Pertenezco a la promoción literaria chilena de 1938 que este 88 está cumpliendo su medio siglo. En la parca y estricta tradición de las letras de mi país,. ese momento se distingue por una mayor conciencia crítica del lenguaje y cierto proyecto de diálogo con el mundo tal vez más coherente y lúcido, aunque sin duda menos creador que el de los grandes volcanes de la década del veinte: Huidobro, de Rokha, Neruda y —un poco antes— la Mistral; más la presencia inmediata, teológica y geográfica, de otros dos grandes animales poéticos sudamericanos: Borges, de Buenos Aires, y Vallejo, del Perú. Teníamos 21 años ese 38 y no era poco el desafío. Nuestro intento fue asumir ese legado con dignidad y contribuir a desaldeanizar a Chile o a "desmapochizar el Mapocho", río descolorido, aprendiz más o menos servil del Sena desde cuyas márgenes sonó sin embargo Rubén Darío su gran sueño al cierre del otro siglo. Curiosamente, en este minuto de tantas y tantas efemérides, mientras Berlín está cumpliendo sus 750 años, nosotros conmemoramos allá abajo el primer centenario de Azul, publicado en Valparaíso en 1888, al tiempo que nos duele el martirio de Vallejo en París, justo en aquel 38, hace otros cincuenta años. Minuto aquel sintomático y crítico como pocos: aún ardía la Guerra Civil Española que nos entregara otra imagen de la península, la de la madre ensangrentada, mientras avanzaban los totalitarismos sobre el mundo, y, en el horizonte inmediato del país, el Frente Popular asumía el poder político. Minuto por otra parte irrisorio, en cuanto presumíamos estar curados de cualquier peste fascista o dictatorial, y hasta nos envanecíamos de eso, en circunstancias de que tal vez nunca antes, hasta esa fecha por lo menos, el militarismo nacional estuvo mas próximo al cuartelazo con un proyecto de insurrección a lo Franco.
Lo cierto es que la mejor juventud de esos días hizo suyo el propósito de una mudanza en profundidad de ese Chile a medio andar, cívico por fuera y sinuosamente faccioso por dentro. En ese juego de contrastes me crié: entre la República Socialista de 1932 que duró cien días y el peso de la noche, como dijera Diego Portales un siglo atrás. Numerosos fueron los grupos literarios jóvenes surgidos en el plazo del 38 con sus respectivas revistas: y el signo caracterizador fue la polémica en todo: de lo estético a lo ideológico. Pero fueron dos (dos entre esos diez o doce grupos) los que polarizaron el ánimo de una auténtica autonomía cultural, en un salto de veracidad hacia nosotros mismos, como ya lo intentaron en 1842 los jóvenes orientados por Bello y por Sarmiento. Con ese mismo espíritu, y mucho antes del "boom", llevé adelante los Encuentros Nacionales e Internacionales de Escritores entre 1958 y 1962 para proyectar la imagen y la realidad de nuestra América desde un diálogo abierto.
Vuelvo atrás en el ejercicio testimonial. Esos dos grupos fuertemente contrastados, con un mismo impulso renovador, fueron: a) El Grupo Angurrientos —del vocablo "angurria", tan usado por nuestro pueblo—; "angurrientos" como quien dice "hambrientos" o "hambreados" de genuinidad, más allá de cualquier exotismo y cualquier criollismo pintoresco: y b) El Grupo Mandrágora, al amparo del mito de la planta prodigiosa capaz de la máxima vivacidad y transfiguración, con eje en el surrealismo parisino aunque de airecillo disidente. Justo por lo disidente me inscribí en ese equipo y me aparté al cabo de un año cuando se sometió por entero a la ortodoxia discutible. Para qué decir que el estado de cosas estético de París no era ni podía ser el de Santiago. A Breton vine a conocerlo mucho más tarde, en enero del 53, en su legendario piso de la Rue Fontaine, quatrième étage, a droite. Lo que me hartaba del grupo mandragórico era su afrancesamiento literatoso y su falta de genio, por qué no decirlo, aunque —a escala del Chile de esa época—, debo reconocer que el pequeño conjunto era el más desinhibido y el más letrado. ¿Quiénes lo componían? Braulio Arenas, que murió hace un mes aunque de hecho se nos había muerto el 73 cuando cambió la centella surrealista por un mísero Premio Nacional; Enrique Gómez Correa, airoso ayer y hoy lastimado sin piedad en su silla de ruedas; Teófilo Cid, quemado temprano en su propio alcohol; yo mismo; Jorge Cáceres, el más veloz, infartado a los 25; y alguno otro de rostro borroso. Todo ello sin considerar al único surrealista con estrella, de nuestro Chile: el pintor Roberto Matta de renombre universal, que corrió solo su riesgo con grandeza; ni a María Luisa Bombal, figura mayor de la exploración onírica en nuestras letras.
Trabajábamos duro desde una conciencia que no se perdonaba a sí misma y ello nos exigió una formación estricta. Tal vez la proximidad y la sombra de Huidobro limitó las posibilidades aunque, por otra parte, nos dio a beber la vanguardia en una fuente fresca. ¿Cómo olvidar que él fue protagonista primordial en la vanguardia parisina? Me gustaba ir a la casa de Vicente mucho más que asistir a mis cursos en la vieja facultad de filosofía y letras. Recuerdo un día cualquiera
de ese 38; una mañana, como a las 11. Llegué ahí sin llamar, a ese piso de la Alameda, como solíamos hacer sus jóvenes amigos, y me instalé a hojear La Révolution Surréaliste, Minotaure o alguna de esas revistas que hoy se venden a precio de oro, muy envasadas y encuadernadas; publicaciones que entonces sólo llegaban a la casa de Huidobro en Santiago. Ahí estaba viendo todo eso y los auténticos Picasso, Juan Gris, Miró, Ernst o Arp próximos a los ventanales, cuando apareció con su frescor el poeta: —Qué tal, muchacho. —"Vine a leer un poco aquí", le dije. Parece que me aburría esta mañana oyendo la lección, y es que el profesor no entra en Ovidio, y se queda en la periferia de la sintaxis. —¿Ovidio? ironizó él. ¿No les he dicho que la imaginación poética de hoy es hermana de la imaginación científica, y hay que ir a la física nueva, a la bioquímica, a la astronomía, a la matemática alta; y olvidar las retóricas de los carcamales? —"Muy Vicente Huidobro serás tú, díjele con desparpajo, pero lo que pasa es que no leíste nunca ni esta elegía romana ni a ningún clásico. Vives pontificando sobre la imagen y todo lo aprendiste en Réverdy.
Inmutable, mirándome a los ojos con el magnetismo de los suyos, no me dijo nada y se puso a pasear por la habitación mientras iba repitiendo de memoria a media voz el viejo ritmo de hace dos mil años
Cum subit illius tristissima noctis imago
quae
mihi supremun tempus in urbe fuit,
cum repetto noctem qua tot mihi cara reliqui
labitur ex oculis tune quoque gutta meis.
Callé avergonzado, y hablamos de otra cosa. No he conocido a otro que sembrara más libertad en mi cabeza.
También solía visitar en otros barrios distantes y proletarios (Independencia abajo, La Cisterna) a Pablo de Rokha —seudónimo de Carlos Díaz Loyola— que ya el 22 había escrito un volumen desmesurado de visión y de páginas, en formato mayor, con el primer injerto de expresionismo en nuestra poesía y mucho, mucho tremendismo. Curiosamente ese mágico 1922 César Vallejo estaba publicando Trilce en Lima, obra maestra contraria a todo exceso expresivo y a todo énfasis. Neruda lo odiaba a de Rokha y éste le respondió toda su vida con pareja odiosidad, como ocurrió entre algunos de los grandes españoles del XVI y el XVII. Han pasado las décadas y la germinación rokhiana no termina. Personalmente creo que, desaforado y todo, e informe, fue el primer demoledor del postmodernismo entre nosotros y el progenitor de esa ruralidad y esa elementalidad trascendida, con cierto enfoque primordial y cosmogónico, desde sus versos iconoclastas de 1915; o —por lo menos— el gran adelantado en cuanto a registrar el trauma primario de lo natural, visión compartida y afinada, como se sabe, por la Mistral en la sección Materias de su libro Tala (1938) publicado en Buenos Aires y por el joven Neruda de Residencia (1925 - 1935) en sus célebres Tres Cantos Materiales. El que no me crea que lea; pero que lea bien. Desigual y ciertamente enfático, de Rokha no alcanzó la plasmación como Neruda, pero él es nuestra levadura primigenia y, pedregoso como fue, mantuvo su fidelidad a la piedra de Chile. Su temple anarco lo llevó a toda clase de infortunios y fue el marginado de los marginados, pero libros como Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, Elegía del Macho Anciano, Heroísmo sin alegría, U, Escritura de Raimundo Contreras, son libros necesarios. Además, y con décadas de anticipación, vaticinó la caída del Chile clásico y democrático en su libro La República asesinada. Me honro, pues, en nombrar aquí al más desconocido de nuestros "cosmogonautas", lo que se llama un "veedor" del mundo. Neruda es demasiado conocido —y aquí en Alemania todos saben hasta sus últimos pormenores biográficos y bibliográficos—; y ya es tópico exaltar el genio de su intuición y su lenguaje en los dos volúmenes verdaderos de Residencia en la Tierra (1925 - 1935), obra de fundamento como dijo Lorca cuando lo presentó en el Ateneo de Madrid en 1934: "un poeta más cerca de la sangre que de la tinta, un tono descarado del gran idioma español de los americanos que lo enlaza a la fuente de los clásicos." Por mi parte doy fe de ese juicio lorquiano: yo tenía 16 cuando cayó en mis manos el gran libro y aunque no entendí con seso lógico ese vislumbre del caos, esa ambigüedad que hacía trizas los espejos de la exactitud, recibí el estremecimiento de lo genuino. Por ese mismo plazo de mi adolescencia y gracias a un maestro alemán de apellido Jünemann que me enseñó a leer por dentro el Mundo y contribuyó como nadie a mi formación, yo estaba en trato con los clásicos de la antigüedad greco-romana y, por supuesto, con los españoles de la edad de oro; y simultáneamente con Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, Laforgue, Apollinaire; de suerte que si por la oreja derecha me entraba lo áureo de la clasicidad, por la oreja izquierda lo hacía la modernidad, produciéndose así en la punta de mi cabeza de muchacho otra música y otro vértigo, otro cruce de zumbido y de sentido, otra ventolera, otra síntesis. Tal vez por eso mismo no me he desarrollado gran cosa desde entonces y me he restado siempre a la fascinación de las modas que se arrugan, presuntuosas de una originalidad que no pasa de originalismo. Pienso que si en alguna medida puede hablarse de originalidad, ella debe verificarse en el lenguaje y no en los alardes de invención. La poesía se hace con palabras, querido Mallarmé, y no con hechos o situaciones; o buenas intenciones.
Por eso me gustaba la Mistral en sus claves mayores de Tala y de Lagar que, habiendo vivido en el plazo de las vanguardias, no se encandiló con las vanguardias sino más bien se quedó oyendo sin prisa la lengua oral de sus paisanos de América con arcaísmos y murmullos como Teresa de Ávila, y así nos dijo el mundo entre adivina y desdeñosa. Mis compañeros del 38 se burlaban y, sin leerla, le decían vieja novecentista y retardataria; pese a que ese mismo año se estaba publicando en Buenos Aires Tala, una obra maestra. Me divierten los críticos profesorales y sabihondos, anestesiados por su metódica esquemática, incapaces de entrar en la trama viva e imaginaria, que insisten en proscribirla y hasta en negarla a la Mistral. Y es que no quieren distinguir en nuestra fundadora el oficio lateral de enseñar del oficio mayor de escribir y de apostarle la palabra al Mundo. Como yo mismo todavía sigo enseñando y conozco el remo del galeote, siempre supe establecer el deslinde. Alguna vez en mis años mozos, coincidí con la experiencia de silabear el mundo con los niños de nuestra América oscura y enseñé a leer a los míos lo mismo que Sarmiento y que Vallejo, lo mismo que la Mistral, en el momento justo en que lo dejé todo por hartazgo. Hartazgo de un Santiago-capital-de-no-sé-qué-; de un surrealismo libresco, de una facultad de letras irrisoria (irrisoria en esos días para mí); del ruido y de la furia. Hartazgo en fin de la publicidad vergonzosa. Me dieron un trabajo Atacama adentro, en la Sierra de Domeyko cuya mayor altura pasa de los 3.000 metros y allí fundé mi dinastía en la ventolera de esas nieves. Por ahí o más abajo pudo haber entrado en 1535 Diego de Almagro, el primer hombre blanco, a nuestro Chile. En alguna medida lo aposté todo como él, y lo perdí. Como ha de hacer el poeta. Perder y no andar ganando la gloriola, el aplauso. Los cicateros de Mandrágora me fueron a acusar ante Huidobro, ¿saben ustedes de qué? De tránsfuga de la poesía y buscador de tesoros en esos cerros. —"Déjenlo", les dijo él riendo, "Gonzalo es un loco que necesita cumbre".
Aún recuerdo las cordilleras deslumbrantes de El Orito que todavía andan conmigo por el mundo y a esos 200 mineros analfabetos que me enseñaron casi tanto como las estrellas. Analfabetos pero con un portento imaginario y un pensamiento mágico que no vi nunca en los poetas más pintados. Qué Mandrágora ni qué surrealismo. Cierta vez pensé que también era bueno enseñarles a ellos —después de su trabajo— de noche, a la luz de las lámparas de carburo, después de los turnos sudorosos. Algunos se interesaron y como yo no disponía de material didáctico sino de unos pocos libros amados que alcancé a meter en mi maleta en el adiós a Santiago, aproveché unos textos de los filósofos presocráticos para jugar el juego de las vocales y las sílabas. Les leí algunos fragmentos y ellos prefirieron los de Heráclito. Así fue cómo, en plena edad juvenil, y en mi largo aprendizaje de poeta que no termina aún después de tantas décadas, vine a cumplir faenas de apir alfabetizador entre las altas nieves de Chile enseñando a leer en el silabario de Heráclito.
Me conozco el exilio, pero también el intraexilio y eso es bueno para un poeta. Cuando el 42 me fui por esos cerros, mientras tronaba al fondo de esas moles andinas la 2da guerra mundial, no lo hice por turismo literario sino para siempre; y además de para siempre lo hice a la siga de mí mismo y en busca de mi padre. Me dejé llevar por el viento, y el viento sabe. ¿Quién que es no es rulfiano en nuestra América? Soy hijo de minero, de minero más bien acomodado, pero minero al fin. Mi padre cortó vetas de carbón al empezar el siglo frente al Golfo de Arauco. Murió temprano el hombre, a un milímetro siempre del gas grisú como todos los mineros. A eso fui cerro arriba, como dijera Rulfo: en busca de mi padre. No es que sea un poeta genealógico pero creo en la genealogía de los laberintos; en la genealogía de la geología, y amo las piedras.
Me falta tiempo para hablar de Vallejo; de Borges para hablar. No estoy por la originalidad que me parece un abuso, y eso ya lo advertí. Por lo que estoy más bien es por el rescate como dijo de mí Cortázar una vez. Registro la parentela de la sangre imaginaria y reconozco que soy parte del coro. Por eso no me duele lo que Harold Bloom llama "la angustia de las influencias". ¿Influencias de qué? Vallejo, por ejemplo, me dio el despojo y desde ahí el descubrimiento del tono; Huidobro, acaso, el desenfado; Neruda cierto ritmo respiratorio que él a su vez aprendió de Whitman y en Baudelaire, pero yo gané el mío desde la asfixia. ¿Y Borges? El rigor, "l'ostinato rigore" que dijo Leonardo. Y el desvelo. Un desvelo lúcido al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento. Es que todo es nuevo. Para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo.
¿Cuándo empecé a escribir? Temprano, muy temprano. Mucho antes del 38. Me zumbaban las líneas en las orejas y las iba anotando, anotando al vuelo, casi como ahora. Tenía una liturgia secreta y no sé cómo se me impuso, pero me funcionaba bellamente. Surrealista "avant la lettre", allá por los 18 disparaba un cuchillo contra una tabla rústica que me servía de mesa de trabajo; cuchillito liviano y vibrador, de punta acerada. Si entraba hondo en la madera, quería decir que la concentración expresiva estaba a punto, y empezaba a escribir; si se desviaba o resbalaba, lo dejaba todo y me iba a pasear.
Ya termino: ¿y mi visión de mundo? Tres son, por lo menos, mis vertientes: la numinosa en el sentido de Das Heilige; la erótica y toda la dialéctica del amor; la del testigo inmediato de la vida inmediata (aunque Celan diga que "nadie atestigua a favor del testigo"). Incluyo en eso el ejercicio del testigo político, pero sin consigna. A lo
mejor debiera uno callarse. Pero no. Todavía no. Por lo menos todavía no. Estoy viviendo un reverdecimiento en el mejor sentido, una reniñez, una espontaneidad que casi no me explico. Es como si yo dejara que escribiera el lenguaje por mí. Parece descuido, y es el desvelo mayor. Estoy dejando que las aguas hablen, que suban las aguas, y que ellas mismas hablen.
¿Alcanzaremos a leer, alguna vez, algo de mi poesía? Sé que hay oyentes, lectores y hasta estudiosos que ya no quieren mucho con la palabra poética y les basta con la nueva narrativa latinoamericana, de fulgor indiscutible. No veo la querella:
Dejemos que siliben las serpientes, como dijo Apollinaire.
Nota: "De dónde viene uno" fue la introducción a una lectura de poesía celebrada por Gonzalo Rojas el 28 de junio de 1988 en la Universidad Libre de Berlín. Hace unos meses el texto fue publicado como prólogo al libro más reciente de Rojas (Materia de testamento. Madrid 1988, págs. 7 - 17) Agradecemos al Señor D. Jesús Munárriz, Ediciones Hiperión, la autorización de esta reproducción.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com DE DONDE VIENE UNO
Por Gonzalo Rojas
Publicado en Taller Literario con Gonzalo Rojas
Berlín, 4 - 5 de noviembre 1988