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Historia y geografía de Borges
Por Grínor Rojo
Universidad de Chile
Publicado en reviista Acta Literaria, N° 25. Concepción, 2000
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Se abre la verja del jardín
con la docilidad de la página...
"Llaneza", de Fervor de Buenos Aires
El punto de partida de la meditación que ahora emprendo no puede ser otro que el que sugiere Emir Rodríguez Monegal, que después reconsidera Sylvia Molloy y que el propio Borges declara en el "Prólogo" a su biografía de Evaristo Carriego: "Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses". Esto fue escrito en 1930. Cuarenta años después, en 1970, en las líneas iniciales de "Juan Muraña", el quinto relato de El informe de Brodie, Borges reescribe la confesión de su juventud con palabras que, aunque se asemejen mucho a las que entonces utilizara, no son idénticas. Dice ahí: "Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una verja con lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos".
El segundo de los textos que acabo de citar a mí me parece demostrablemente inferior al de 1930 porque siento que su vocabulario es inexacto, su prosodia trastabillante y sobre todo porque Borges elimina de él un verbo que cumplía un papel fundamental en la versión primitiva. En efecto, en la cita de 1930, el quiasmo entre "creí" y "crié", que, con una variación que recuerda a la de un objeto reflejado sobre un espejo distorsionante, moviliza dos términos que se involucran por causas etimológicas (de credere ambos, me dice el lingüista Constantino Contreras: "creer", la derivación culta, y "criar", la inculta, lo que no deja de tener importancia), escamotea y revela a la vez a un tercer verbo, el que, si bien es cierto que se desliga etimológicamente de los dos anteriores, no lo es menos que también se les une desde un punto de vista estilístico, en virtud de su semejanza fonética. Ese tercer verbo es "crear". Creí que me había criado equivale en la primera de las dos citas que incluí más arriba a creí haber (y haberme también, por lo tanto) creado. Del costado opuesto, durante años yo creé la ilusión de haber (y de haberme) criado "en un suburbio de Buenos Aires", etc., aunque a la hora de decir la verdad no tenga otro remedio que reconocer que me crié "en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses".
Queda pues claro que en esta cita Borges combina, para dar cuenta de las fortunas y trabajos de su historia personal, la "creencia" y la "crianza", armonizándolas en razón de su empate en una etimología común. Además, como si eso no le bastara, Borges hace que en su testimonio reverbere, por debajo de los dos términos explícitos, otro implícito: la creación. El "creer" y el "criar" son un "creer" tanto como el "creer" es un "crear".
En Borges, para quien, como para todo buen discípulo de Berkeley y Schopenhauer el mundo carece por completo de realidad, lo único que la posee hasta cierto punto es el falso guiño de certidumbre que nosotros mismos contrabandeamos en los objetos estéticos: "La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizás, el hecho estético"[1]. En otras palabras, a lo único a lo que según él sería posible atribuirle por lo menos una pizca de solidez es a aquello que tiene su instancia de arranque en el poder fabulador, "magnificante" y "mistificante", de la imaginación de los hombres. Paradoja es esta que hace que, no obstante su descenso desde la jerarquía de lo verídico a la de lo meramente verosímil, en la escala de los valores borgeanos los datos de la creación superen tanto a los datos de la creencia, esto es, tanto a nuestra fe metafísica en que las cosas existen sobre la tierra de una manera "sustantiva y eterna", como a los de la crianza, o sea, a nuestra confianza culturalista en el realce de esas mismas cosas por obra del conocimiento, de un "ser más" por la vía de un "saber más", que es lo que (moderna, al fin) postula Sor Juana y (ya sin riesgo de equivocarse) reitera Foucault: "yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica", es lo que leemos en "Borges y yo". Y ello es así, aun cuando todo (le) indique que "esas páginas [las páginas que "el otro", Borges, trama] no me [lo] pueden salvar".
Por otra parte, tampoco cuesta demasiado percatarse de que el trozo autobiográfico sobre el que he querido detener la mirada despliega, junto con la historia esencial, una geografía esencial. En una punta, él nos muestra la casa, y en la otra, la calle; y entre ambas, el feroz disuasivo que constituye la "verja con lanzas". En cuanto al interior de la casa, nos damos cuenta de que ahí existe un nuevo afuera, el del "jardín", y un nuevo adentro, el de la "ilimitada biblioteca de libros ingleses". Tres espacios, por lo tanto, y una disposición a través de la cual cada espacio mayor contiene y contradice a otro menor. En el centro de ese orden del mundo, y separado de él por la conspicua guardia fálica, se nos ofrece un panorama del universo doméstico. En el centro de ese universo doméstico, separados por la oposición entre lo abierto y lo cerrado, se encuentran la biblioteca y el jardín. Desde el jardín, es decir desde el lado de acá de la "verja con lanzas", descubrimos a un niño que contempla la calle. Cuando esa contemplación le resulta insatisfactoria o angustiosa en grado sumo, ese niño se repliega hacia el interior de la casa. Retorna entonces hacia el vientre de la seguridad familiar, donde atrás, siempre atrás, lo aguarda el socorro de la biblioteca paterna.
En "La busca de Averroes", por entre las rejas del balcón de su residencia de Córdova y después de fracasar una vez y otra en sus múltiples empeños por verter en lengua árabe el sentido de los vocablos aristotélicos "tragedia" y "comedia", el filósofo Abulgualid Muhámmad Ibn-Ajmad ibn-Muhámmad ibn-Rushd descubre a tres muchachitos que "juegan" sobre el patio de tierra: "Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano ... El que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los fieles". Los niños están "jugando" (inglés, play; alemán, spielen; francés, jouer) al teatro, pero a Averroes, cuyos ojos siguen los movimientos que ellos ejecutan desde la reconditez abstracta que le dispensa su escondite en la sombra del balcón, es decir, desde una zona neutra que no es ni el jardín ni la biblioteca ni la calle, la conexión se le escapa indefectiblemente.
En "La casa de Asterión", aunque lo desmienta después, el protagonista declara que él no abandona su cárcel, no obstante el hecho de que esa cárcel en verdad no es tal, que las puertas de La Casa (puertas "infinitas", es claro) se mantienen siempre abiertas para facilitarle una fuga definitiva pero que él sabe muy bien que es imposible: "Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe".
Cuando en una coda a esa misma historia, Teseo refiere a Ariadna cómo él entró en el laberinto y dio muerte al Minotauro, le señala que éste, acobardado ante la magnitud de su audacia, "apenas se defendió".
En "La escritura del dios", Tzinacán, "mago de la pirámide de Qaholom", se encuentra prisionero en un recinto cuya forma es la de "un hemisferio casi perfecto", que corta "un muro medianero" y al que interrumpe sólo una ventana cruzada por "barrotes" numerosos. "De un lado", explica Tzinacán, "estoy yo... del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio". Por un desplazamiento y un ocultamiento del valor de los términos que forman la oposición principal de este relato, nótese que el motivo del cautiverio entra en él en un juego de equivalencia desconstructiva con la libertad: Tzinacán y el jaguar se encuentran el uno y el otro neutralizados detrás de las rejas. Por último, al buen lector de Borges no lo sorprenderá que la tarea que el mago de Qaholom se impone a sí mismo en su prisión sea la de "leer", en la piel del jaguar, "la escritura del dios"[2].
Tres regiones más o menos familiares subdividen la calle que el niño Borges observa desde el lado de acá de la "verja con lanzas". La primera la constituye su barrio con respecto a otro barrio, que es aún más exuberante que el suyo y que se extiende hacia El Norte, como ocurre en "Hombre de la esquina rosada": "A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería". En el capítulo primero de Evaristo Carriego e insistiendo en el mismo paisaje, Borges nos informa que "Hacia el poniente de ese espacio [el suyo] quedaba la miseria gringa, donde raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés". En cambio, "Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio". Y sigue ahí: "La primera edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti". Habría que añadir a esta precisión cartográfica que en "Hombre de la esquina rosada" el guapo Francisco Real suplanta al legendario Juan Muraña. A este último, que sin duda es un guapo entre los guapos y la figura máxima entre todas aquellas que deambulan por el cuartil septentrional del mapa de Borges, el escritor maduro lo invoca en "¿Dónde se habrán ido?", de Para las seis cuerdas, luego en el cuento del mismo nombre de El informe de Brodie, y le acaba dedicando en 1981 su propia milonga[3]:
Me habré cruzado con él
En una esquina cualquiera.
Yo era un chico, él era un hombre.
Nadie me dijo quién era.
No sé por qué en la oración
Ese antiguo me acompaña.
Sé que mi suerte es salvar
La memoria de Muraña.
Lo recordaba Carriego
Y yo lo recuerdo ahora.
Más vale pensar en otros
Cuando se acerca la hora.
La segunda región del "afuera" que el niño adivina (y que a lo mejor hasta vislumbra) es esta ciudad con respecto a otra ciudad (y en último término, con respecto a otro país) cuyo territorio fabuloso se establece sobre la ribera oriente de El Río. A partir de allí, el contemplador infantil sabe que existe una llanura abierta y radiante sobre cuya superficie cualquier cosa pudiera ocurrir, como en "El muerto": "Empieza entonces para Otárola una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos". Una variante temprana del itinerario que "El muerto" cabalga en su persecución cronológica y lógica del placer y la muerte se encuentra en "El asesino desinteresado Bill Harrigan", relato este en el que Billy the Kid, que había nacido "en un conventillo subterráneo de Nueva York", huye desde "la cloaca y el cascotazo" hacia "tierras vertiginosas y aéreas", en las cuales asciende a "hombre de frontera", a "jinete enclavado en el caballo" y a "emisor de balas invisibles".
La tercera región del afuera del niño Borges es una vez más "la ciudad de nuestro cuento" (cito en esta oportunidad de "La muerte y la brújula"), pero ahora con respecto a una tierra fatídica cuyo lugar se halla situado en el extremo contrario de la porción del mapa que nosotros hemos visto hasta aquí. Esa tierra es "El Sur". Porque, como todo el mundo sabe, "el Sur empieza del otro lado de Rivadavia". Por eso, el tren que saca a Dahlmann de Buenos Aires emerge desde las entrañas de la ciudad, avanza luego a través de una entrevisión fugitiva de "jardines y quintas" y se desparrama por fin sobre los pastos húmedos y antiguos de un paisaje casi nirvánico, paisaje que contiene la síntesis de una exterioridad menos concreta que soñada y donde ni las culturas ni las gentes "turbaban la tierra elemental". "Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo ... La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur".
Hacia el costado familiar de la verja, lo primero que nuestro ojo detecta es el jardín. Es, por supuesto, "El jardín de los senderos que se bifurcan", el de "las efusivas madreselvas". Pero es, igualmente, el de Heriberto Ceniza, en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"; el del "bosque" y la "nieve joven", en "Ulrica"; aquel otro al que el tiempo convierte en "maleza", en "There are more things" ; y, por último, es también el que, reiterando la fórmula del "Jardín de los senderos que se bifurcan", conduce a Lönnrot hacia El Sur, es decir, como a Dahlmann, hacia la página en la que el desovillarse mismo del relato pondrá fin a la osadía indiscreta de su protagonista.
Debo advertir, dicho sea de paso, que a mí me importa harto poco que algún biógrafo oficioso, de esos que nunca faltan y con toda especie de pruebas en la mano, venga y me demuestre que las tres comarcas a las que me he estado refiriendo en el espacio de esta nota son realmente disímiles, que (por ejemplo) unas provienen de la casa de Palermo y las otras de la quinta de Androgué. Me importa harto poco porque la verdad es que el mapa que mi imaginación crítica se ha propuesto recorrer a lo largo de estas líneas es el de una escritura que se gestiona de acuerdo a una hipóstasis de sueños y para la cual todos los jardines del mundo confluyen al cabo en un único jardín, y me refiero con esto al jardín de la literatura, cuyo fin por excelencia es el de servir de antesala y suspensión de la muerte. El descenso de Dahlmann del tren de la tarde, que no es "en la estación de siempre, sino en otra, un poco anterior", no tiene más disculpa que ésa. También, acaso por lo mismo, el espacio de los sueños es un laberinto cuya clave uno posee de manera confusa. Caminar por él es deslizarse por la piel de lo sabido femenino, por un pasadizo entre esas dos entidades masculinas y arcanas que son la calle y la biblioteca. Entre otras cosas, a mí me parece que esto da una cuenta aproximada del porqué del último desplazamiento que efectúa Erik Lönnrot, desde el jardín hasta la casa en el interior de la cual lo aguarda su Némesis con un arma en la mano (¿en la biblioteca?), y que es un desplazamiento que como el lector recordará El Detective efectúa "entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas", hasta topar con un edificio que, "visto de cerca", abundaba "en inútiles simetrías y repeticiones maniáticas".
Como sugerí más arriba, la biblioteca de los "ilimitados libros ingleses" es la de don Jorge Guillermo Borges Haslam, pero es también el establecimiento municipal de Palermo, en el que el hijo fue funcionario público a fines de los años treinta y principios de los cuarenta, y es finalmente la Biblioteca Nacional de la República Argentina con posterioridad a la revolución que para regocijo de Borges y los suyos derrocó a Perón en 1955. En la Biblioteca Nacional Borges fue a sentarse en el mismo sillón que antes que él ocuparan Mármol, Groussac y Lugones. Es, en buenas cuentas, la metonimia y la metáfora del orden simbólico.
Hacia adentro, hacia adentro de las narraciones se entiende, ésta es también la biblioteca que nosotros mencionamos a propósito de la "busca" de Averroes, la que hurga Villari en "La espera", la enciclopedia de Bioy Casares y Borges en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", la que quema Shih Huang Ti en "La muralla y los libros", la que comanda y organiza el hombre ciego del "Poema de los dones" y de "Junio, 1968", también la que ya no alcanzan las manos de "El guardián de los libros" y, egregiamente por cierto, es "La Biblioteca de Babel". Todo lo cual me lleva a recordar cierta indicación que le hace a Borges una no sé si es que apócrifa Leticia Alvarez, y que él consigna en una nota a pie de página en el último de los cuentos nombrados. Consiste en establecer que la biblioteca de marras puede serlo en el sentido convencional, como en ese cuento o en "Averroes", o puede estar hecha de "un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas". En este segundo caso, que también es el de "Pierre Menard autor del Quijote", el de "El inmortal", el de "El evangelio según Marcos", el de "La intrusa" y, sobre todo, el de "El libro de arena", ese único volumen, judío, cristiano, gnóstico y al fin y al cabo mallarmeano, es, como el jardín, como la casa, como la calle, un trozo ejemplar del universo.
La "esfera de Pascal", el "aleph" y el "zahir" devienen (resulta a estas alturas casi injurioso precisarlo) objetos mágicos que debido a esa misma perfección que los posee reproducen las cualidades de la biblioteca y el texto absolutos. Más elegante todavía me parece la conjetura borgeana que imagina que uno de esos textos absolutos, el Corpus Hermeticum, cuya redacción se atribuye a Hermes Trimegisto, el tres veces grande mago egipcio, contendría por primera vez la fórmula según la cual "Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y la circunsferencia en ninguna". En esta fase ocultista de la Biblioteca, el texto contiene al objeto y éste a la Divinidad.
En fin, cómo no percibir en la calle borgeana una primera versión del universo; y en el jardín borgeano una segunda; y en la biblioteca borgeana una tercera. El elenco esencial que forman estas tres metáforas de El Origen podrá parecerle al lector de mis apuntes un tanto reducido, pero en realidad no lo es.
En su Anatomy of Criticism, uno de los pocos libros de gramática literaria escritos en el siglo XX que se puede frecuentar con provecho, Northorp Frye arguye que desde la época de Platón la poética organiza su asunto en tres grandes campos de interés. Dice ahí: "El mundo del arte, la belleza, el sentimiento y el gusto es el campo central, flanqueado por otros dos: el de la acción y los acontecimientos sociales, de un lado, y el del pensamiento individual y las ideas, del otro". Y agrega: "Si uno lee de izquierda a derecha, esta estructura tripartita divide las facultades humanas en voluntad, sentimiento y razón". Si esta afirmación de Frye tuviese algún asidero (y yo creo que lo tiene), habría que concluir que la calle, el jardín y la biblioteca de Borges completan un mapa que abarca las tres cuartas partes del imaginario de Occidente. Como en el de Lönnrot, en este mapa hay un punto cardinal que está faltando, que Borges no menciona, pero que yo tengo para mí que es el signo de una ausencia que lo seduce de una manera sutil, el de una oquedad silenciosa que existe, pero respecto de la cual él intuye que no conviene darse por aludido demasiado pronto, aunque también sea cierto que sin el incentivo de su inquietante mutismo no habría letra alguna que se pudiera escribir.
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Notas:
[1] "La muralla y los libros". El subrayado es mío, G.R.
[2] No es sorprendente primero porque el jaguar de "La escritura del dios" puede leerse como la metáfora de una metáfora, la de la "pantera", nombrada por Borges con frecuencia y que es objeto central de un poema homónimo en La rosa profunda : "tras los fuertes barrotes la pantera / Repetirá el monótono camino... No sabe que hay praderas y montañas / De ciervos cuyas trémulas entrañas / Deleitarían su apetito ciego". Es cierto que en el poema de La rosa profunda, la pantera se encuentra adentro y el protagonista afuera, y que en el cuento están una y otro prisioneros. Pero ésa es una diferencia explicable de otro modo, creo. Además, la conversión de la piel del animal en un texto o, más precisamente, en un conjunto de signos, que han sido puestos sobre su espinazo por la mano del "dios", condensa el retroceso del niño Borges desde su mirador junto a las lanzas que le prohíben la calle hacia la libertad de la biblioteca.
[3] En La cifra.