Ayer, encima de ese avión que me trajo del otro lado, miré largo el piedrerío: cumbre y cumbre, abismo y más abismo. Pensé, ¡qué raro!, ¿quién habrá inventado que somos necesariamente dos, los de aquí y los de allá? Por lo menos el Hado no lo dice. Límite, ¿qué será límite? Mutilación, ¿qué será mutilación? Cambié entonces motores aeronáuticos por caballos del siglo progenitor y oí el galope de los cascos cuando la Independencia, y ahí sí que fuimos uno. Pegué fina la oreja a la ventanilla y alcancé a oír el relincho en la polvareda de esas batallas de hace dos centurias en el proyecto de una misma libertad. Personalmente soy lafkenche y por lo visto soy costino pero algo entiendo de cerros y quebradas y adoro los barrancos, en una cruza casi animal de onirismo y ruralidad. De ahí mi diálogo con Martín Fierro o con Juan Rulfo, no importa el hemisferio. América es la casa, ¿quién no lo sabe?; fuera perversa la demolición. A mí se me impone con evidencia, ¿cómo la vamos a destrozar o a desmoronar? Cuando en mis mocedades de aprendiz lo dejé todo: surrealismo, universidad, vanidades efímeras y me instalé en lo más alto de Atacama, el que me defendió fue Huidobro: «—Déjenlo —les dijo a mis detractores de un Mapocho más bien afrancesado, que no era justamente el Sena—: Gonzalo es un loco que necesita cumbre». Es que los locos somos hijos de Dios, pienso hoy en la reniñez de los ochenta.
Si hay una palabra que he amado y sigo amando es la palabra nadie que ya andaba en Homero. Acordémonos de Ulises en la Odisea: «NADIE me ha herido». O de aquel Juan de Yepes —tan lejos del figurón, Juan de la Cruz—, que sigue siendo el único poeta de fundamento para mí en el español inabarcable —páramo y más páramo—, que empieza parco en Castilla y crece sigiloso hasta la Antártica. Lo dijo alguna vez Paul Celan, poeta mío, y pudo también haberlo dicho Vallejo, ese otro gran balbuceante del misterio: «Alabado seas, Nadie». Si hay una palabra que he amado y sigo amando es nadie. Porque, si somos polvo, también somos enigma y de eso estamos hechos. Más claro: no me gusta hablar de lo inhablable, o inefable. Todo lo más, escribo líneas en el viento desde mi infancia, de izquierda a derecha pero también del otro lado porque todo es así, desde el momento que no hay cosa que no sea otra cosa. ¿Será a eso a lo que llamamos realidad? La poesía se adelanta y sus agujas marcan el vuelo de las aves. Tanto se habla de la abolición del yo que dicho ocultamiento
se ha hecho sospechoso de originalismo irrisorio. De lo que escribe uno no sabe, dijo el ítalo-argentino Antonio Porchia, y ése sí que sabía. Ser nadie es aquél al que no se le ve la mano, como a Dios. Al otro, al que se oculta detrás de lo impersonal forzado, también se le ve la mano aunque la esconda.
Ahora algo sobre la identidad del alumbrado que soy yo mismo, por hablar del oficio mayor.
Escribo cada día al amanecer cuando el duchazo frío me enciende las arteriolas del seso. Siempre me funcionó el crepúsculo matinal; el otro, el vesperal, mucho menos; será cosa de respiro imaginario. Porque de veras soy aire y eso tiene que ver con el océano del gran Golfo de Arauco donde nací, y también con las cumbres de Atacama donde (allá por mis 20 años) los mineros del cobre me enseñaron mucho más que el surrealismo: a descifrar el portento del lenguaje inagotable del murmullo, el centelleo y el parpadeo de las estrellas.
Permítanme aclarar: yo tenía 20 años y estaba ahí estudiando en una facultad de letras en ese Santiago capital de no sé qué, a unos metros del gran Huidobro a cuya casa solíamos concurrir algunos jóvenes para oxigenarnos. De golpe se me dio el hartazgo. ¿Hartazgo de qué? De nada, como es el hartazgo; en ese asomo al ser que dice Heidegger. Entonces me aparté de todo y me marché a las cumbres de Atacama en busca de mí mismo como son todas las búsquedas o en busca de mi padre muerto, que es casi siempre uno mismo. Además él fue un minero que venía de mineros, de esos mismos nortes. Así, fui a parar al norte, en diálogo amoroso con mujer, una muchacha limpia y mágica de apellido británico, madre del hijo primogénito. Después, ya libre de academias y de vanguardias vanguarderas, el viento de esas cumbres me lo dio todo.
Porque el país longilíneo del otro lado es para la risa: se lo da todo a sus poetas: la asfixia y el ventarrón de la puna, el sol hasta el desollamiento, lo pedregoso y lo abrupto, ¡y que lo diga la Mistral!, el piedrerío, lo hortelano y la placidez, el sacudón que no cesa y unas veces estalla cataclístico, la fiereza de las aguas largas y diamantinas, los bosques donde vuelan todos los pájaros, ¡esos bosques!, ¡esa hermosura que nos están robando del Este y del Oeste en nombre de la tecnolatría!, lo geológico y mágico de más y más abajo donde empieza el Principio, más allá todavía de lo patagónico y lo antártico. ¡Chile: país vivido!: yo he vivido largo a largo ese país y no por turismo literario, ¡Dios me libre!, sino por locura y, ya de niño, me fui a morar para siempre a cada uno de sus párrafos geológicos y geográficos, de norte a sur. Pero no soy eso que dicen un poeta lárico o telúrico sino más bien un poeta genealógico de mundanidad, que cree en la doble parentela: la sanguínea y la imaginaria. Así por ejemplo, si el minero del carbón don Juan Antonio Rojas me engendró en plena juventud, en la ventolera seminal de los ocho hijos al cierre de la primera guerra, también me engendró Vallejo ¿por qué no? Quevedo más remoto, ese Quevedo que discurre siempre lozano en todos los poetas de estas patrias despedazadas, desde Darío a hoy, pasando por Borges, por Vallejo, por Neruda y por nosotros mismos.
Como ya lo estarán viendo, ando en el desvarío del que habla solo y en la aproximación, en la aproximación y la ambigüedad, muy lejos de la exactitud que no es el juego de los poetas. Mis paisanos, los campesinos del otro lado de la cordillera donde duermo a dos mil metros, Chillán de Chile arriba, dicen difariar por desvariar. Bueno, ya ven ustedes cómo estoy difariando en ocasión tan solemne. Es que no merezco este premio ni acaso ninguno, este premio de tan alta jerarquía con el nombre del argentino inmortal. Me cuesta decirles lo que sabemos todos los poetas de esta parte del mundo. América es la casa y la vamos haciendo tabla a tabla, piedra a piedra, palabra a palabra en un ejercicio de invención creciente en la forja de una genuina tradición. Martín Fierro lo dijo con grandeza desde la voz de José Hernández.
Miro este día como finalista del siglo que se va, como finalista y no como terminal, que se me entienda, y se me aparecen de golpe los progenitores: ahí veo por ejemplo, a unos metros, a Sarmiento o a Lastarria, a Bello, a ese Simón Rodríguez vagamundo y del que ya nadie se acuerda, que juró con Bolívar en Monte Sacro la libertad del Continente. Es que andamos en lo mismo de lo mismo, con las tablas al hombro construyendo la PATRIA GRANDE desde las primeras décadas hasta ésta que parece última, y es apenas principio. Porque todo es principio. Y está claro que no hacemos sino nacer. Por lo menos yo veo así la cosa. Y suelo preguntarme de dónde viene uno, para terminar respondiéndome con una frase mucho más conjetural y estricta: "viene de donde viene uno", si es que viene.
Aprendiz inconcluso como soy, escribo cada día mis papeles inconclusos y nunca olvido lo que me dijera un niño del país cierta mañana que concurrí a leer mis versos en una de esas escuelitas del archipiélago de Chiloé, hasta donde llegó Ercilla fundador, el caballo andaluz todo sudado. La escuelita era pobre y el niño de unos diez años, igualmente pobre. Al terminar mi breve lectura me preguntó con desenfado: «Oiga, poeta, y cuando usted termina de hacer una de esas poesías, ¿no le funciona como que le quedó inconclusa?» Me fascinó la consulta que dio en el clavo mucho más que cualquiera de esas formulaciones académicas sobre mi ejercicio de decir el Mundo. De veras soy ese inconcluso que dijo el niño sin haber leído a Goethe, que por su parte dijo lo mismo: «Que no puedas llegar nunca; eso es lo que te hace grande».
Y sigo hablando solo: ¿Qué más? Aquel Juan de Yepes, rey del idioma que ya dije, escribió una vez: «Volé tan alto, tan alto que le di a la caza alcance»; y yo les digo aquí a ustedes, en la confianza sigilosa: «yo no volé tan alto, tan alto y no le di a la caza alcance», y soy un aprendiz. Ahí me paro. La radiografía acusa: animal rítmico, longevo irremediable. Como se sabe, todo poema es ejercicio de pura mortalidad. Creo en la escritura como acto genésico encima de la página blanca, y en el instante creo. De repente estamos aquí y ése es el juego: de repente no estamos.
De ahí mi fascinación por el silencio. Claro, la poesía se hace con palabras y eso lo dijo Mallarmé pero también se hace con silencio y el que no entiende lo que es el callamiento no entiende nada. Cree que la fanfarria verbal es ritmicidad.
Y, para terminar, amarremos bien las cosas: atemos en un solo haz a ese nadie que tanto me fascina con el callamiento del alumbrado que habré aprendido a ser con los sufíes o con los mineros ignaros; y sobre todo, atemos todo eso al encantamiento del amor, sin el cual no anda el mundo: que es acaso la única utopía que nos queda.
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Discurso de recepción del Premio "José Hernández",
Buenos Aires, 1998
Publicado en revista Último Reino, N°24-25