte escribe contra la intervención norteamericana en Nicaragua y es partidaria abierta de la rebelión de Augusto César Sandino hasta el asesinato del héroe en 1934. Por otro lado, se multiplican en esos años sus escritos sobre Martí y con posterioridad a la segunda guerra mundial, en los comienzos de la guerra fría, afrontando el riesgo de verse acompañada en esa tarea por “comunistas” y “masones”[14], no vacila en sumarse a la vasta campaña en favor de la paz. En cuanto a la cosa chilena, de principios de los treinta son algunas de sus conferencias sobre nuestro país, entre ellas, en 1934, su “Elogios de la Tierra de Chile” y su “Breve Descripción de Chile”. También empieza entonces a disparar sus “recados” y a interesarse en el folklore nacional. De ello el punto alto está en 1938, cuando se produce la gran eclosión: hitos de la misma son su conferencia “Algunos Elementos del Folklore Chileno” en Montevideo, la publicación de Tala en Buenos Aires (que contiene, recordemos, la sección “América” y, dentro de ella, un poema de tanta importancia para los chilenos como es “Cordillera”), el viaje a Chile que comentamos más arriba y la conferencia sobre O’Higgins en Lima. Un año después, en la Unión Panamericana de Washington, da a conocer el que quizás sea el mejor escrito en prosa acerca del país de sus “niñeces”, su “Geografía Humana de Chile” (también conocido, por algunos especialistas, como “Gabriela Mistral Sigue Hablando de Chile”. En esa misma ocasión lee y comenta “Salto del Laja” y “Volcán Osorno”).
Todo eso repercute en el Poema de Chile. La nostalgia y el rencor de la primera hora no desaparecen con posterioridad al 38 ni mucho menos, pero le hacen sitio además a un ademán propositivo. Mistral va a elaborar entonces, también ella y obedeciendo al fuerte acicate de los tiempos, una propuesta de país. Este dato es importantísimo porque es el que separa la primera de la segunda etapa dentro de la composición “en marcha” del Poema de Chile. Pero ¿en qué consiste esa propuesta suya? Ciertas coincidencias entre su “Breve Descripción de Chile”, de un costado, y el Poema de Chile, del otro, nos dan algunas pistas. El texto en prosa, a pesar de su título y del hecho de ser un documento de cultura pública, por así decirlo, da cuenta del escaso aprecio que Mistral siente por el Norte Grande y el Valle Central del país y de su aún más escasa simpatía por las ciudades, en particular por Santiago, a la que poco es lo que le falta para pasarla de largo. Posee Santiago “lo que las capitales aventajadas de América del Sur”, les cuenta a sus oyentes españoles, “en templos, edificios públicos, paseos e instituciones científicas y humanistas de cualquier clase”. Y por ahí se le acaba lo que tiene que decir sobre la ciudad capital del país. “Su” región, en cambio, y así es como la identifica expresamente, es el tramo que se extiende entre el río Huasco, por el norte, y el Aconcagua, por el sur. Y sobre ella, y especialmente sobre el Elqui, sí que se explaya con largueza. Cito en extenso porque no puedo evitarlo:
Pequeñez, la de mi aldea de infancia, me parece a mí la de la hostia que remece y ciega al creyente con su cerco angosto y blanco. Creemos que en la región, como en la hostia, está el Todo; servimos a ese mínimo llamándolo el contenedor de todo, y esa miga del trigo anual que a otro hará sonreír o pasar rectamente, a nosotros nos echa de rodillas.
He andado mucha tierra y estimado como pocos los pueblos extraños. Pero escribiendo, o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia; la comparación, sin la cual no hay pensamiento, sigue usando sonidos, visiones y hasta olores de infancia, y soy rematadamente una criatura regional y creo que todos son lo mismo que yo.
Somos las gentes de esa zona de Elqui mineros y agricultores en el mismo tiempo. En mi valle el hombre tomaba sobre sí la mina, porque la montaña nos cerca de todos lados y no hay modo de desentenderse de ella; la mujer labraba en el valle.
Antes de los feminismos de asamblea y de reformas legales, cincuenta años antes, nosotros hemos tenido allá en unos tajos de la Cordillera el trabajo de la mujer hecho costumbre. He visto de niña regar a las mujeres a la medianoche, en nuestras lunas claras, la viña y el huerto frutal; las he visto hacer totalmente la vendimia; he trabajado con ellas en la llamada “pela del durazno”, con anterioridad a la máquina deshuesadora; he hecho sus arropes, sus uvates y sus infinitos dulces[15].
En “Geografía Humana de Chile”, el artículo de 1939, que es algo así como la continuación perfeccionada de la conferencia de 1934, Mistral habla de la otra parte del país chileno que a ella le gustaba, aunque esta vez por razones de distinta naturaleza. Me refiero al Sur extremo, del que quedan huellas nada menos que en dieciocho de los poemas de Desolación, según las cuentas que saca Roque Esteban Scarpa. La unidad del hombre con el medio, que a Gabriela le costó ver en el Norte Grande, que cree poco menos que en extinción en las ciudades del Valle Central y que sí descubre entre el Huasco y el Aconcagua y con especial delectación en su propio Valle, vuelve a reencontrarla, si bien en condiciones de increíble dificultad, en su repaso de la zona magallánica:
En estas soledades de la Patagonia, sólo un elemento trágico recuerda al habitante su tremenda ubicación austral: el viento, capataz de las tempestades, recorre las extensiones abiertas como una divinidad nórdica, castigando los restos de los bosques australes, sacudiendo la ciudad de Magallanes, clavada en medio del Estrecho, y aullando con una cabalgata que tarda en pasar días y semanas. Los árboles de la floresta castigada del Dante allí me los encontré, en largas procesiones de cuerpos arrodillados o a medio alzar y me cortaron la marcha en su paso de gigantes en una penitencia sobrenatural. El viento no tolera en su reinado patagón sino la humillación inacabable de la hierba; su guerra con cuanto se levanta deseando prosperar en el aire, es guerra ganada; sólo se le resisten la ciudad bien nombrada del navegante y las aldeas de pescadores refugiadas en el fondo de los fiordos…[16].
Cuanto acabo de reseñar es algo que a Mistral le acontece, como vemos, en el curso de los años treinta, que alcanza una especie de clímax en el 38 y se prolonga más allá. El resultado es una visión personal del país chileno. Escribí hace algún tiempo en el artículo ya citado: “Apenas hay ciudades en ese Chile de Mistral, no hay héroes ni símbolos patrios, no hay instituciones, ni siquiera hay individualidades, sólo algunos campesinos aquí y allá, a los que ella llama ‘mi gente’ y a quienes les aplaude ‘los ademanes’ y ‘los gestos’. Pero lo que sí hay es naturaleza en abundancia, aunque principalmente naturaleza modesta. La pequeña propiedad, la que es objeto del trabajo familiar y que une al atributo de una extensión razonable la utilidad y la hermosura, constituye para ella una forma natural humanizada sobre la que deposita un aprecio sin reservas. No es raro así que sean las flores, las hierbas, los animales pequeños, los pájaros y los insectos los que forman el repertorio favorito de estos versos. Es que no obstante el asombro que en su juventud le causaron los paisajes de la Patagonia, el corazón del medio chileno al que Mistral le otorga preferencia en el Poema de Chile no hay que buscarlo en la monumentalidad de El Norte o de El Sur, ni siquiera en el muy entrañable patagónico, sino en el minimalismo de Elqui, en el de ese rajón de tierra al que flanquean ‘tres docenas’ de cerros, con un río en el centro y junto a él las casas lugareñas cada una provista de su huerto respectivo. Si a Mistral le hubieran preguntado por su ‘patria’, pillándola desprevenida, ahí es donde la hubiese puesto con seguridad”[17].
Y Mistral siguió escribiendo este poema, que era el refugio de su soledad y desarraigo y que ella sabía mejor que nadie que no iba a publicar jamás en vida, durante las décadas del cuarenta y cincuenta. Después del suicidio de Yin, después de “eso del premio”, como decía ella (no sospechó, no pudo sospechar, que cincuenta años después la siutiquería burocrática chilena iba a crear una Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral, dedicada a promover espectáculos públicos y fácilmente redituables en vez de financiar una edición crítica de las obras completas), después de su atroz tercer viaje al país, el de 1954, cuando la recibió en uniforme de presidente el mismo general que veinticinco años antes le había “rebanado el sueldo” y desplegando para hacerlo su autoridad de dictador. Con el ahora presidente Ibáñez cuentan que se asomó la poeta al balcón de La Moneda en esos días y que ahí le dio las gracias gentil y públicamente por una reforma agraria que éste no había hecho ni tenía intenciones de hacer. Algunos dicen que la cabeza de Mistral no estaba muy firme a la sazón, que ya no sabía bien lo que decía. Otros piensan que eso que dijo lo dijo de adrede, de traviesa que era, para ver si de esa manera motivaba al generalote para que éste se comprometiera a impulsar un desarrollo económico y social que ella sabía bueno y necesario y que esperaba que se produjera a corto plazo en nuestras tierras. Yo creo, en cambio, que lo que allí estaba sucediendo era otra cosa, que lo que estaba tocando a su fin, lo que había entrado ya en la recta final de su temible desarrollo, era el proceso de la pérdida mistraliana de Chile. Más precisamente: el proceso de su reemplazo de este Chile, el que era y sigue siendo producto de todo cuanto ella detestaba, de todo cuanto ella no podía tolerar y que por eso dejó afuera de su Poema de Chile, por un Chile soñado, el Chile con el que ella estuvo fantaseando desde los años treinta y quizás desde antes y que es un país en el que el hombre no domina a la naturaleza ni la naturaleza al hombre sino que juntos colaboran para provecho y perpetuación de la especie. Ésta es, dicho sea de paso, su gran contribución pedagógica. No la de los artículos sobre la “escuela nueva” o los que elogian las andanzas del doctor Decroly ni su tan manoseado poema a “La Maestra Rural”. Con su soledad y desgarro a cuestas, pero “repechando” siempre (uno de sus verbos favoritos), Gabriela nos educó para ver y producir otro Chile. Y es en ese Chile, no el Chile que era y que todavía es, sino el que ella quería que fuese y el que nosotros también queremos que sea alguna vez, donde vivió durante los años que siguen a la muerte de Yin. No tenía ya un país real al que pudiese llamar suyo, ni adentro ni afuera, ni en Chile ni fuera de Chile. Tuvo entonces que inventárselo y en esa invención es donde residió hasta la madrugada del 10 de enero de 1957 cuando en un hospital de Long Island se entregó en los que ella creía que eran los brazos del Señor.
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NOTAS
[1] Alone, Gabriela Mistral, 1946, p. 10.
[2] Le agradezco a Ricaurte Soler esta metáfora, que él usa para recomendar dinamismo en las descripciones de la trayectoria intelectual de José Martí pero que tiene una aplicabilidad más extensa (Ricaurte Soler, Idea y Cuestión Nacional Latinoamericanas de la Independencia a la Emergencia del Imperialismo, 1980, p. 253).
[3] Jaime Concha, Gabriela Mistral, 1987.
[4] Gabriela Mistral, La Tierra Tiene la Actitud de una Mujer, selección y prólogo de Pedro Pablo Zegers, 1998.
[5] Gabriela Mistral, “Saetas Ígneas”, 1992, pp. 55-56.
[6] Gabriela Mistral, Desolación, 1922, p. 181.
[7] José Santos González Vera, “Comienzos de Gabriela Mistral”, 1957, p. 24.
[8] Gabriela Mistral, “Una Explicación más del Caso Krishnamurti”, 1930, pp. 5-6.
[9] Julio Saavedra Molina, “Gabriela Mistral: Su Vida y su Obra”, 1958, pp. LXXXVII, LXXX, LXXXI y LXXXVII.
[10] Grínor Rojo, “Mistral y la Vanguardia”, inédito.
[11] Jaime Concha, Gabriela Mistral, 1987, pp. 98-99.
[12] Carta c. de 1952, a Esther de Cáceres, 2005, p. 106.
[13] Grínor Rojo, “La Patria Latinoamericana de Neruda y la Mistral”, 2002, p. 23.
[14] Lo sabe bien y le importa poco: “El pobrerío de mi país me quiere aún, sin saber nada de lo que escribo, tal vez sin haberme leído nada. Pero ese querer que siempre tuve porque siempre los ayudé. Ahora, ya se tiñe un poco o se tiñó hace años por mi ‘defensa de la Paz’” (carta c. de 1954 a Esther de Cáceres, 2005, p. 79).
[15] Gabriela Mistral, “Breve Descripción de Chile”, 1957, p. 127.
[16] Gabriela Mistral, “Gabriela Mistral Sigue Hablando de Chile”, 1957, p. 194.
[17] Grínor Rojo, “La Patria Latinoamericana de Neruda y la Mistral”, 2002, p. 23.
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BIBLIOGRAFÍA
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González Vera, José Santos: “Comienzos de Gabriela Mistral”. En Anales de la Universidad de Chile, 106 (1957).
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———— “Una Explicación Más del Caso Krishnamurti”. En La Nación de Buenos Aires, 1 de agosto de 1930, pp. 5-6.
———— “Breve Descripción de Chile”. En Gabriela Mistral, Recados Contando a Chile, ed. Alfonso M. Escudero, o. s. a. Santiago de Chile: Editorial del Pacífico, 1957.
———— “Gabriela Mistral Sigue Hablando de Chile”. En Gabriela Mistral, Recados Contando a Chile, ed. Alfonso M. Escudero, o. s. a. Santiago de Chile: Editorial del Pacífico, 1957.
———— “Saetas Ígneas”. En Gabriela Mistral, La Voz de Elqui, ed. Pedro Pablo Zegers. Santiago de Chile. Biblioteca Nacional de Chile, 1992.
———— La Tierra Tiene la Actitud de Una Mujer. Selección y prólogo de Pedro Pablo Zegers. Santiago de Chile: RIL Editores, 1998.
———— Carta c. de 1952, a Esther de Cáceres. En Gabriela Mistral, El Ojo Atravesado. Correspondencia entre Gabriela Mistral y los Escritores Uruguayos, edición de Silvia Guerra y Verónica Zondek. Santiago de Chile: LOM, 2005.
———— Carta, c. de 1954, a Esther de Cáceres. En Gabriela Mistral, El Ojo Atravesado. Correspondencia entre Gabriela Mistral y los Escritores Uruguayos, edición de Silvia Guerra y Verónica Zondek. Santiago de Chile: LOM, 2005.
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Rojo, Grínor: “La Patria Latinoamericana de Neruda y la Mistral”. En Rocinante, 46 (agosto 2002).
———— “Mistral y la Vanguardia”. Inédito.
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Saavedra Molina, Julio: “Gabriela Mistral: Su Vida y su Obra” (Prólogo). En Gabriela Mistral, Poesías Completas. Madrid: Aguilar, 1958.
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Soler, Ricaurte: Idea y Cuestión Nacional Latinoamericanas de la Independencia a la Emergencia del Imperialismo. México, Madrid, Buenos Aires, Bogotá: Siglo XXI, 1980.
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GRÍNOR ROJO. Nació en Santiago. Ha enseñado en la Universidad de Chile, en la Austral de Chile y en Estados Unidos en las del estado de California y en Ohio State University. Actualmente enseña en y dirige el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile y es profesor titular de teoría crítica en el postgrado en literatura de la misma universidad. Entre otros libros y publicaciones, es autor de Los Orígenes del Teatro Hispanoamericano Contemporáneo (1972); Crítica del Exilio. Ensayos sobre Literatura Latinoamericana Actual (1989); Poesía Chilena del Fin de la Modernidad (1993); Diez Tesis sobre la Crítica (2001), y Globalización e Identidades Nacionales y Postnacionales… ¿De Qué Estamos Hablando? (2006). Títulos suyos de próxima aparición: “Las Armas de las Letras. Ensayos Neoarielistas” y “Clásicos Latinoamericanos: Para una Relectura del Canon. Siglo XIX y Siglo XX”, volúmenes I y II.