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No pasó nada, de Antonio Skármeta

Por Grínor Rojo
Publicado en LAS NOVELAS DE FORMACIÓN CHILENAS Bildungsroman y contrabildungsroman
Sangría Editora, 2014



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En su nouvelle No pasó nada (1980) lo que Antonio Skármeta nos comunica es la historia de un muchacho de catorce años, Lucho, hijo de una pareja de maestros de enseñanza media de nuestro país, quien quiso alguna vez ser cantante pop y ahora quiere ser escritor:

El 13 de septiembre era mi cumpleaños y mi papi me regaló una guitarra. Yo entonces quería ser cantante. Me gustaban los programas musicales de la televisión y me había dejado el pelo largo y con los amigos del barrio cantábamos en la esquina y queríamos formar un conjunto para tocar en las fiestas de los liceos [...] A mí ya no me importa que hayan vendido la guitarra y que nunca más pude tocarla, porque ya no quiero ser más cantante. Ahora quiero ser escritor[1].

Los acontecimientos chilenos de septiembre de 1973, de los que como es obvio sus padres fueron las víctimas directas, empujan a Lucho hasta Berlín. Comienza y concluye ahí su distanciamiento de la niñez, como su entrada en la adolescencia. El relato de este proceso es movilizado dentro del receptáculo formal de una Bildungsroman clásica o, como también la denominamos en español, novela de aprendizaje –en realidad, se trata de una traducción del inglés, que acuñó ya en el siglo XVIII la expresión learning novel. En su Teoría de la novela, recordemos que el joven Lukács considera la Bildungsroman como una de las tres formas que cubren el espectro de las posibilidades expresivas del género, equidistante tanto de la novela del «idealismo abstracto» –su ejemplo es Don Quijote de la Mancha– como de la «novela psicológica» –su ejemplo es L’education sentimentale. En lo que concierne a los héroes de tales obras, en ellos –argumenta el maestro húngaro– «una reconciliación entre la interioridad y la realidad, aunque problemática, es de todas maneras posible» (14). Como espero demostrar en lo que sigue de este análisis, la búsqueda del significado específico que dicha «reconciliación» –la palabra es mala, me doy cuenta– tuvo en la conducta existencial y política de por lo menos un sector de la diáspora que el golpe militar chileno generó durante los años setenta y ochenta es lo que constituye el concepto matriz de esta narración skarmetiana[2].

En la historia que Lucho cuenta coexisten tres tiempos en dos espacios. Primero, un pasado pluscuamperfecto que acaece en el ámbito de un locus patrio y que el narrador de No pasó nada recupera y registra recurriendo a un grupo de imágenes evocadas y más o menos inconexas: el Colo Colo, la casa de Ñuñoa arriba, las montañas, los pájaros, las empanadas, las asambleas y unas concentraciones en que «desfilaban hasta las guaguas» (20). Segundo, un pasado próximo: el de la llegada de la familia de Lucho a la tierra del exilio, y cuyo más notorio atributo es la contención que desde el principio el padre exige a sus hijos («que fuéramos hombrecitos y que no nos metiéramos en líos. Que aquí estábamos como asilados políticos y que en cuanto nos enredáramos en un lío nos echarían» [23]). Tercero, un pasado cercano: el de la ruptura de la contención, que es aquel al que Lucho en su papel de narrador le dedica la porción mayor del relato, y que se habría iniciado tres meses atrás. Concuerda la inauguración del tercer tiempo con el cumpleaños del muchacho, el 13 de septiembre, y con el primer aniversario del golpe fascista. La noche del 10 de septiembre, de vuelta de pintar carteles para una manifestación contra la –en ese momento– junta militar chilena, y acompañado de su primera novia, Lucho tropieza con una pandilla de muchachones alemanes. Éstos notan su acento extranjero y uno de ellos, Hans, intenta irse sobre la chica:

Ellos querían que tomáramos de la lata de cerveza y gritaban a la salud de los novios. También querían que la Sophie se metiera en la boca la lata. Así que yo les dije no gracias, que nos dejaran pasar que estábamos apurados. Esa fue la peor idea que jamás se me ocurrió en Berlín. Primero porque me notaron el acento. Y segundo, porque si estaba apurado a esa hora de la noche y acompañado de la Sophie era que yo quería irme a la cama con ella. Y entonces había uno que después se llama Hans que me mira a la Sophie y me pregunta qué tal es la Sophie en la cama. Y viene y le mete la mano así en palangana por debajo del abrigo (35 y 36).

Lucho apela entonces a sus dotes de futbolista y

Zuácate que saqué mi patada de back centro. Sólo que en vez de pegarle a una pelota grande le di justo a dos chiquititas (36).

Con este suceso el período de la contención, el de la actitud restringida que el padre exigiera desde el momento mismo del arribo de la familia a Alemania como una regla incuestionable para la conducta en el destierro, toca a su fin. Parece conveniente que yo recuerde ahora, a propósito de la circunstancia que comento, las observaciones de Wolfgang Kayser sobre la estructura de la «novela corta»:

Otra forma capta el acontecimiento primariamente como un suceso “real” y único, es decir, exactamente fijado en cuanto al lugar y al tiempo. Por otra parte, lo trata como suceso casual, es decir, no como la directa realización de una intención, sino precisamente como incidencia repentina, inesperada, que se cruza con las intenciones. Por todas partes hay ciertos puntales extraños que misteriosamente se relacionan entre sí, hasta que el suceso casual, en un punto culminante, determina de nuevo el destino. Esta forma que, como muestra la historia de la literatura, se ha realizado constantemente como tal, se llama novela corta[3].

Otro es el tiempo que se echa ahora a rodar en No pasó nada a partir de aquí, de esta «casualidad» inevitable, de esta «incidencia repentina» e «inesperada», como escribe Kayser, pero secretamente necesaria. El relato de este tercer tiempo se convierte en el que aglutina las acciones de mayor trascendencia en el libro de Skármeta. Sus máximos desafíos consisten en el cumplimiento del amor y de la relación con los otros. El primero se explora ampliamente a lo largo de la secuencia que abarca desde la traición de la primera novia de Lucho, la Sophie, al encuentro con la novia y compañera actual, la Edith; el segundo, en una secuencia paralela a ésa, que va desde la enemistad con el Michael, el hermano del Hans, a la amistad posterior. Echando mano del principio bíblico del ojo por ojo, que en el presente caso tiene su origen en la desconfianza que comparten respecto de una institucionalidad que ni a Lucho ni a él dice nada, el Michael intenta cobrarse “de hombre a hombre” la agresión contra su hermano. El cobro se lleva a cabo durante el curso de una pelea, que no por callejera es menos mítica, y nos remite a otras peleas del mismo tipo en obras anteriores de Skármeta –el cuento «Relaciones públicas» de El entusiasmo (1967), comentado por Alejandra Costamagna[4] – y que aquí se ejecuta –como allá– en un desolado, beckettiano, paisaje de extramuros.

Ahora bien, el crecimiento de Lucho se irá planteando y produciendo dentro de un campo de fuerzas complejo que, al asumirlo desde la conciencia en formación del personaje, pone de manifiesto el tironeo simultáneo que sobre él descargan un allá y un aquí, un entonces y un ahora. Esas cuatro dimensiones de lo real se entreveran y combaten en el interior de su alma joven. Esta es la encrucijada en que Skármeta pone a su protagonista; también es la encrucijada en que se ubica como narrador e, indirectamente, a todos aquellos que son como él o que están en su misma posición. Protagonista así de un destino que desborda claramente el marco de su singularidad, Lucho no puede –porque se lo impiden condiciones objetivas– permanecer en el punto de partida. Del otro lado tampoco puede –esta vez debido al peso de condiciones subjetivas– abandonar el punto de partida.

Paso a considerar ahora estas dos series de condiciones.

Primeramente advertiré la presión del doble aquí: Berlín y el cuerpo maduro o cuasi maduro del joven –se nos informa oportunamente que «no ha debutado todavía» (27). En seguida la del doble ahora: el tiempo del capitalismo metropolitano, desarrollado, ya en plena carrera hacia la globalización, y que en la nouvelle medirá fuerzas con el tiempo de una adolescencia inaplazable. La producción que Lucho haga de su identidad futura no podrá sino tener en cuenta tales condiciones, que son –repito– condiciones objetivas y, por consiguiente, no refutables. Pero también deberá tener en cuenta las otras, las subjetivas, que aun cuando sí son refutables definen una cierta frontera, esa que separa dos opciones diferentes de existencia: la del inmigrante y la del exiliado. Porque el inmigrante es aquel individuo que pasa por sobre –y deja atrás– su subjetividad anterior, el que la borra o la mantiene –si es que la mantiene– como un fetiche tal vez amable, pero despojado de eficacia; el exiliado, no. En No pasó nada esta subjetividad anterior y resistente se encuentra alojada en la memoria de Lucho y se expresa en un doble allá –Santiago y su cuerpo de niño– y un doble entonces –el tiempo del capitalismo periférico, subdesarrollado y provinciano que se cruzó con el tiempo de sus andanzas infantiles[5].

Dos propuestas lo cercan y articulan su dilema. La primera es la de la casa, que se personifica en la figura del padre, quien no por nada carece de nombre. Es que ese padre es muchos padres. Es el escritor, soy yo que borroneo estas líneas, es –quizás– el lector de la nouvelle, así como también aquel a quien ahora le asesto mi comentario acerca de ella. En definitiva, puede decirse que el padre de Lucho es un personaje que nos representa –nos representó– a muchos en esos momentos, a todos los que poseíamos una acumulación de vida más o menos grande y con la que, puestos en la coyuntura, podíamos –pudimos– capear el exilio, “hacer como que no”. Tal es la reserva con que cuenta el personaje de este chileno, maestro de escuela secundaria exiliado, y a ello se debe que la propuesta explícita o implícita que le formula a su hijo tienda a la continuidad, esto es, a la ignorancia del aquí y del ahora, y es que la continuidad no tiene cabida –no la tiene porque Berlín está ahí, porque la adolescencia de Lucho presiona–, a la prolongación de la espera, a aquel mientras tanto que como sabemos es el supuesto no dicho de la contención.

Las múltiples expectativas de la calle se condensan por otro lado en el amor y la amistad como relaciones potenciales e inminentes. Pero ambas perspectivas de vínculo arriesgan lo que en el fondo constituye un peligro de sojuzgamiento. Es el amor, que puede convertirse en repliegue y abandono en los dominios de la amada; es la amistad, que puede trocarse en servidumbre. En lo que atañe a lo primero, no es accidental que Skármeta rodee con un nimbo de música electrónica a la Sophie, maga y manipuladora inconsciente de la tecnologizada cultura metropolitana de masas: «Era un perfecto Wurlitzer», reflexiona el narrador poco después (30). Respecto de lo segundo, la rugidora y amenazante motocicleta del Michael, o su chaqueta negra de cuero, o sus «enormes» anteojos de conductor son signos también de esa cultura:

A mi lado se paró una moto sacudida de vibraciones, y arriba de ella estaba montado el tal Michael, con la misma chaqueta de cuero negra y unos enormes anteojos verdes atados con elásticos detrás de la nuca. Le dio vuelta y vueltas a la manilla y la moto roncaba y explotaba como si fuera un cohete (65).

Así como la Casa se personifica en la figura del padre, la Calle lo hace en las de la novia y el Michael. El Padre ha pedido contención. La novia pide, en cambio, integración. Repitamos ahora que la Calle es Berlín, la ciudad más moderna de Europa, y el tiempo el del capitalismo desarrollado y central. Estos son los elementos que a la adolescencia de Lucho se le solicita asimilar tal como ellos se le ofrecen en los llamativos escaparates de la sociedad de consumo, o a los que él puede –como a todo lo que representan– desafiar. Lucho opta –y el adjetivo puede parecer desmesurado, pero no lo es– por la salida dialéctica.

Se enfrenta con la Calle.

Es más, yo me atrevo a sugerir aquí que la Calle y él se estaban haciendo guiños desde antes; que el período de la contención fue en realidad de transición; que él y la mujer (cualquier mujer) se buscaban; que los fouls en el fútbol hacían presagiar el foul posterior: la soberbia patada en las bolas del Hans. En ese estadio monumental que resulta ser para Antonio Skármeta el Berlín de los años setenta reparemos en que el enfrentamiento que su novela describe tiene que realizarse más temprano que tarde. Rechazadas al fin ambas propuestas externas, la contención –por ilusoria– y la integración –por no deseada–, a Lucho no le queda más que fabricarse él mismo una salida. Dicho de otra manera, lo que Lucho va a sortear –y poco importa con qué grado de conciencia– es que los demás, el padre, la novia, el Hans, el Michael o quien sea proveniente de la Casa o la Calle, esos polos extremos del conflicto, le hagan a él la vida, que le fijen el rumbo a su identidad futura, imponiéndole un modelo de adolescencia y un modelo de madurez dentro de los cuales calzar la suya. Así, en vez de privilegiar alguna de esas propuestas –que de adoptarse ciegamente haría de su conducta existencial un quehacer meramente reproductivo–, el joven decide encararlas. No abstenerse de crecer y no crecer mal, he ahí las dos negativas que, con más o menos claridad, su decisión deberá tener en cuenta. Para eso elige entre lo dado y después construye con eso dado otra cosa: en principio, pero sólo en principio, su adolescencia; el umbral, el paso hacia la vida adulta. Momentos cardinales de ese proceso productivo de la propia vida son: primero, aquel en que Lucho abre las compuertas de sí mismo al oleaje indistinto de lo real, cuando acaba con el mandato de la contención, cuando se junta con la Sophie, cuando hace fouls en el fútbol y contesta a las balandronadas del Hans con la hermosa patada que sabemos; segundo, cuando percibe las consecuencias de sus actos, cuando advierte que lo real no es inane, que la Sophie traiciona, que los fouls se castigan, que la patada en las bolas del Hans no es gratuita, que aguarda –tal vez con creces– su retribución; tercero, cuando lo real le pasa la boleta y él responde a ese pedido creativamente. En cuanto a este tercer momento, a mí me parece legítimo sostener que durante su transcurso el protagonista de Skármeta, junto con producir una solución suya –que puede ser psicológica o existencial, según sea el gusto del lector de la obra– produce también una solución colectiva, una perspectiva social y política: lo que no es compatible con esa solución, la Sophie, es evitado y sustituido por la Edith; lo que sí es compatible o lo que no puede evitarse, el Michael, se atrae, se acoge y se transforma:

Y a la semana Michael se apareció en una reunión del Chile Comité. Cuando mi papi lo vio entrar, me quedó mirando y me dijo que yo era un “proselitista”. Esa es otra palabra que tuve que buscar en el diccionario (88).

La cita que acabo de copiar contiene el fin de esta nouvelle. En ese brevísimo episodio la mirada y las palabras del padre transparentan una aceptación oblicua del crecimiento del hijo, pero muestran además una aceptación no menos oblicua de la diferencia que se halla asociada a ese crecimiento, entendida como una diferencia que no sólo es comprensible sino celebrable.

Porque el crecimiento del joven Lucho habrá cubierto un nuevo tramo que conforma una secuencia unitaria y que en cuanto tal puede narrarse; muchos más cubrirá en el futuro: crecer se subentiende en No pasó nada como una actividad que no cesa. El título de la nouvelle es desde este punto de vista irónico. Desde un segundo punto de vista, estaría reflejando el tironeo preliminar entre la contención y la trasgresión. Desde un tercer punto de vista, es una cita y una respuesta irónica a «Aquí no ha pasado nada», el mejor y más famoso de los cuentos de Claudio Giaconi, que por lo demás es correlativa a la cita y respuesta irónica que encontramos en el título del primer libro de Skármeta, El entusiasmo, vis-à-vis el título del primero de Giaconi, La difícil juventud. Puede demostrarse, en definitiva, por medio del relato de ese tramo, que «una reconciliación entre la interioridad y la realidad, aunque problemática, es de todas maneras posible»[7]. Más todavía –y he aquí un importante añadido que la obra que estoy estudiando me autoriza a hacerle a las abstracciones del joven Lukács–: la reconciliación aludida no sólo «tiene que buscarse a través de luchas duras y en aventuras peligrosas», sino que su búsqueda es sinónimo del proceso de su producción; producción de la propia vida, la individual tanto como la social, que se lleva a cabo en el curso de un proceso que parte y que está determinado por lo dado; también que en primera instancia reconoce y asimila en sí lo dado, pero que no se agota en eso dado. Que será eso y más: una existencia nueva, con la obligación de continuar una historia –aquí la historia del pueblo chileno de siempre, la de Lautaro y Manuel Rodríguez, la de José Manuel Balmaceda y Luis Emilio Recabarren, la de Pedro Aguirre Cerda y Salvador Allende– y la facultad de renovarla, con la obligación de recibir y la potencialidad de agregar, y con una existencia que, justamente en virtud de su ejercicio de esta dialéctica esencial, está también capacitada para ser políticamente significativa.

Con naturalidad, el fin del itinerario de Lucho en No pasó nada desemboca en una toma de posición del narrador y del escritor Antonio Skármeta ante el arduo problema de las vidas del exilio. Este itinerario y su estación de término es propuesto por Lucho al padre a través de la grave complejidad de sus acciones. Se trata de acciones que deben leerse –que deben descodificarse– y cuyo primer lector –cuyo primer descodificador, es el padre mismo. Por eso al cierre de la nouvelle su mirada y sus palabras transparentan una percepción del crecimiento del hijo, al mismo tiempo que una aceptación tácita de la validez de la alternativa que el hijo ha ensayado para producirlo. Si la nouvelle de Skármeta es, como yo creo, una parábola pedagógica, y si la condición parabólico-pedagógica es un atributo esencial de las novelas de aprendize, entonces no cabe duda de que la utilización de esta forma en No pasó nada obedece al propósito de convertir al hijo en maestro del padre o –lo que no es más que una extensión de lo mismo– al personaje en maestro del autor, en maestro del crítico, en maestro también del lector chileno del exilio. Porque lo que a mí me interesa destacar es que Lucho no renuncia al mundo en el que está, Berlín, pero tampoco renuncia al mundo del que viene, Santiago. El advenimiento de su adolescencia no desecha los tenaces requerimientos que le hace su cuerpo pujante, y sin embargo no desecha su niñez, las memorias de su vida anterior, la consecuencia con un pasado que él no forjó, aun cuando también –y harto lo sabe– le pertenece. Reúne y cuela, capta y selecciona todo eso para construir al cabo su existencia y la del millón de chilenos que tuvieron que abandonar este país a causa del golpe militar del 11 de septiembre de 1973.

 


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NOTAS

[1]. Antonio Skármeta. No pasó nada. Barcelona: Pomaire, 1980. Todas las citas siguientes corresponden a la misma edición.
[2]. Lukács. A Theory..., página 132.
[3]. El libro más completo que conozco sobre la “generación del cincuenta”, esa fabricación mediática de Enrique Lafourcade, pertenece a Eduardo Godoy Gallardo. La generación del 50 en Chile. Historia de un movimiento literario (narrativa). Santiago de Chile: La Noria, 1992.
[4]. Wolfgang Kayser. Interpretación y análisis de la obra literaria, tr. María D. Mouton y V. García Yebra. Madrid: Gredos, 1971, páginas 474 y 475.
[5]. Alejandra Costamagna. El lugar del deseo en los cuentos de Antonio Skármeta. Tesis para optar al grado de Magíster en Literatura Hispanoamericana y Chilena, Departamento de Literatura, Universidad de Chile 2010, página 52 y siguientes. Agrego a la observación de Costamagna que la misma estructura se registra en Lanchas en la bahía, la primera novela de Manuel Rojas. A propósito, ver la segunda parte de este libro.
[6]. En este sentido es útil comparar la novela con la versión cinematográfica alemana, Aus der Ferne sehe ich dieses Land [Desde lejos veo ese país], dirigida por Christian Ziewer y estrenada en Berlín durante 1978. Al margen de copiosas alteraciones puntuales, la modificación mayor que la película introduce al comparársela con el texto narrativo es de foco: allí donde la novela se preocupa especialmente de la conducta del protagonista con respecto al mundo, la película procede a la inversa. Claro está, lo que así pone en juego el film es una audiencia potencial que no es la de la novela. La ordalía del muchacho extranjero sirve para descubrirle a esa audiencia su propio mundo. El título de la película da cuenta de ese reemplazo de receptor.
[7]. Producción en tanto trabajo del personaje sobre su vida, la cual pretende cambiar, y trabajo –asúmalo o no quien lo realiza– socialmente condicionado. «En la producción social de su vida, los hombres...», etcétera. Karl Marx, «Prefacio» del 59, en Karl Marx y Frederick Engels. Obras escogidas. Moscú: Progreso, 1973.

 

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Grínor Rojo nació en Santiago de Chile en 1941. Es doctor en filosofía, profesor universitario, ensayista, crítico cultural y literario. Ha enseñado en las universidades de Chile y Austral de Chile y, en Estados Unidos, en las estatales de California y Ohio. También fue profesor visitante en la universidades Nacional de Mar del Plata en Argentina, en la Federal de Minas Gerais en Brasil, en la de Costa Rica y Nacional de Costa Rica, en Columbia University y en la de Southern California, en la de Viena en Austria, en la de Salamanca en España y en las de Santiago de Chile, Concepción, Austral de Chile y Católica de Chile. Actualmente enseña en el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile, del que fue director hasta 2010, y es profesor titular de teoría crítica en el Departamento de Literatura de la misma institución.

Ha publicado varias antologías, ediciones de teatro y crítica, prólogos y unos doscientos artículos en revistas y periódicos de América Latina, Estados Unidos y Europa. Durante 2010 se publicó en Madrid su Antología esencial de Gabriela Mistral. Es autor de los libros Los orígenes del teatro hispanoamericano contemporáneo (1972), Muerte y resurrección del teatro chileno: 1973-1983 (1985), Crítica del exilio. Ensayos sobre literatura latinoamericana actual (1989), Poesía chilena del fin de la modernidad (1993), Dirán que está en la Gloria... Mistral (1997, Premio del Ateneo de Santiago del mismo año), Diez tesis sobre la crítica (2001), Postcolonialidad y nación (2003, en coautoría con Alicia Salomone y Claudia Zapata), Globalización e identidades nacionales y postnacionales... ¿De qué estamos hablando? (2006, Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de Las Américas en 2009), Las armas de las letras. Ensayos neoarielistas (2008, Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile en 2009), Borgeana (2009), Discrepancias de Bicentenario (2010), Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. Siglos XIX y XX (2011, dos volúmenes, premio Altazor 2012), y De las más altas cumbres. Teoría crítica latinoamericana moderna (2012). En Sangría Editora ha publicado Las novelas de la oligarquía chilena (2011).



 

 

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